Rafael Marín.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2006. Colección Ucronía. 284 páginas.
Tengo por costumbre no leer más que las primerísimas líneas de las sinopsis que las editoriales suelen ofrecernos en la contraportada o en las solapas (si las hubiera) de los libros que voy a comenzar. Si acaso, una vez terminados y porque me puede la curiosidad, lo hago al pasar la última página. Y vaya sorpresas que me llevo. Por ejemplo, quien leyese la contraportada de este Juglar que ahora nos ocupa pensaría por fuerza que la novela va sobre el Cid Campeador o sobre ese último día en que debía defender Valencia después de muerto. Nada más lejos de la realidad.
El libro se abre con esa escena de su “resurrección”, cierto, pero una vez pasada la, breve, introducción el libro abre un enorme flashback y se centra en la figura del “resucitador”: Estaban de Sopetrán, el “juglar” del título, que nos llevará desde el momento de su abandono recién nacido a las puertas de un convento hasta ese postrer día en Valencia, a lo largo de una vida azarosa en la que, sí, se cruzará varias veces de manera importante con la figura de Mío Cid, pero que en absoluto será el total de lo narrado.
No es un libro sobre Rodrigo Diáz de Vivar, aunque éste tenga su importancia (mucha) en la narración, sino sobre un truhán que busca sobrevivir en un mundo de magias que muchas veces le superan y que le convierten en objeto de deseo y odio de fuerzas que ni siquiera llega a imaginar.
A lo largo de estas apenas 300 páginas vamos a asistir a la vida completa de Esteban de Sopetrán, a sus muchas aventuras (y desventuras), en una narración que por momentos se torna épica y por momentos picaresca, y que pasa por hacer un retrato colorista de la época que les ha tocado vivir a los protagonistas; con sus guerras entre reinos cristianos y el dominio sobre las taifas musulmanas que también buscan su propio provecho, ya sea en la paz o en la guerra; con sus enfrentamientos fraticidas al más alto nivel; con sus rencillas entre nobles, con sus envidias y sus traiciones; y con una magia que envuelve el relato con un halo de misterio que acompañará a Esteban de Sopetrán a lo largo de toda su vida cargándola de amenazas.
Y es, tal vez, el mayor defecto que pueda achacársele al libro. El tratar de encerrar en tan pocas páginas una vida tan azarosa hace que, en algunos determinados momentos, la narración se vuelva brusca, como quien avanza a trompicones, pasando de un hecho a otro, temporalmente lejano, sin apenas transiciones.
Es además, el minucioso retrato que hace Marín de la época, otra rémora en su estómago. Hay un desapego, entre los momentos en que nos cuenta la vida de Esteban y los momentos en que nos narra los hechos históricos en que ésta encaja, que lastra el ritmo del relato. He echado en falta en este sentido un poco más de implicación emocional en lo narrado. Hay ocasiones en que, aún estando el protagonista en peligro de muerte, no lo sientes cercano. La pulcritud de la escritura, lo perfecto de su estilo, quizá le haya jugado una mala pasada y queriendo hacer unas descripciones preciosas y preciosistas, Marín se ha distanciado o hace distanciarse al lector un tanto de la acción en sí, dando más importancia al decorado.
Es hacia la mitad del libro cuando éste se centra más y cobra más emoción (tal vez desde la llegada de Mío Cid y sus huestes, y con ellas Estebanillo, a Zaragoza y con los hechos que allí acaecen), leyéndose el último tercio en un suspiro ensimismado. Le ha costado llegar allí, pero qué bien ha llegado. La novela, como ya he dado a entender un poco más arriba, está escrita con la maestría con la que ya nos tiene habituados Rafa Marín. Todo está en su sitio, todo encaja. Y aunque, como también decía, no es un libro sobre el Campeador, sí que es un gran homenaje a su persona y es una gozada ver como el autor ha ido encajando los hechos más destacables del Poema de Mío Cid para darles una nueva lectura (y si alguien no ha leído el Poema, decirle que es muy recomendable), una nueva visión marcada por la existencia de la magia en la vida de Esteban de Sopetrán, una nueva lectura que engrandece, aún más si cabe, su figura, su nobleza y su hidalguía.
No aparece demasiado Rodrigo en la narración, pero sí sus huestes y algunos de sus compañeros, y su espada,
Marín fue finalista del Premio Minotauro con esta novela y, habiéndome leído también la ganadora, debo decir que fue un digno rival para aquella (Señores del Olimpo) y que a mí me habría costado mucho decidirme entre una y otra. Y es que, aunque quizá se podría que decir que la obra de Negrete es un poco más “redonda” en su acabado donde la de Marín es algo más inconexa, también habría de decir que Juglar me ha tocado mucho más la fibra (quizá por la cercanía geográfica de lo narrado) que las desventuras de los dioses griegos.
Pero ya que estamos, mi recomendación es que os leáis las dos, ya que ambas merecen la pena y demuestran que los autores españoles nada tienen que envidiar a los que nos vienen de fuera. ¿A qué estáis esperando?
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