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viernes, 24 de agosto de 2018

Reseña: Artemisa

Artemisa.

Andy Weir.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Ediciones B. Col. Nova. Barcelona, 2017. Título original: Artemis. Traducción: Javier Guerrero. 384 páginas.

El marciano, una novela que emocionó a gran cantidad de personas —hasta el punto de haber sido objeto de una adaptación cinematográfica casi inmediata— al mismo tiempo que horrorizaba de desagrado a otras tantas, marcó para bien y para mal el devenir literario de Weir. Escribiese lo que escribiese era indudable que iba a ser analizado al detalle y resultaba muy difícil que alcanzara el éxito de su novela de debut. Entonces, ¿está Artemisa a la altura del fenómeno y la expectativa creados? Muy posiblemente no. ¿Se trata de una novela divertida, entretenida e interesante? Más bien sí. ¿Tiene sus fallos? Pues tampoco lo vamos a negar. Pero, en definitiva, ¿me lo he pasado bien leyéndola? Va a ser que sí. Weir repite en parte el mismo esquema con unos mimbres similares a los de El marciano, aunque con una trama mucho más local, más cercana a la novela negra o policial, con derivaciones corporativas, mafiosas y políticas. Con una importante carga científica, aunque sin caer realmente en el hard, hay una urgencia que recorre toda la narración, no tan a vida o muerte en esta ocasión, pero sí con mucho en juego, como poco para la protagonista, que hace que se lea de forma rápida, pero sin llegar a crear una implicación emocional en el lector.

Jasmine «Jazz» Bashara, de origen saudí, vive desde los seis años en Artemisa, una pequeña, y por el momento también única, ciudad lunar, que vive en parte de una pequeña industria pesada y, en mucha mayor medida, gracias al turismo, compuesta por cinco hábitats o domos conectados entre sí, cada uno con su particularidad, desde el residencial para los ciudadanos trabajadores, bastante claustrofóbico, al más lujoso lleno de hoteles y restaurantes, para los visitantes y los ricachones en busca de la experiencia lunar. Jazz, mientras intenta sacarse el título para tareas EVA, sobrevive en su trabajo de porteadora, mientras con su segunda actividad, la de contrabandista de mercancías destinadas al mercado negro, busca conseguir una importante cantidad de dinero. Por ello, cuando uno de sus principales clientes de su actividad «delictiva», el muy acaudalado Trond Landvik, le ofrece la oportunidad de realizar un trabajito para él que le reportará una lucrativa recompensa, no lo duda demasiado. Aunque si hubiera sabido todo lo que vendría después, es muy posible que sí lo hubiera hecho.

Con una trama muy localista, o localizada, circunscrita a la pequeña ciudad lunar y a unos escasos alrededores, aunque con algunas ramificaciones muy lejanas hacia la Tierra, Weir pone en movimiento un MacGuffin sobre el que pivotará buena parte de la intriga de la historia. Hay mucha emoción, mucho momento frenético a contrarreloj y una trama en crescendo, torpedeada en ocasiones por los flashbacks hacia la vida anterior de la protagonista, lastrando el ritmo sin aportar la necesaria caracterización al personaje. Narrada la historia en primera persona desde la voz de Jazz, su caracterización, más que por sí misma, destaca por la relación que mantiene con su padre, el metódico soldador Ammar —en la Luna una mala soldadura puede significar la muerte de muchos de los residentes—, uno de los personajes, junto al científico un tanto desequilibrado y socialmente inadaptado Martin Svoboda, más humanos y mejor tratados del relato. Jazz crece en la interacción con ellos, mientras en solitario no deja de ser una jovencita un tanto pedante, con mucho ingenio y una gran capacidad intelectual desaprovechada por una incomprensible rebeldía, por mucho que ella se empeñe en explicársela al lector, o al menos justificarse con un montón de excusas peregrinas. Frente al descontento de su padre, un musulmán fiel cumplidor de los preceptos de su religión, su hija se emborracha, mantiene diferentes relaciones y no duda en trapichear con lo que sea para redondear sus beneficios, viviendo en una aparente adolescencia perpetua —aunque, no hay que preocuparse, es que tiene una vida interior que sólo al final, muy al final, saldrá a relucir—.

Supeditada a la aventura y sus ramificaciones, la prosa de Weir no es un dechado de literatura, ni falta que le hace. Sencilla, efectiva y muy clara en las explicaciones científicas de las que da cuenta con un lenguaje muy asequible —incrustadas en ocasiones con inoportunidad anticlimática—, se encuentra en todo momento entregada a la acción. Confieso que no domino lo suficiente la ciencia implicada en los procesos químicos descritos o en los principios de la arquitectura lunar necesaria para construir la ciudad lunar como para decir si todo ello es científicamente correcto —uno de los caballos de batalla de los críticos con El marciano—, pero, para lo necesario en la ficción, parece convincente y sólida, mientras la representación de la vida en nuestro satélite, sus peligros y cotidianidades, su economía e interacciones sociales —aunque con un retrato bastante estereotipado de las diferentes representaciones étnicas y de género que conviven bajo sus domos—, se muestran consistentes, por mucho que en ocasiones Weir fuerce un tanto la mano en pos de imbuir emoción en el relato.

Artemisa ofrece una narración ligera —en ocasiones, demasiado ligera—, rápida, divertida, con ramalazos de humor socarrón, abundancia de persecuciones, crisis y explosiones en un lugar donde cualquier explosión es una muy mala noticia, y una protagonista que está malgastando los dones que la vida le ha dado mientras persigue un elusivo objetivo y no cesa de saltar de lío en lío, en un enredo cada vez mayor. El trasfondo muestra una serie de intereses mercantiles, políticos, económicos y mafiosos cruzados, entre los que se ve envuelta Jazz con su actitud malencarada y condescendiente hacia todo y todos los que la rodean, dando la excusa perfecta para desencadenar la aventura. ¿Una lectura entretenida? Sí. ¿Trascendente? No tanto.

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