David
Whitley.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Timunmas. Barcelona, 2011. Título original: The Midnight Charter. Traducción: Albert Vitó i Godina. 316 páginas.
Antes
que nada hay que advertir al lector despistado, como era yo, que El
Código de Medianoche
es
la primera entrega de una trilogía ―cosa no advertida en ninguna
parte del volumen― mezcla de distopía, fantasía y thriller, y
destinada, en principio, a un público juvenil. En una ciudad llamada
Ágora
donde
todo, todo, se compra y se vende mediante trueques ―los productos y
bienes de consumo, por supuesto, pero también el trabajo, las ideas,
los niños, las emociones y sentimientos, el amor (o al menos los
matrimonios)...―, dos jóvenes van a ver cómo sus vidas toman
caminos muy diferentes al poco de conocerse. Hasta la edad de doce
años los niños son una mera propiedad de sus padres o sus tutores,
y al cumplir esa edad, el Día
de la Titulación,
alcanzan la libertad y pasan a ser dueños de si mismos, momento en
el que, sobre todo los que provienen de estamentos más bajos, deben
venderse a cambio de un contrato que les permita sobrevivir. Mark
y
Lily
convergen
por diferentes caminos en la torre del mayor astrólogo de la ciudad,
el
conde
Stelli,
y allí verán como sus destinos entrelazados adquieren muy
diferentes direcciones.
El autor ha escrito la novela estructurándola como la historia de dos vidas que se entrecruzan contada en capítulos alternos, siguiendo en los impares a Mark y en los pares a Lily, y con algún interludio intercalado por en medio para dar a entender que tras los dos jóvenes hay una historia mucho más grande de lo que se pudiera sospechar, al mostrar que se encuentran bajo el escrutinio y seguimiento de importantes poderes de la ciudad, que parecen saber y esperar mucho de ellos.
El sistema «económico» establecido en la ciudad es tan extremo que sus ciudadanos no pueden entender que alguien haga algo sin pedir nada a cambio, de forma desinteresada, y la caridad es un concepto inexistente; ayudar al prójimo es tan solo una forma de obtener algo que se deseaba y aquel que no puede hacer frente a sus pagos se convierte en un mero «deudor» desahuciado y despreciado por el resto de ciudadanos. La de Ágora es una sociedad donde no existe el dinero, pero todo tiene precio, y donde la única ocasión en que una persona va a recibir un regalo gratis es el día de la titulación. El resto de su existencia, todo es mercancía y el valor de una vida se calcula según lo que se posea, y si no se posee nada, ni siquiera la capacidad para ofrecer tu trabajo, no se vale nada.
Se
trata de una sociedad de alguna manera enferma, algo perfectamente
simbolizado por esa peste gris terriblemente contagiosa que asola la
mayoría de la ciudad, dejando gran cantidad de muertos
principalmente entre los más desfavorecidos, y de la que Mark es
sanado gracias al doctor Theophilus
tras
ser vendido a él por su propio padre. Una ciudad donde los huérfanos
crecen en los orfanatos para ser vendidos como simple mercancia,
donde los sirvientes están muy poco por encima de la esclavitud,
aunque sea de forma voluntaria cambiando sumisión por manutención,
y donde los políticos juegan a sus juegos de poder sin importarles
demasiado el destino de los que se encuentran por debajo de ellos.
Una ciudad donde incluso las emociones ―asco, alegría, placer,
éxito, entusiasmo, felicidad, pena...―, previamente embotelladas,
son una mercancía más, objeto de compra y de venta, convertidas en
unas drogas adictivas que añaden nuevas cadenas sobre los hombros de
los menos favorecidos por la fortuna.
Una
ciudad inmensa, amuralla, dividida en doce distritos que reciben cada
uno el nombre de uno de los signos del zodiaco ―y es que la
astrología es tenida en muy alta consideración―, aislada dentro
de sí misma, de la que nadie conoce la manera de entrar o salir,
autosuficiente, donde el dinero no existe, con apenas desarrollo
tecnológico ―más o menos a la altura de nuestro siglo XVIII― y
mucho desequilibrio social, con todos sus ciudadanos vigilados por la
figura inescrutable del Director
desde
el Directorio
de Recibos,
y con la presencia de los síndicos
para
imponer sus decretos y sancionar todos los «contratos». Una
sociedad inestable donde el valor de las cosas varía de un día para
otro según su demanda y donde los sirvientes pueden convertirse en
amos por herencia o por un golpe de suerte.
Dentro
de la misma, Mark y Lily elegirán dos caminos diametralmente
opuestos, aunque a veces se intuye que predestinados, subiendo uno en
la escala social y volcándose firmemente en los principios de la
ciudad con gran éxito, y sumergiéndose otra en los bajos fondos
decidida a cambiar la filosofía que subyace bajo el sistema de
trueques, entregando su trabajo y esfuerzos a los desfavorecidos sin
esperar ningún contrapartida beneficiosa a cambio. Dos caminos que,
sin embargo, no romperán su contacto ni su amistad, a pesar de la
distancia y de las terribles circunstancias que ambos tendrán que
afrontar. En este curioso trasfondo ambos tendrán que enfrentarse a
ciertos riesgos que podrían llegar a poner en peligro su libertad e
incluso sus vidas, mientras ven cómo surgen a su alrededor los
mimbres de una profecía que los tiene a ellos en su centro y que se
encuentra escrita en el misterioso Código
de la Medianoche.
