Luis Manuel Ruiz.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Editorial Salto de Página. Col. Púrpura # 69. Madrid, 2015. 317 páginas.
En 1908 los ciudadanos de Madrid se vieron sobresaltados por una serie de sorprendentes acontecimientos que periodísticamente recibieron el nombre de El hombre sin rostro, y en cuyo desenlace se vieron envueltos el joven redactor en ciernes Elías Arce y el sabio profesor Fo, sin olvidar a su —bella, independiente, alocada, intrépida, moderna, inteligente, deductiva y un tanto pagada de sí misma— hija Irene. Casi un año más tarde, convulsos sucesos vuelven a sacudir a la sociedad madrileña y los tres protagonistas verán cómo sus destinos se cruzan de nuevo par regocijo de alguno, indiferencia de otro y exasperación de la tercera en discordia. Con similares mimbres a su anterior entrega —fantasía desbordante, diversión sin cortapisas, un misterio detectivesco, mucha irreverencia y un casi declarado amor por toda una forma de narrar típica de la aventura de los clásicos juveniles entre Julio Verne y el cómic francobelga y de la escuela Bruguera—, Ruiz embarca a sus protagonista en una peripecia más compleja, más peligrosa, más misteriosa, más coral y más completa, y aunque puede ser leída de forma independiente, sin duda lo más recomendable es haberse leído antes la anterior. Acción, intriga, misterio, retro ciencia ficción, humor, fantasía… ¡No va más!
La acción transcurre en apenas veintiún ajetreados días, los que van del 2 al 22 de febrero de 1909, con alguna mirada hacia el pasado. De forma inexplicable algunas de las estatuas de la Villa parecen estar cobrando vida, bajándose de sus pedestales y causando el caos y el miedo entre aquellos desgraciados que han tenido la poca fortuna de cruzarse en su camino. Un malvado e insidioso plan se insinúa tras su destructor comportamiento. Una serie de robos en casas de importantes figuras de la sociedad de una u otra manera relacionadas con el gobierno, fuerzan al Ministerio de Gobernación a reunir un comité de expertos para desentrañar el misterio y detener el movimiento de las estatuas. Y en el mismo, entre políticos, militares, policías, artistas y científicos, no podía faltar la figura del reputado profesor Fo.
Libre de las ataduras intrínsecas a la primera novela de una serie, sobre todo de la presentación de personajes y escenario, el autor ofrece una obra que incluso mejora a la anterior, añadiendo nuevos actores, un misterio fascinante, una trama más compleja y elaborada dentro de una mayor concreción de sus líneas, menos dada a tiempos muertos. Los protagonistas afilan todavía más su carácter, llenos de vida, de pequeñas manías y defectos que los hace enormemente humanos, con rasgos y comportamientos muy definidos, propios y característicos.
Foto: ABC |
Frente a ellos, unos enemigos implacables y misteriosos con ocultos designios. Entre las sombras, sin dejarse ver y manejando los hilos de un insidioso plan, La Medusa es un personaje muy polifacético, una mente maligna con «justificación». Es esta una dualidad, como en el caso del inspector, que «humaniza» a muchos de los personajes, matizadas sus personalidades por toda una tonalidad de grises, tanto entre los héroes con sus defectos y entre los villanos con sus motivaciones redentoras. Irene, protagonista principal, no es precisamente un dechado de virtudes ni un modelo ideal, y es en esos recovecos oscuros precisamente donde reside gran parte de su atractivo.
Lejos de limitarse a la pura aventura y diversión intrascendente, Ruiz hace alarde de una irónica crítica social, lanzando sus dardos contra la violencia de géneros y el machismo o el exceso de burocracia y favoritismo en asuntos políticos. Como muestra de los males seculares de este país, el autor retrata con «fina» ironía las reuniones del gabinete de crisis, cuyos debates siempre se desarrollan en restaurantes de postín entre opíparas comilonas con las más deliciosas, y caras, viandas y caldos que corren a cuenta del Estado. Las discusiones, a cual más divertida, ponen en evidencia los verdaderos intereses de todos estos «expertos» y de su deseo de no perder de ninguna manera el escalafón que les permite acceder a tamaños placeres, mientras las soluciones tienen que venir por otro lado.
El relato lleva a los lectores a pasear por un perfectamente retratado Madrid de principios de siglo, por sus azoteas, sus bajos fondos, sus monumentos y grandes edificios, sus parques y jardines sus restaurantes y cafeterías, y otras localizaciones tan sorprendentes como inmersivas que convierten al escenario en un personaje más —sobre todo a sus estatuas, es evidente—, tan fantástico y cargado de vida como el resto del elenco humano.
En la cuestión estilística Ruiz repite con la voz un tanto engolada, barroca y decimonónica —sin ningún matiz peyorativo, más bien al contrario— que ya utilizara en El hombre sin rostro, con una prosa depurada, cargada de virtuosismo, elegante, ágil, ingenua cuando le conviene, naif en ocasiones, y con ese puntito antiguo y algo gamberro que tan bien acompaña a la narración. El intento —queda a la decisión del lector aceptarlo o no— de explicación del fenómeno que hace que las estatuas cobren vida suscita la eterna cuestión del género de la novela. ¿Fantasía o ciencia ficción? ¿Thriller, intriga policíaco-detectivesca o retrofuturismo?... ¿Importa? Una aventura con el indefinible, e irresistible, sabor de los clásicos. Entretenimiento puro con mucho humor, misterio, ironía, crítica social, fantasía, «ciencia» aplicada, acción y un final de infarto. ¿Cabe añadir que me ha encantado?
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