Miyuki
Miyabe.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Quaterni. Madrid, 2011. Título original: クロス ファイア (Crossfire). Traducción: Purificación Meseguer. 459 páginas.
A través de un thriller policíaco con ciertos toques paranormales, la autora se dedica a diseccionar los aspectos más oscuros de la sociedad japonesa actual ―o de la de 1998, año de publicación original de la novela―. Junko Aoki es una joven con un poder piroquinético, la capacidad de iniciar incendios controlados con su simple fuerza de voluntad; un poder que ha decidido utilizar para perseguir y castigar crímenes no resueltos o donde la Justicia no llega. Una noche, mientras acude a una fábrica abandona a disipar en un contenedor de agua el exceso calórico que se almacena en su cuerpo, se cruza en el camino de unos jóvenes que intentan deshacer de un cuerpo aparentemente muerto; sin otra posibilidad, se enfrentará a ellos con el resultado de varios cadáveres chamuscados, un misterio a resolver depositado en sus manos y una joven secuestrada a la que se promete encontrar.
Chikako Ishizu es una policía de 47 años, una oficial de la Brigada de Incendios de la División de Investigación de la policía de Tokio que inesperadamente se verá envuelta en el caso de las misteriosas muertes de personas incineradas sin que lo que les rodea haya ardido a su vez. Procedente del departamento de tráfico y ascendida a su actual cargo por una cuestión de cuotas femeninas, Chikako sin embargo es una investigadora concienzuda y decidida que, a pesar de todos los callejones sin salida a los que parece llevarles cada pista que encuentran junto con su compañero, no va a cejar en su empeño de resolver el misterio, aunque tal vez no esté en absoluto preparada para creer y aceptar lo que sus descubrimientos parecen indicar. Se trata de una mujer madura, segura de sí misma, casada y con hijos, con toda una vida a sus espaldas, poco impresionable y acostumbrada a nadar muchas veces contracorriente, inmune a los sarcasmos de sus compañeros, que ve cómo debe cuestionarse todo lo que daba por «real», abriéndose a posibilidades más «fantásticas».
Y mientras Junko se enreda cada vez más en su solitaria misión vengadora, dejando un reguero de cadáveres tras de sí, la investigación va a ir sacando a luz sucesos del pasado que habían permanecido sin explicación durante largos años marcando la existencia de los que tenían conocimiento de ellos. Junko es una mujer con una misión justiciera autoimpuesta, que se ve a si misma como un arma con una conciencia social que le hace sentir la obligación de castigar a los criminales. A través de sus ojos el lector va a contemplar muchas de las paradojas en las que se encuentra inmersa la sociedad japonesa debido a la ruptura producida entre la tradición ancestral y los tiempos modernos, con jóvenes que no encuentran su sitio y que se dejan llevar por una vida más fácil, hedonista y destructiva como la delictiva. El sistema judicial japonés, cuestionado en diversos momentos de la novela, que permite salir impunes de terribles delitos a los menores de edad, dará lugar de cierta manera a la lucha de Junko. Se van a juzgar cierto tipo de valores, que no debieran ser nunca cuestionados y que sin embargo son repetidamente pisoteados.
Hay mucho contenido de dilema ético en la narración, tanto en las acciones de la protagonista como en la situación de los investigadores y en la aparición de cierta sociedad de Guardianes que harán replantearse a la joven ciertos aspectos de su vida que ya daba por superados. Ambas protagonistas se encuentran comprometidas de alguna forma en la misma lucha para combatir el crimen; pero sus formas de enfocar la metodología para hacerlo son radicalmente diferentes. El siempre candente tema de las «víctimas colaterales» cobra especial importancia en la trama, porque ¿es lícito «eliminar» a un inocente con la excusa de erradicar a los criminales que se encuentran a su alrededor? ¿Se puede tomar uno la Justicia por su mano cuando el crimen sin castigo es patente y no se ve otra salida para dejar atrás el pasado? ¿Puede salir el Bien de hacer el Mal por muy buenas intenciones que se tengan? ¿Se puede justificar un asesinato preventivo para evitar posibles crímenes futuros, para salvar una vida a costa de otras?
Miyabe ofrece un relato detectivesco de creciente complejidad, donde la pareja investigadora irá siguiendo las pistas, a través de diversos requiebros muchas veces desconcertantes ―para los investigadores― que les han de abrir los ojos a nuevas posibilidades. Una investigación a la «antigua», pateándose las calles e interrogando a testigos y sospechosos, atentos a las revelaciones más inesperadas, a los pequeños detalles que demuestran tener enorme importancia.
La autora juega en todo momento con la incredulidad de Chikako ante lo que va descubriendo, una incredulidad que en cierta manera entorpece su propia investigación al cerrarle los caminos que le podrían haber dado la respuesta al misterio de los cuerpos calcinados aparentemente desde su interior. Y si finalmente decide aceptar renuentemente la posibilidad de la existencia de personas con extraños poderes quizá ya sea demasiado tarde para muchos de los implicados. Como en muchas narraciones del género la investigación necesita de algunas coincidencias demasiado afortunadas para seguir avanzando ante la amenaza de ciertos callejones sin salida, y en este caso parece que hay una mano invisible tirando de ciertos hilos para que todo se dirija hacia una dirección determinada.
Tema importante también es el de la soledad de Junko, su autoimpuesto aislamiento del resto de la sociedad, que se empieza a desmoronar cuando comprende que hay otros como ella y otras personas que podrían compartir su forma de pensar. Entre el recelo de toda una vida viviendo por su cuenta, y la necesidad tan humana de sentir el contacto cercano de otras personas, su armadura puede empezar a resquebrajarse. Es en ciudades inmensas, con millones de habitantes, donde un individuo más fácil tiene perderse en el anonimato, vivir sin dejar rastro ni huella, sin relacionarse, sin tener que poner nada de su parte en un intercambio social. Cuando surge la posibilidad del romance, es la propia intensidad del sentimiento de soledad arrastrado durante años, la necesidad de sentir un contacto humano, la que hará que todo sea de alguna manera precipitado, brusco incluso.
A lo largo de Fuego cruzado la autora va a ir ofreciendo ambos lados de la historia, el punto de vista, los pensamientos y justificaciones de la «asesina» y los de sus «perseguidores», sin hacer juicios morales evidentes más allá de los que los lectores pueden llegar a entresacar según las propias acciones de unos y otros. Con un estilo de escritura un tanto sencillo, sin grandes altibajos, sin sobresaltos, la autora pasa con suavidad de un escenario a otro, de una pista a la siguiente, de un crimen a otro, todo muy contenido, casi íntimo. Añadiendo en ciertos momentos detalles de la vida familiar japonesa de una forma casi costumbrista, Miyabe ofrece un retrato certero y a la vez sorprendente ―visto las ideas preconcebidas que muchas veces se arrastran en Occidente― del país del sol naciente. Intrigante e interesante, a la par que educativo.
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