Andy Weir.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones B. Col. Nova. Barcelona, 2014. Título original: The Martian. Traducción: Javier Guerrero. 407 páginas.
La primera novela del autor, autopublicada inicialmente en Amazon, llega a nuestro mercado en la «renovada» colección Nova de Ediciones B, gracias en buena parte a la popularidad alcanzada en su país que llevó a Weir a conseguir un contrato con una editorial «profesional» —y ya se habla incluso de la compra de los derechos para su correspondiente película—. Se trata de una historia de supervivencia extrema, de una ciencia ficción de futuro cercano —casi a la vuelta de la esquina— que trae a la palestra la exploración del Sistema Solar, de Marte en concreto, con todos sus peligros y rutinas. Una novela que destila un cierto sabor de ciencia ficción «clásica», de una de esas epopeyas científicamente viables, con un escenario espacial adverso donde se plantea un «problema» y una lucha contrarreloj para resolverlo. Su lectura apela a un sustrato de experiencia lectora acumulada que trae a la mente grandes firmas de género del siglo pasado —para lo bueno y para lo malo—, actualizadas a los avances y especulaciones de hoy en día. Una historia de supervivencia, sí, pero también de solidaridad, de empatía, de lucha, de entrega y renuncia, de sacrificio, y de ciencia aplicada con todo el verismo que se pueda pedir.
Si la ciencia ficción hard es aquella que habla del futuro preocupándose de que todos sus planteamientos y especulaciones tecnológicas sean lo más exactas y plausibles, sin duda El marciano es una novela hard, pero no es en absoluto nada difícil de leer. Astrofísica, química, biología, botánica, ingeniería, informática… Muchas son las parcelas de la ciencia que encuentran su momento en el relato y que de alguna manera lo hacen tan realista como termina siendo. Y sí, hay mucha información a digerir, muchos momentos de simple exposición técnica, de datos sobre datos, sobre todo en el tramo inicial, que pueden hacerse cuesta arriba, y poca «acción» como tal, pero eso no le quita un ápice de emoción al relato, sino que lo dota de un singular y entrañable verismo. La tecnología descrita es algo más avanzada que la actual, habiendo permitido enviar ya dos misiones tripuladas a Marte y haciendo gala, eso sí, de algunos aparatos —necesarios para sacar adelante la trama— todavía no inventados hoy en día, pero que basan su funcionamiento en parámetros que podrían ser reales.
Si la ciencia ficción hard es aquella que habla del futuro preocupándose de que todos sus planteamientos y especulaciones tecnológicas sean lo más exactas y plausibles, sin duda El marciano es una novela hard, pero no es en absoluto nada difícil de leer. Astrofísica, química, biología, botánica, ingeniería, informática… Muchas son las parcelas de la ciencia que encuentran su momento en el relato y que de alguna manera lo hacen tan realista como termina siendo. Y sí, hay mucha información a digerir, muchos momentos de simple exposición técnica, de datos sobre datos, sobre todo en el tramo inicial, que pueden hacerse cuesta arriba, y poca «acción» como tal, pero eso no le quita un ápice de emoción al relato, sino que lo dota de un singular y entrañable verismo. La tecnología descrita es algo más avanzada que la actual, habiendo permitido enviar ya dos misiones tripuladas a Marte y haciendo gala, eso sí, de algunos aparatos —necesarios para sacar adelante la trama— todavía no inventados hoy en día, pero que basan su funcionamiento en parámetros que podrían ser reales.
Una tercera expedición a Marte, la Ares 3, lleva seis días en su superficie cuando, debido a una tormenta de arena de inusitada fuerza y velocidad, deben abortar la misión y abandonar el planeta. La fatalidad hace que, por accidente, sus compañeros den por muerto a Mark Watney, debido a un inesperado accidente, y se marchen sin él. Pero Watney sobrevive a sus heridas y se ve solo en la superficie de Marte, sin posibilidad de comunicarse ni con la Hermes, la nave que los ha traído hasta allí, ni con el control de Tierra. Tiene escasas, por no decir nulas, posibilidades de rescate. Por suerte es un astronauta, biólogo e ingeniero, muy preparado, con mucho ingenio y dispone de abundantes recursos —incluidas unas socorridas patatas destinadas a la cena de Acción de Gracias—, herramientas, aparatos y toda suerte de materiales dejados atrás por el abandono de la misión, a los que puede fagocitar para construir y obtener aquello que necesite.
