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domingo, 9 de diciembre de 2018

Reseña: El príncipe de los prodigios

El príncipe de los prodigios.
Helena Lennox II.

Victoria Álvarez.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Nocturna ediciones. Col. Literatura mágica # 64. Madrid, 2018. Ilustraciones: Lehanan Aida. 539 páginas.

Continúan las andanzas de Helena Lennox, pasados apenas seis meses desde el cierre de la anterior entrega, La ciudad de las sombras, y el lector la puede encontrar de inicio en las ruinas de Pompeya, donde ha acudido con sus padres para negociar una posible exposición en el Museo Británico. Más madura, quizá, la protagonista no va a poder evitar verse involucrada en nuevos líos y peripecias, misterios y muertes. El cambio de localización le da un aire de frescura, de no encasillar la aventura, con un escenario nuevo que en la pluma de la autora resulta tan evocativo y fascinante como el Lejano Oriente. Con cierto aire de novela negra y de misterio criminal, esta entrega, como la anterior, es aventura clásica en estado puro, lo que no quita para que sea también una obra de lo más actual, situando la acción en el Nápoles del siglo pasado, pero con inquietudes que hoy en día se encuentran bullendo en la sociedad: Los fascismos entonces incipientes, la discriminación de género, el feminismo y el papel de la mujer en la sociedad, las familias monomarentales… Y sí, quien desee leerse esta novela, a pesar de ser bastante autoconclusiva, es muy conveniente que se leyese la primera entrega previamente.

1924, en Nápoles, seis meses después de abandonar la India y, sobre todo, a un Arshad postrado en coma, Helena sigue envuelta en un aire de tristeza, pensando en lo que dejó atrás y en si el joven despertará o no. No ha tenido noticia alguna, lo que tanto puede ser algo bueno como malo. Nápoles, lugar de nacimiento de su padre, parece prometer ofrecerle una serie de distracciones que aparten de su mente tan negros pensamientos, pero nada más lejos de la realidad. Al poco de llegar a la ciudad una anciana desconocida, propietaria de un abarrotado local de recuerdos y figuritas sacras en San Gregorio Armeno, le regalará un amuleto de protección acompañado de una ominosa advertencia. «...los ángeles ya no velan por nosotros». El reencuentro con los amigos de la infancia de Lionel, la dueña de la posada en la que se van a alojar Fiore y el atormentado escultor Luca, va a deparar unas cuantas sorpresas, alguna bastante mayúscula e inesperada. Y la obsesión de Helena por cierto personaje del siglo XVIII, el alquimista Raimondo di Sangro, también conocido como el Príncipe de los Prodigios, y por cierto elixir que este pudiera o no haber inventado la llevará a iniciar un camino del que bien podría llegar a arrepentirse.

De forma harto inopinada la familia se verá envuelta en unos casos de extraños asesinatos de muchachas jóvenes sin ningún elemento aparente en común, el primero de los cuales sucediera antes de que ellos llegaran a la ciudad, pero el segundo les pillará de pleno, casi como testigos, como si la muerte les rondara. Álvarez va a entretejer una trama familiar, donde los Lennox sufrirán más de una sacudida personal, con otra más general que abarca parte de la historia de Nápoles, o de algunos de sus ciudadanos más encumbrados cuando menos. Tramas ambas que retrotraen a unos tiempos pasados que dejan sentir sus ecos en el presente. Tramas que hablan tanto de las consecuencias de las decisiones que se toman y de los actos que se realizan como de la asunción de las responsabilidades que se derivan de las mismas. Los pecados pretéritos a veces reclaman penitencias difíciles de cumplir.

Los personajes principales, Helena, Dora y Lionel, sufren una evidente evolución. Helena ha madurado, sí. Sigue siendo la joven fuerte, independiente y decidida de la primera entrega, aunque ahora tiene el corazón roto, algo que no le va a impedir en absoluto luchar por lo que tiene más cercano. Arrastra un estado de melancolía, de tristeza exacerbada por la distancia, las decepciones y la pérdida. Pero no renuncia a su curiosidad. Sigue soñando, aunque sus sueños, quizá, estén algo más apegados a la tierra. Por otro lado es testigo impotente de cómo la relación entre sus padres se va tensando, llena de discusiones por cuestiones a veces banales a veces de calado que van minando su ánimo. El retorno a su ciudad natal, donde viviera sus correrías de infancia, crea cierta ambivalencia en Lionel, sacando una faceta del mismo que parecía olvidada en el pasado. Un pasado que guarda secretos incluso para él mismo, y que poco a poco el lector irá conociendo en mayor profundidad. Y Dora, bajo su fría y controlada apariencia, demuestra tener una fragilidad que ya se sospechaba, pero que aquí termina por resquebrajar su armadura. Las pruebas a las que van a verse sometidos podrían ser demasiado para la estabilidad familiar.

