Javier Miró.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2017. 478 páginas.
La segunda novela de Miró, tras la incursión en la ciencia ficción en Rebelión 20.06.19, se adentra en una fantasía de corte clásico, de ambientación pseudo medieval —aunque con las debidas discrepancias con nuestra propia Edad Media, como cierta pistola de magma que enarbola uno de los protagonistas, para hacer el escenario más atractivo y original—, muy aventurera y «rolera» —incluye hasta un «dungeon»—, y con un numeroso elenco de personajes, donde aunque sean dos los protagonistas principales el foco se abre a otros muchos dando una visión muy amplia del alcance de los sucesos que se están narrando. Con buena parte de intriga y misterio, algo de mitología propia, magias exóticas, un toque de humor, conspiraciones y mucho de acción, la novela se desenvuelve por los caminos de la pura aventura con la sana intención de entretener a sus lectores.
En el principio de los tiempos se forjaron dos armaduras, la Armadura de la Luz, de la paz y el orden, y su contrapartida, la Armadura de la Oscuridad, de la guerra y el caos. Quien las portase obtendría fabulosos poderes a la altura de los de un dios. Pero, por circunstancias que se narran en el prólogo a la aventura, ambas se perdieron y las sombras de los tiempos cayeron sobre ellas, llevándolas casi al olvido, salvo para unas pocas personas. Ahora Jax e Iviqi, dos aventureros buscavidas con poca fortuna, el uno desencantado y sintiéndose viejo a sus treinta y dos años como para seguir pateándose los caminos, la otra joven, efervescente y llena de sueños, tras un «encuentro» con el altanero Haslor de Erjkeraal y su joven prometida Adaveia de Belencfort, dirigen sus pasos a la ciudad portuaria de Melay justo cuando la Armadura de la Luz podría haber reaparecido en la misma como premio de un torneo de artes Jhassai, ancestral escuela que combina el dominio de muy diferentes disciplinas marciales, con y sin armas, el autodominio de cuerpo y mente, y la hechicería; una competición en que paladines provenientes de todo el mundo se enfrentarían para demostrar sus habilidades.
La novela empieza como una típica «road fantasy», con los dos aventureros buscándose la vida por los caminos, aldeas y pueblos, y en la que el autor aprovecha para ir presentando a los personajes y dibujando el escenario con concisión descriptiva. Luego sigue como una fantasía urbana medieval, con una serie de encuentros, desencuentros y enfrentamientos mundanos y sobrenaturales en las callejas, posadas, tabernas y mercados de Melay. Establecidos los muy diferentes y numerosos bandos —aunque sin conocer los intereses reales detrás de cada facción— y planteada la importancia del premio del torneo, e incluso dando a entender que es mucho más lo que en realidad está en juego, la narración se embarca en las peripecias que tienen lugar durante la anunciada competición, en forma de un auténtico «dungeon», una mazmorra en el que los participantes deben superar diversas pruebas de habilidad, combatir a diferentes criaturas a cual más peligrosa, sortear toda suerte de amenazas terrenales y mágicas, y alcanzar una meta harto difícil compitiendo contra todos los demás, ya que al sólo poder ganar uno todos los demás se convierten en rivales de facto. Y el relato termina por todo lo alto como el rosario de la aurora en un sano ejercicio de «sálvese quien pueda» —tampoco se puede decir mucho más para no reventar las sorpresa—. En contadas ocasiones la acción peca de ingenua o los personajes actúan de forma inverosímil, habiendo un par de momentos un tanto incongruentes con lo planteado, pero en general se podría achacar a la idiosincrasia del lugar y de las costumbres y personalidad propias de los personajes, pequeños «baches» que no empañan la historia.
Los protagonistas principales son una pareja que ofrece el necesario contraste —aunque precisamente la historia de su «asociación» y su posterior absoluta lealtad se sientan un tanto forzadas—. Jax es un curtido mercenario que conserva sus principios, quien dejó la compañía de su tío, su instructor en las artes de la guerra, cuando éste dio un viraje en sus ideales y se convirtiese en un despiadado señor feudal más; es un hombre maduro que sueña con asentarse en una granja, cansado de arriesgar la vida por los caminos. Iviqi es una joven sin nociones de su nacimiento, criada en un circo ambulante que dejó atrás en busca de emociones más fuertes, entre las que no hace en absoluto ascos a un poco de rapiña y robo; además siempre ha soñado con entrar en contacto con la magia, con lo que la convocatoria del torneo Jhassai le va a suponer una llamada irresistible. Cara y cruz, explosivo optimismo contra resignado pesimismo. La suerte está echada.
