Javier Castañeda de la Torre.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Editorial Cerbero. Col. Wyser # 9. Cádiz, 2017. 92 páginas.
La belleza del uróboros es la belleza del infinito, de lo inexplicable, de lo ilógico bajo una apariencia lógica, del eterno retorno, del tiempo devorándose a sí mismo. Es la belleza de la paradoja de la serpiente que se muerde la cola, que no tiene principio ni fin, y que tampoco los busca. Esta reseña probablemente —bueno, no, seguro— hubiera sido muy diferente sin esta iniciativa: http://www.origencuantico.com/la-belleza-de-uroboros/. Una aparente locura que ha llevado a un entusiasta grupo de lectores a diseccionar sin piedad este libro con la participación, comentarios y claves aportadas por el propio autor. Un acercamiento diferente a la obra que si bien ha conseguido iluminar aspectos ocultos de la misma, también ha vuelto bastante más complicada la tarea de reseñarlo sin trasladar a estas líneas el mismo destripe del que hemos disfrutado en el grupo. Esta novela corta encierra muchas lecturas y muchos niveles de comprensión, llevando al lector a cuestionarse seriamente en ocasiones el dónde se ha metido. La apariencia no puede ser más sencilla, pero las profundidades filosóficas, científicas y metaliterarias o metaficcionales a las que aboca su lectura, plagada de referencias a libros, comics, películas y paradojas varias, darían para escribir un tratado sobre la misma. Como esto es una simple reseña no voy a entrar en semejantes profundidades. Profundidades que comienzan con el intento de insertar la novela en algún nicho del género, así que dejémoslo en la ciencia ficción —incluso se podría decir que con algún ramalazo hard— en que su propia editorial lo ha catalogado.
La novela, o su argumento por defecto, tiene en efecto una apariencia sencilla, incluso puede llegar a resultar previsible por momentos. Un hombre ya un tanto atormentado que, a punto de tener un hijo y tras recibir un misterioso telegrama que reza: «25=2; 12+2=miles de millones. Asúmelo cuanto antes», se obsesiona con la investigación de las razones que llevaron a su padre años atrás, cuando él era tan sólo un niño, a cometer el horrible crimen de asesinar a doce estudiantes universitarios. Teme heredar sus pecados y estar condenado a repetirlos, y no desea transmitirle esa maldición a su hijo todavía nonato. La trama de misterio y la investigación no puede ser más sencilla: de un dato extrapola otro que le lleva a un tercero. De una víctima a un testigo. De un documento a una declaración. De una pequeña pista a un gran descubrimiento, intercalando unas escasas escenas con algo más de acción —poca, pero es que ese no es el objetivo de la novela—… El protagonista se verá inmerso en una espiral descendente —otra referencia cíclica— en su cordura hasta que el relato, cada vez más imbuido de teorías sobre las paradojas y el viaje de partículas en el tiempo —¡taquiones!—, da un giro radical, muestra sus cartas, aunque quizá no sean las que nadie se esperaba, y se interna por los caminos de la ruptura de la causalidad. Es la misma investigación la que llevará al protagonista a cuestionarse su destino, cada vez más ofuscado por lo que va descubriendo, por la incomprensión ante unos hechos que no puede entender fueran inevitables. Su aislamiento del mundo y las personas que le rodean, su intento, quizá inconsciente, de apartar de sí a aquellos que, como su mujer embarazada, lo aman, las acciones a la desesperada en que se ve envuelto, no son sino otro síntoma de que la historia entra en los parámetros de lo irracional para trascender los límites de su propia realidad.
Así, todo lo que se encuentra escrito entre la portada y la contraportada de este volumen está abierto a múltiples, y enfrentadas, interpretaciones. Hay detalles que se contradicen abiertamente, otros que no terminan de casar entre ellos, y otros que se manifiestan ilógicos desde cualquier óptica coherente. Pero es que esa es la intención del autor, no epatar por epatar, sino provocar la reflexión del lector, despertar su espíritu crítico, desafiar los límites de su mente con paradojas en apariencia irresolubles, invitarle a indagar y expresar sus propias teorías en la búsqueda de explicación al misterio final, a encontrar unas respuestas personales a la resolución de lo narrado —si es que siquiera existe esa resolución—. Y es que toda paradoja —según la definición de la RAE: «Hecho o expresión aparentemente contrarios a la lógica»— incluye forzosamente dentro de sí un alto componente de imposibilidad. En caso contrario el postulado resultante no sería per se «paradójico». No todo tiene que quedar "explicado" o atado. De hecho muchas paradojas se basan en un axioma imposible —una vida eterna, por ejemplo, en una de las muchas que salen nombradas en la novela— para intentar sustentar su tesis. Algo así sucede en el libro, donde algunas situaciones quedan sin respuesta aparente, ciertos personajes —la mayoría de secundarios— parecen estar ahí tan sólo como dispensadores de respuestas o emociones —la relación del protagonista con su mujer es como para darle de comer aparte—, y unas cuantas decisiones se antojan de lo más absurdas. Sí, ¿pero absurdas desde qué lógica?
