Las monarquías de Dios 1.
Paul Kearney.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Alamut. Serie fantástica. Madrid, 2010. Título original: Hawkwood's Voyage. Traducción: Núria Gres. 349 páginas.
Un barco navega a la deriva, aparentemente sin nadie a bordo. Viene de muy lejos y guarda en sus bodegas un terrible y mortal secreto para quien se adentre en sus entrañas. Un navío, o su carta de navegación más bien, que tendrá una crucial importancia en unos hechos que tendrán lugar muchos años después, cuando se inicie de verdad esta historia.
Una historia con multitud de focos y personajes, coral en grado sumo, con muchas y variadas tramas abiertas a las que seguir con diferente interés dependiendo de su importancia relativa dentro del total de la narración. Basándose o inspirándose libremente en la Historia de la Europa medieval de finales del siglo XV o principios del XVI, con un desarrollo tecnológico que incluye los mosquetes y los cañones entre las armas de los ejércitos, el autor aprovecha para ofrecer su particular visión de las guerras religiosas y políticas que asolaron el continente en tan convulsa época. Cuando se abre la novela, un hecho inconcebible ha tenido lugar: la gran ciudad de Aekir ―trasunto de Constantinopla―, culmen de la civilización occidental, la que fuera la urbe más sagrada y más pujante de los reinos seguidores de San Ramusio ―equivalentes a los reinos cristianos― que conforman las Monarquías de Dios, tras largos años de amenazas, combates y sitios, ha caído ante el impulso bélico imparable del sultán de Ostrabar y los ejércitos merduk, seguidores de Ahrimuz ―musulmanes―, lo que les deja el camino abierto para continuar su avance hacia la ciudad de Torunn ―Viena― si consiguen salvar el escollo del Dique de Ormann, amenazando a todo Occidente en un momento en que los Cinco Reinos se encuentran inmersos en ciertas pugnas religiosas que más tienen que ver con el ejercicio terrenal del poder que con la propia religión.
En estas circunstancias, la posible existencia de un nuevo continente al Oeste del mar conocido impulsará el patrocinio del rey de Hebrion de una expedición marítima con el objetivo de fundar una colonia que además de riquezas les proporcione una nueva tierra donde poder refugiarse si lo peor sucediese y la amenaza oriental arrasase con los divididos reinos occidentales. Este será, ocupando tan solo una parte de la novela, El viaje de Hawkwood del título; una travesía marítima llena de peligros y de tensas calmas, en el mundo cerrado de un barco que lleva consigo sus propios males y secretos que provocarán la creación de una atmósfera opresiva y claustrofóbica entre los tripulantes, tropas y pasajeros. Pues cuando todo lo que te rodea es agua, si la amenaza toma forma... ¿a dónde se puede huir? Recreando en el pequeño microcosmos de la nave todos los males, las envidias, los enfrentamientos, las miserias y retribuciones que ya están teniendo lugar en el continente, Kearney refleja con gran realismo la vida marítima y sus penurias, y la tortura psicológica que supone un viaje a lo desconocido que llena de incertidumbre las almas de los implicados, sobre todo cuando el secretismo se imponga sobre todas las demás consideraciones.
La narración combina de esta manera de forma hábil y entretenida una historia bélica, llena de grandes movimientos de tropas, batallas épicas y multitud de tácticas militares, con una trama cargada de un importante contenido de intriga de alta política que implica los movimientos estratégicos de los Reyes rasmusianos y de los príncipes de la Iglesia Inceptina buscando todos la dominación terrenal de los hombres, con luchas religiosas intestinas incluidas; a lo que se une la aventura y el misterio de la expedición a lo ignoto con un peculiar y sugerente componente mágico, que incluye a los practicantes de las siete disciplinas del dweomer ―un tanto difusamente descritas― y a los cambiaformas ―como los hombres, o mujeres, lobo― que adquirirán más importancia en esta parte de la travesía que en la de las guerras religiosas ―al fin y al cabo, los inceptinos abominan de la magia, llegando a emprender una especie de cruzada contra sus practicantes condenándolos a morir en las piras «purificadoras» y la expedición ofrece una forma de huir de ello―. Aunque no sean los únicos destinados a las llamas de la intolerancia religiosa, que ve un enemigo en todo aquel que es diferente a uno mismo.
Kearny ha «creado» un mundo fantástico que es de alguna manera un reflejo distorsionado del nuestro, sin ser en absoluto una mera «copia», lo que le permite una enorme libertad a la hora de desarrollar su historia al tiempo que la dota de una enorme verosimilitud. Es inevitable que a la mente del lector acudan muchas imágenes de nuestra propia Historia tanto cuando se retrata los preparativos para la expedición marítima como su desarrollo o cuando se va viendo el peligro de cisma en la Iglesia Inceptina, con la amenaza de una duplicidad en su cabeza que parece abocarla a la ruptura y que puede dar mucho juego más adelante, con sus «excomuniones», sus juegos políticos y su quema de «herejes». Es precisamente esta característica, junto a la humanidad de los personajes, lo que hace tan cercana la narración al lector. No estamos, sin duda, ante una novela de buenos y malos, ni presenta una vez más ―al menos, en este primer volumen― la eterna lucha del Bien y el Mal, sino que refleja la complejidad del alma humana, donde los protagonistas intentando ser rectos ocultan oscuros secretos, manipulando e influyendo en los demás según sus intereses, haciendo daño sin pretenderlo y redimiéndose con pequeños actos de honor o de decencia, que reponen su dignidad pero no perdonan sus «pecados». En este sentido, es significativo que la perfidia y ambición de los simples «humanos» se muestre mucho más peligrosa y terrible que el daño que pueden llegar a causar «demonios», «cambiaformas» y otros seres mágicos. Es en este sentido donde cobra cierto peso la comparación que se ha hecho de esta obra con Canción de Hielo y Fuego, aunque el parecido tal vez no vaya más allá de la coincidencia de que ambas tengan una buena cantidad de líneas argumentales entre las que se divide la historia y una multitud de personajes a los que seguir, llenos de claroscuros, muy lejos de la «perfección» o de la maldad absoluta, con impulsos muchas veces contradictorios; ya que tanto en la ambientación, la estructura o el desarrollo ―mucho más directo aquí― ambas obras difieren muchísimo.