¿Y Arshad?, se preguntará alguien después de saber cómo quedaba al final de la novela anterior. ¿Hace acto de presencia? ¿Tiene un papel relevante? ¿Sigue en coma o habrá despertado pero nadie se lo ha comunicado a Helena? ¿Se lo reserva la autora para el siguiente libro, manteniendo en este el tormento de su joven protagonista?... Cuanto menos se diga mejor, así que ese alguien tendrá que leerse esta entrega para salir de dudas.

A pesar del inicio en las excavaciones de las ruinas de Pompeya, el tono arqueológico de esta entrega es algo menor que en la anterior, ofreciendo una trama más urbana, aunque con alguna incursión campestre no ajena al arte en absoluto. La historia deja a un lado algo del exotismo lejano de la primera, pero gana en cercanía y mantiene en todo lo alto el misterio y la intriga. La prosa de Álvarez, llena de delicadeza y expresividad, con un pulso y un brío renovados, consigue crear una perfecta atmósfera para la historia. Su imaginación, bien apoyada por la inconmensurable pero contenida labor de documentación, dando colorido sin apoderarse del relato, consigue evocar de forma viva el Nápoles de principios del siglo pasado, tanto en la viveza de sus gentes como en el perfecto retrato de su arquitectura. Una narración trabajada y fluida que traslada al lector de lleno a la ciudad, consiguiendo una inmersión total en la historia. Con las pinceladas justas y las descripciones imprescindibles retrata toda la pujante vida de la urbe, con sus cotillas y alcahuetes siempre a la espera de escuchar o esparcir un rumor, con sus esforzados trabajadores, sus oropeles y palacios, sus sucios callejones, y el arte que se encuentra por doquier, en sus vías, edificios o monumentos. Por supuesto, no faltará, no podía faltar, alguna visita al cementerio local. Ni los ángeles…, estatuas omnipresentes, vigilando, velando, quizá amenazando, desde muros y capillas, en jardines semi abandonados, antiguos mausoleos o talleres de artistas. Estatuas aladas de rostros ciegos que no obstante miran y juzgan, y cuyo silencio encierra secretos que rompen los corazones.

Asesinatos, alquimia, terribles secretos… Bajo el tono de pura aventura y de intrigante misterio, que retrotrae a los clásicos de otros tiempos, la autora trae a la palestra una serie de temas tan de actualidad entonces como ahora. El nacimiento y auge de los fascismos que poco más de una década después iban a quebrar la paz del continente. Los prejuicios de género que hacían vivir una vida falsa a quienes debían esconder su condición, sobre todo en sociedades bastante retrógradas que no permitían salirse de lo aceptado por el común de sus gentes. El reconocimiento a las esforzadas mujeres que, en medio de habladurías y maledicencias, debían sacar adelante a su familia sin ayuda; una ayuda que tampoco necesitaban, ya que sabían valerse por sí mismas. La amistad, la lealtad, la traición, la familia, el amor y sus consecuencias… Un cóctel de emociones que roba la atención del lector tanto como los descubrimientos y aventuras de la protagonista en los palacios, villas, callejas y capillas de Nápoles.

El príncipe de los prodigios encierra una historia medida al milímetro, perfectamente planificada y expuesta, y, si no independiente, bastante autoconclusiva, con un misterio satisfactoriamente resuelto, y unas últimas páginas que dejan con todas las ganas de poder leer cuanto antes el cierre de la trilogía. Y, una vez más, remarcar el maravilloso trabajo de edición de Nocturna, acompañando con acierto el texto, como si de uno de esos clásicos de antaño de los que hablábamos, de las ilustraciones de Lehanan Aida —algunas de las cuales acompañan esta reseña—. Preciosa combinación para una entretenida e intrigante lectura que trasciende con mucho la etiqueta de «juvenil».

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