Eoin Colfer.
Reseña de: Lyrenna.
Alfaguara. Madrid, 2009. Título original: Airman. Traducción: Mercedes Núñez Salazar. 462 páginas.
Eoin Colfer adquirió fama literaria, sobre todo, por su serie Artemis Fowl, pero con esta novela ha querido subir un peldaño más y, sin abandonar en absoluto a su público juvenil, se adentra aquí en terrenos algo diferentes, internándose en una ficción histórica mucho más realista que sus obras anteriores y donde la fantasía en su vertiente mágica no tiene cabida, mezclando rasgos aventureros de Dumas (y es inevitable pensar en El Conde de Montecristo) con las especulaciones de Wells y unas gotas visionarias de Verne, y donde hay instantes que casi se roza lo steampunk.
En Airman asistimos a la forja del héroe, a la caída del protagonista desde una posición acomodada y su posterior lucha por ascender de nuevo. Es esta una historia de honor y traición, de nobleza y perfidia, de ilusiones y decepciones, donde el combate por la supervivencia se impondrá ante el deseo de justa retribución.
Conor Broekhart, el joven destinado a convertirse en héroe, nace, a finales del siglo XIX, en la barquilla de un globo aerostático. Es el hijo de Declan Broekhart, el más fiel de los capitanes del rey Nicholas I de las Islas Saltee, más conocido como el Buen Rey Nick y que parece empeñado en poner a su pequeño reino a la vanguardia de los avances tecnológicos de la época victoriana.
Colfer construye con dos plumazos un extrañamente fascinante escenario, un reino compuesto por dos islas situadas frente a la costa irlandesa, que fueron concedidas originalmente por Enrique II a su primer rey, Raymond Trudeau, como una especie de castigo o insulto al no contener las mismas otra “riqueza” que los excrementos de las gaviotas que las habitaban. Sin embargo, el sorprendente descubrimiento en la menor de las dos islas, Little Saltee, de una enorme (y aparentemente inagotable) veta de diamantes, puso al reino en lugar destacado dentro del mapa de la política mundial.
De esta manera, Little Saltee se convertiría poco después en un inexpugnable penal donde los reclusos trabajarían duramente en la extracción de los diamantes para garantizar la riqueza del reino; mientras la otra isla, Great Saltee, se convertiría en el hogar de una pequeña población y de la corte real.
Y es allí, tiempo después, en esa época de finales del XIX en la que empiezan a descollar grandes sueños de avances tecnológicos, donde Conor comenzará a desarrollar la tarea para la cual cree estar destinado desde su accidentado nacimiento: volar. Para ello, contando con la inestimable ayuda de su mentor, el francés Victor Vigny, dedicará buena parte de sus esfuerzos y estudios a diseñar ingenios voladores, sorprendentes máquinas que, tal vez, podrían poner a su alcance la realización de su sueño.
A un tiempo, Vigny se encargará de educar su mente en los caminos científicos y de entrenar su cuerpo como un dotado espadachín, enseñándole además unas artes marciales recientemente importadas del Lejano Oriente.
De esta manera, Conor lleva camino de convertirse en el prototipo de todo lo que un héroe debe ser: intrépido, valiente, inteligente, aguerrido, noble, culto… Parece tenerlo todo, incluyendo la devoción de su familia y el amor de la princesa Isabella, compañera de juegos infantiles e hija del Buen Rey Nick. Pero justo en ese momento de mayor felicidad la tragedia y la traición le golpean con inusitada fuerza, arrebatándoselo todo y provocando su particular descenso a los infiernos y su posterior lucha por escapar de allí.
Es entonces cuando Colfer se adentra en territorios más oscuros, algo más adultos que en obras anteriores, intentando retratar el mal que el ser humano puede proyectar sobre sus congéneres a través de unos personajes viles cuyos atributos físicos reflejan su maldad interior: su falta de escrúpulos, su fealdad, su humor socarrón e hiriente, su carencia absoluta de piedad… Incluso los titubeos morales de Conor provocan la duda sobre un posible final feliz tras tanta degradación.
La mayor complejidad de estos temas y algunos matices ciertamente violentos eleva y amplia de alguna forma el abanico de edad del público al que va destinado Airman. Aunque el libro se encuentre —muy adecuadamente— situado en la sección juvenil de las librerías, está claro que, al disponer de todos los elementos de las novelas de aventuras clásicas debidamente actualizadas, los adultos podrán disfrutar de la lucha de Conor por recuperar lo que se le ha arrebatado, embargados tal vez por el recuerdo de muchas lecturas de antaño.
Contra la idea preconcebida que uno pudiera hacerse, sobre todo al haberse mantenido el título original —yo me habría decantado algo libremente por haberlo traducido como «Aviador»—, Airman no es en absoluto la historia de un superhéroe embarcado en la lucha contra el mal ni nada parecido; aquí nadie puede volar sin ayudas “mecánicas”, nadie tiene capacidades subrehumanas (aparte de un gran intelecto), sino que se trata de una historia de superación, de una lucha desesperada por el bien y la justicia.
Airman, en cierto sentido, proyecta en el lector un anhelo de tiempos más inocentes, donde los héroes son nobles y los reyes son magnánimos y solo desean lo mejor para su pueblo, pero donde el villano —y el nombre no podría estar más claro: Bonvilain— mostrará la peor cara del ser humano, los abismos a los que puede hacer caer la ambición desmedida, la envidia y el ansia de poder y riqueza. Unos tiempos en los que todos, adultos y niños, mantenían la ilusión de la justicia y un corazón aventurero, y donde siempre entre las nubes había un rayo de esperanza.
Al cerrar el libro, después de todo lo sucedido, de todos los crueles momentos, tan solo queda una pregunta: ¿Volverá a volar Airman?
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