Pululando por la historia, directa o indirectamente en torno a ellos dos, se encuentran un buen número de «secundarios» de lujo, muchos partiendo de estereotipos siempre asociados a la literatura fantástica, y que poco a poco adquiriendo su justa dimensión hasta adquirir personalidad propia —al menos muchos de ellos—. Prototípico señor feudal, que se cree con derecho a todo por su noble ascendiente, es el altivo Haslor de Erjkeraal; herededo del marquesado de su padre, trata a todo el mundo como pertenencias obligadas a servirle, y quien a ojos del lector navegará en todo momento entre el patetismo y desprecio, la jocosa burla y el desprecio más absoluto. Digna de lástima, aunque no desde el principio donde se deja arrastrar por la arrogancia y sus altos sueños, será su también prototípica prometida, Adaveia, cegada por el oropel y las promesas que encierra su futuro matrimonio y arrastrada a una aventura que supera toda su educación; es un personaje que sufre, que evoluciona —quizá el que más de toda la novela— y a quien al final, tras haber sentido desprecio y lástima por ella, se hace querer. Como punto de humor, aunque también de peligro, podrían señalarse a los zoquetes sirvientes / guardaespaldas de Haslor y su dama, Reshef y Otuo, dos patanes forzudos que igual sirven para cargar el equipaje, matar a un rival o negociar de forma hilarante una venta. Muy intrigante resulta el asceta monje Aezhel, dotado de interesantes poderes provenientes de su Ojo Interior, aunque aparentemente abandonado de sus superiores. También enigmáticos resultan los altivos Shaltei Daleid, fabuloso guerrero, y su señora, la gran Annäsar, bisnieta del Deriand Throirás el Fiel y por tanto una semidiosa de facto, con todos los dones asociados. Y luego están Sergivs Dulegween III, el espadachín, apodado misteriosamente como el Inmortal, lleno de ego y confianza, o las amazonas errantes Allari, Xada, Dhun y Sibima, o el gigantesco luchador Omgarulh, o el mago Mness, o...
Como suele suceder en las novelas tan corales no todos los personajes alcanzan la misma importancia ni son perfilados con el mismo cuidado, con lo que no todos se encuentren a la altura de lo que se requería de ellos para llevar adelante su parte. Sin embargo, Miró se toma el trabajo de diferenciar a la mayoría de ellos, entre otras cosas, mediante sus formas de expresarse, dependiendo de cual sea su extracción social o su procedencia geográfica, de modo que los diálogos dan cuenta de esas diferencias. Algo, además, que favorece que no haya ninguna necesidad de un glosario ni dramatis personae alguno.
Órdenes secretas enfrentadas a grupos herméticos, sectas de ignotos propósitos, conspiraciones dentro de conspiraciones, fanáticos, magos, guerreros, amazonas, mercenarios, monjes, espadachines, nobles feudales, villanos, incluso semidioses y seres de razas que se creían desaparecidas... El autor proyecta luces y sombras sobre todos ellos tardando en desvelar quién tiene buenas intenciones, quién malas y quien pasaba nada más por allí y se vió envuelto en el lío. Queda claro que muchos son los que codician la Armadura, cada cual con su propio motivo, tanto altruistas como maquiavélicos, y que quizá no todos están dispuestos a aceptar el resultado del torneo.
Con una prosa efectiva y agradable, y una construcción del mundo, Umheim, un tanto escueta y poco expansiva, muy concisa con el escenario concreto y un tanto más difusa el general, la narración ofrece en todo momento los detalles justos para que el lector se sitúe a la perfección, pero tampoco para hacerse una idea cabal del mundo mçás allá del propio relato. Se nota que el autor ha trabajado en profundidad la ambientación —proveniente de un juego de rol de creación propia—. Geografía, cosmogonía, política o cultura se ven reflejadas por las actitudes y parlamentos de los personajes, más que por una inmersión directa, dejando fuera todo lo que no afecte a las tramas en desarrollo.
La Armadura de la Luz es una novela autoconclusiva y, a priori, independiente, con una historia completa y un cierre a la vez satisfactorio y sugerente. Con la trama cerrada totalmente, el final deja en el aire un par de cuestiones tan importantes —típicas de un final abierto, tampoco quiere decir nada— que hacen inevitable pensar que el autor lo tendría fácil para encontrar el hilo hacia una continuación. Además de que, después de todo el trabajo de creación del mundo, los lectores tan sólo han visto una muy pequeña parte del mismo, antojándose que quedan muchas aventuras más allá del horizonte conocido. Y hablando de horizontes, es cierto que no es imprescindible, pero toda novela de fantasía mejora con un buen mapa…
El rollito de fantasía urbana medieval que desprende me gusta bastante, me da buenas vibraciones. Y eso que he sido un tanto reticente por la portada, no sé, no me gustaba. Ojalá un mapa, debería ser como algo "obligatorio" en este tipo de novelas. Un abrazo^^
ResponderEliminarYa comento que es una fantasía MUY clásica, pero entretener entretiene ;-)
ResponderEliminarSaludos