Mark Watney es el Robinson Crusoe definitivo, «náufrago» en un ambiente sumamente hostil, donde el más mínimo error o descuido pueden resultar fatales, debe hacer uso de toda su inteligencia e ingenio para mantener su vivienda, el módulo donde habían de alojarse los miembros de la misión durante un mes, funcional durante un periodo de tiempo más prolongado del que estaba previsto, encontrar la manera de proveerse de alimentos para aumentar las insuficientes reservas que han quedado tras la marcha de sus compañeros —apenas tiene comida para un año cuando la siguiente misión tripulada a Marte está programada para dentro de cuatro años—, buscar la manera de comunicarse con la Tierra, y no volverse loco por la soledad o el desánimo. El protagonista no duda en «canibalizar» cualquier aparato a su alcance si con ello consigue un recurso que le permita alargar su existencia un instante más. Ejerciendo de un muy particular MacGyver va a forzar sus conocimientos de ingeniería espacial y de biología hasta el límite para obtener todos los productos necesarios para su supervivencia.
El protagonista se instala en una montaña rusa emocional, pasando sin apenas transición de la esperanza a la desesperación. Pero, al igual que su inevitable referente Crusoe, Watney mantiene mayoritariamente alto el espíritu y construye a su alrededor un «hogar» donde sustentar su supervivencia. Su fuerte ánimo y su entregada confianza en la ciencia y la tecnología le permiten sobreponerse a las situaciones más difíciles, sin dejar por ello de reconocer la difícil situación en que se encuentra dotando así a su futuro una buena dosis de amenazante realidad. Su actitud alegre, sarcástica y vital, que en ocasiones podría dar la impresión de que está riéndose ante las fauces de la muerte, puede muy bien no ser más que un mecanismo de defensa psicológica frente a una situación que, de otra manera, podría arrastrarle a un bloqueo e inactividad fatales.
Existe mucha exposición, auténticas lecciones prácticas, de ciencia aplicada, de modo que cada plan de acción es explicado exhaustivamente, desmenuzado hasta el mínimo detalle. Eso hace que haya un momento en que las situaciones planteadas amenacen con volverse de algún modo repetitivas. El esquema de que algo sucede, se busca una solución, se encuentra, se aplica y triunfa o falla es utilizado de forma reiterada en el esquema de la trama. Pero el autor sabe sobreponer el relato a esa «aridez técnica», muy interesante por otra parte para componer la base de esa verosimilitud del relato, con pinceladas de humor a cargo de Watney, un tipo, como ya se ha comentado, predominantemente optimista —incluso insufriblemente optimista en ocasiones—, aunque también sea de suponer que las entradas en el diario las haya escrito en los momentos en que se encontraba en mejor aptitud psicológica y que, además él mismo lo reconoce, buena parte puede haber sido expurgada y corregida, o autocensurada, para evitar los peores momentos —de hecho, apenas hay momentos introspectivos, sino que la mayoría de entradas se limitan a explicar lo que ha hecho ese día para sobrevivir, los problemas que se ha encontrado y qué ha hecho para resolverlos—. Así el humor aflora en las situaciones más comprometidas, incluyendo algunas bromas en el momento menos oportuno.