Estilísticamente, Kearney parece no haber encontrado todavía una «voz» definitiva ―aunque al publicar ésta ya llevase algunas novelas más a la espalda―, variando su escritura quizá en exceso de unos pasajes a otros. Su estilo se muestra bastante sobrio, sobre todo en el tema de las descripciones de la topografía y de los escenarios donde se desarrolla la acción; unas descripciones, sobre todo al principio de cada capítulo, que realizadas por un narrador ajeno a los propios hechos propicia el desapego del lector, un alejamiento que produce una extraña sensación ―como si se tratase de extractos sacados de una enciclopedia e incrustados en el texto― sobre todo cuando se une a un difuso uso de la elipsis, marcado por el recurso que tan bien funciona en los comics, pero que resulta tan poco literario en los libros de situar la acción o el tiempo con frases independientes tipo “Al día siguiente” o “Poco tiempo después” ―advierto que no son ejemplos literales― en vez de hacerlo mediante la propia narración. Consigue que el foco se aleje y que el lector contemple los hechos con cierto distanciamiento que luego sin embargo, paradójicamente, se invierte cuando Kearney introduce la acción de las batallas o la navegación, desatando su imaginación y dejando correr, casi volar, su prosa, con una profusión de detalles que demuestran una gran documentación y dotando de gran interés, emoción y atractivo a lo relatado.
En ocasiones, no obstante, ese intento de imprimir un mayor realismo a la historia le lleva, quizá, a abusar un tanto de la violencia y el sexo, tan innatos a los seres humanos, pero que en ocasiones parecen ―sobre todo en el caso de las relaciones y referencias sexuales― un tanto forzados o fuera de lugar. Algunas son «necesarias», sin duda, como las menciones a la sodomía en el universo masculino y cerrado de un barco, y consiguen dotar de una frágil humanidad a los personajes, sobre todo al protagonista Richard Hawkwood, lleno de contradicciones y esclavo en ocasiones de sus pasiones que pueden llegar a causarle la ruina. Otras, sin embargo, como las explícitas descripciones de las relaciones con la cortesana Jemilla, parecen gratuitas y fuera de lugar, por más que luego aparenta que vayan a tener vital importancia en el desarrollo de hechos futuros. Tampoco es un detalle que tenga mayor importancia, es cierto.
Mientras avanza la lectura, la cantidad de hilos abiertos ―algunos de escasa relevancia, aunque no carentes de interés― en una novela de apenas 350 páginas, pronto hace sospechar al lector de que no hay manera de que Kearney los cierre todos de forma satisfactoria. Y es que junto a la búsqueda del «nuevo mundo», ese desconocido continente al Oeste, y a la desesperada defensa del Dique de Ormann, donde los reinos occidentales se juegan su propia existencia, el autor introduce historias «menores» de diferente importancia ―aunque se intuye que tomarán mayor peso en las próximas entregas― como los intentos del rey de Hebrion de conservar su trono contra el poder de los inceptinos, los enfrentamientos internos de la propia iglesia, los movimientos políticos en busca de alianzas de los distintos reinos, el cautiverio en Oriente de Heria, esposa de uno de los últimos supervivientes de Aekir y ahora defensor del Dique de Ormann ante el embate imparable de los ejércitos orientales, la posible supervivencia del antiguo patriarca Macrobius que pondría en una posición muy difícil a la Iglesia Inceptina y a sus seguidores o el retrato de la codicia e impaciencia de Aurungzeb, sultán de los merduk, ante la posibilidad de la conquista y sometimiento de los reinos infieles.
Hay que leer, pues, El viaje de Hawkwood como parte de una serie, de una novela mucho más grande, una primera parte en la que cerca del final todavía están introduciéndose nuevos personajes o giros en las tramas. Y, en efecto, una vez terminado se confirma que no ha cerrado ni una de ellas, salvo en pequeños detalles, y que todo queda bastante en el aire en los clásicos «cliffhangers» ―el del propio viaje es de «manual»― dejándolo todo preparado para la siguiente entrega, Los reyes heréticos, que Alamut ya ha anunciado de inmediata publicación. Por poco tiempo que pase, la espera promete hacerse demasiado larga. Y aún quedarán otros tres después de ese, así que habrá que armarse de paciencia y desear que lo que viene mantenga el nivel de esta primera novela.
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Reseña de otras obras del autor:
Los reyes heréticos. Las monarquías de Dios 2.
Desde luego, compañero, que haces las reseñas a conciencia: las leo y pienso "ehi, se me olvidó comentar eso, o eso no lo había visto".
ResponderEliminarMe alegro de que te gsutase el libro.
Estupendo trabajo, como siempre.
Muchas gracias por el comentario. Tu reseña también me ha parecido muy interesante:
ResponderEliminarhttp://guardiandelcapitulo.blogspot.com/2010/08/las-monarquias-de-dios-1-el-viaje-de.html
por si alguien quiere leerla.
Me da la impresión de que yo soy un pelín más "crítico" con la novela en general y no llegaría a darle cinco estrellas; pero desde luego es un libro que se puede recomendar con cierta tranquilidad y certeza de acertar a todos aquellos que disfruten de un buen libro de Literatura Fantástica.