Es cierto que no hay mucha acción como tal y que el ritmo se demora
en ocasiones, más descriptivo que trepidante, pero el interés se
mantiene a lo largo de todo el volumen y la lectura es muy fluida
mientras se van desvelando los secretos que encierra Ágora.
La
novela, dirigida en principio a un público juvenil y a pesar de
ciertas licencias algo ingenuas de la trama ―debidas, tal vez, a la
propia juventud del autor―, puede ser disfrutada por cualquier
persona. Lejos de la violencia o el sexo de propuestas más
«adultas», lo cierto es que el relato invita a la reflexión a
adolescentes y mayores sobre nuestra propia sociedad. Se podría
decir que se trata de alguna forma de una fábula ética que pone al
lector ante los hechos de una forma amena con la que entregar su
mensaje de justicia social, una historia que encierra una radiografía
algo extrema del capitalismo salvaje y de la codicia humana y que
Whitley
no
olvida de vestir con un atractivo ropaje de intriga, aventura,
conspiración y misterio. Aunque sin duda algo exagerado en su
plasmación, el mensaje no es adoctrinario ni machacón más allá de
mostrar como algo deseable la solidaridad y la caridad, y rechazable
el afán de acumular poder y riquezas y el abuso sobre los menos
favorecidos.
Las dos visiones, prácticamente opuestas, que ofrecen las acciones de Mark y Lily, son aleccionadoras a la vez que amenas. Pero la novela, a través de un buen número de personajes bien construidos, tiene muchas más «lecturas»: la belleza de la amistad incondicional, los lazos afectivos de la familia y el riesgo de su desintegración, el precio de la utopía y del altruismo, el coste de alcanzar y mantener la libertad, la fatalidad de la predestinación, el dolor de la traición, lo terrible de los complots de sociedades secretas que buscan sus propios fines sin importar los de los demás, la posibilidad de la corrupción del poder como algo inherente a su mismo ejercicio, la fuerza que hay tras una idea para cambiar el mundo, el horror y la degradación de la adicción a las drogas... Y una reflexión curiosa que acude a la mente del lector, sobre todo al amparo de recientes «sucesos», trata sin duda sobre el valor real que se puede llegar a dar a las cosas intangibles o inmateriales ―como la propiedad intelectual de una obra artística, sobre todo cuando el lector es testigo de cómo en Ágora una intérprete tiene que entregar incluso su propia voz como pago de una sentencia condenatoria― y cómo el mismo varía según demasiadas circunstancias aleatorias.
Tal vez el mayor escollo de la novela sea precisamente la edad de los protagonistas, que no parece en absoluto acorde con las acciones que emprenden o los pensamientos que tienen. Se podría pensar que en una sociedad tal, y después de las penurias pasadas, ambos han madurado más rápido, pero aún así sigue siendo algo demasiado chocante la forma en que, sobre todo Lily, toman las riendas de sus vidas colocándose por encima de muchos adultos, cercanos y lejanos, sin duda más experimentados. Si el autor les hubiera añadido dos, o más bien tres añitos, a cada uno la cosa hubiera sido mucho más verosímil. Siendo esto lo que hay, veremos cómo evolucionan de aquí en adelante.
Y
es que es un lástima que El
Código de Medianoche
termine
con tal cliffhanger,
sobre todo cuando, como me ha sucedido a mí, no te lo esperas
―inicié la lectura convencido de que se trataba de un libro
independiente y tan solo al acercarme al final y ver que aquello no
tenía visos de terminar consulté el autor en internet descubriendo,
en efecto, que se trataba de una trilogía―. Cuando se cierra el
libro, desvelado el misterio de lo que el Código es y dice, quedan
multitud de preguntas sobre el destino de los protagonistas. Ahora
tan solo puedo decir que estoy impaciente porque la editorial nos
ofrezca pronto las continuaciones ―o al menos la que hay hasta el
momento―.
Posiblemente no hayan puesto nada de que sea una trilogía para que el lector se sienta atraído por algo autoconclusivo, aunque eso creo que no es un factor nada determinante, está demostrado que las series o trilogías funcionan igual de bien.
ResponderEliminarA mi me llamó, pero antes de su salida también me informé hasta que vi que era efectivamente una trilogía. Últimamente parece que busco más libros autoconclusivos, entre tanto frente abierto. El libro no tiene mala pinta, ese mundo parece bastante... extraño, aunque por lo que dices parece que aún le falta madurar al autor.
Muy buena reseña.
Más que nada, el problema es que es una trilogía que no está terminada en origen y la gente está algo escarmentada de series que no sabes cuándo van a terminar.
ResponderEliminarPero sí, el libro, a pesar de estar bastante dirigido al público juvenil (nada malo por otra parte) se deja leer con agrado e interés.