El autor estructura la novela en torno a tres tipos de narrativa. Por un lado, la principal es el diario de bitácora de Watney, entradas repletas de datos y detalles técnicos de lo que debe hacer para sobrevivir, cómo se plantea conseguirlo y cómo lo lleva, o lo intenta, a la práctica, de sus pensamientos y desvelos. Luego están los pasajes con las aportaciones de los personajes en la Tierra, donde los cerebros de la NASA intentan idear algún plan desesperado para traer de vuelta con vida a su astronauta, y en la Hermes, con sus deprimidos antiguos compañeros de tripulación, siendo ambos escenarios donde se concentran auténticos momentos de tensión de la narración. En un tercer apartado existen ciertas escenas a cargo de un narrador omnisciente que, desde el «exterior», refleja con distanciamiento objetivo momentos puntuales del periplo vital del protagonista, que nadie más salvo él mismo podría haber contemplado, para, sin ser parte de su diario, ponerlos en conocimiento del lector.
Lo cierto es que cuando se produce la primera intervención de los personajes de Tierra, reflejando los sentimientos que se han apoderado de todos ellos tras el fracaso de la misión y, por todo lo que saben ellos, la muerte de uno de sus astronautas, es cuando el relato adquiere una nueva dimensión y profundidad, y resulta ya difícil abandonarlo hasta el emotivo y emocionante final. La forma de diario, además, permite al autor mantener en vilo el interés del lector, dosificando hábilmente las confidencias del protagonista.. Sin embargo, en los interludios más relajados de la larga estancia de Watney en Marte «chirrían» algo, por nada contemporáneas con la supuesta edad de estos astronautas de nuestro futuro, las referencias tan poco modernas —no digo ya del día de mañana— a la cultura popular de las que dispone el protagonista «gracias» a los gustos del resto de sus compañeros de misión. En una decisión que se antoja un tanto extraña, cuando no forzada, todos ellos parecen haber elegido artículos del siglo pasado para ocupar el escaso volumen de peso que pueden dedicar al material de entretenimiento que pueden llevar consigo —aunque sin duda tales referencias resulten simpáticas y apelen a los gustos de unos lectores experimentados, si no maduros—. Weir echa mano de series icónicas de la televisión estadounidense de los años 70 del siglo XX, como Tres son multitud, El Sheriff chiflado o El hombre de los seis millones de dólares; siendo, junto a ellas, la música disco o Los Beatles, y los libros de Agatha Christie —Poirot— todo a lo que Watney puede echar mano para llenar las largas horas de soledad, inactividad y tedio. Además, cuando el protagonista necesita hacer comparaciones o alusiones, sus referentes son Star Trek, La guerra de las galaxias —clásica— o los comics de Aquaman, todos ellos, aunque puedan también considerarse actuales, con unos añitos a su espalda.
El marciano es una grata lectura que, al menos a mí, me ha traído el aroma de lecturas de antaño recordándome el porqué me aficioné a la ciencia ficción. Emocionante por momentos y educativa, casi con un afán divulgativo, en otros. Presenta, sin duda, una visión un tanto idealista y llena de fervor de la NASA, la exploración y misiones espaciales, y un exceso de confianza en la solidaridad del espíritu humano que va a llevar a multitud de organismos a invertir cientos de miles de dólares en un plan de rescate posiblemente condenado de antemano al fracaso. Miles de cosas podrían salir mal y demasiadas tendrían que ir bien para funcionar y conseguir su objetivo. Pero allí están las personas para no desfallecer en el esfuerzo, invirtiendo mucho más de lo que resultaría «lógico». Weir lanza un canto en favor de la cooperación, de la unión de esfuerzos por un gran objetivo, de la superación de las diferencias, y de la voluntad de no rendirse jamás por muy mal dadas que vengan las cartas. Eso sí, todo ello respaldado por el ingenio, la inteligencia, la tecnología y los recursos necesarios. Incluso en la soledad de Marte Watney debe apoyarse y confiar en el trabajo de todas las personas que han llevado su misión hasta allí. Sin todo ello, sin todo lo que han puesto a su disposición, ni siquiera habría historia. Una novela que sabe a ciencia ficción de otra época, un tanto «aséptica», pero que resulta muy actual, sobre todo si algún día se pone definitivamente en marcha un viaje hacia el planeta rojo.
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