En toda novela se establece un pacto de lectura entre autor y lector, una promesa de coherencia y verosimilitud que ayude a «creer» en la trama narrada, lo cual no impide que dentro de cada historia existan diversos niveles de lectura. Sin embargo, Castañeda dinamita pronto ese pacto. Llega un punto en que para el lector casual, para cualquier lector en realidad, la acción se muestra un tanto llena de contradicciones cuando no abiertamente absurdas o irreales. Pero es que hay capas, no especificadas, de realidad —fuera del propio relato—, ficción y metaficción, sobre todo mucha metaficción. Las claves para desentrañar La belleza del uróboros se encuentran dentro, pero también fuera, de la misma novela, enterradas bajo la acción y las revelaciones que salen al encuentro del protagonista, en ese ayudante de su padre que posee conocimientos inesperados, en ese libro cuyas guardas ocultan un relato cuasi borgiano, en las teorías físicas y matemáticas que se van desgranando, en las paradojas que se van enunciando, en las páginas de comics de superhéroes —otra de las obsesiones del protagonista— pertenecientes a la realidad del lector que se van mencionando, en todas las metarreferencias que van permeando el texto. Hay mucho de Borges en estas páginas, mucha de su teoría de la literatura, mucha metaficción que invita a preguntarse quién demonios está narrando en primera persona el libro o quién lo está leyendo en realidad. ¿El protagonista? ¿El autor? ¿El lector? ¿Ninguno de ellos?
Si bien la prosa, el estilo y la narración en sí, quizá por ese deseo de Castañeda de centrarse en la paradoja y el mensaje más que en el soporte, se sienten menos trabajados que en anteriores obras del autor, la construcción de la trama y el esfuerzo didáctico de explicar los temas filosóficos y científicos de la manera más meridiana están plenamente logrados. Y era una tarea compleja, conseguir mantener el equilibrio entre el puro entretenimiento, la sugerencia, la carga filosófica y el deseo de que sea el lector quien descubra la verdadera intención que subyace bajo la novela. Todo en ella tiene su razón de ser y, está elegido por un motivo determinado. Desde los nombres de padre e hijo, Asier y Eloy, a la elección de las relaciones que establecen los diferentes personajes o al esclarecedor título que adorna la portada y que va a tener gran importancia en cierta máquina que podría o no existir. El uróboros es un símbolo, un círculo, que normalmente se representa como una serpiente o un dragón que se muerde su propia cola y que se identifica de alguna manera con la naturaleza cíclica de la existencia, el eterno retorno y renacimiento. También es una cinta de Moebius. Un bucle infinito. El tiempo devorándose a sí mismo, condenado a repetirse una y otra vez. Así la novela y el destino de su protagonista encierran en sí una profecía autocumplida. Como en los comics que tanto disfrutaba de niño, donde el superhéroe, consciente de su deber y de un sacrificio que no siempre va a ser entendido, hace lo necesario y no lo conveniente, él lucha tan denodadamente contra su destino que al final no puede evitar sino acatar su suerte y caer de lleno en el mismo, en su obsesión. Lo importante es el modo en que llega hasta allí, y si finalmente puede apartar de sí ese cáliz y no apurar la copa hasta la hez. ¿Está condenado a heredar los pecados de su padre? ¿Qué palabras, qué mensaje, podrían impulsar a un hombre a cometer tan horrendo crimen? ¿Existe la predestinación, el libre albedrío? ¿Escinde la realidad cada decisión que se toma?
No existe la causalidad, la lógica es un absurdo, no todo tiene sentido. Nada es consecuencia de nada y por tanto no se puede sino elucubrar cuál es la auténtica intención del autor al escribir una historia circular que nada más terminarse parece inevitable retomar y releer de nuevo —algo muy conveniente dada la inmensa cantidad de preguntas suscitadas por la lectura y la necesidad de buscar apoyo externo para interpretar todas las referencias—. Podría ser un laberinto, pero es una uróboros.
Hola :) En este caso no llegue a la disección, y es que casi no tenía tiempo para leer la novela corta como se merece. Creo que hubiera merecido la pena poder destriparlo con todas esas claves ocultas que mencionas. Estará entre mis próximas compras a Cerbero casi con total seguridad. Ahora a por Barro. Un abrazo^^
ResponderEliminarEs una magnífica historia. Y lo cierto es que la disección con aportes del autor vino muy bien para lanzar luz sobre algunas sombras. De todas maneras merece la pena trabajársela un poquito uno mismo, crearse teorías propias y elucubrar a lo loco, y el resultado sin duda es satisfactorio de por sí ;-)
ResponderEliminarSaludos