Ursula K. Le Guin.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2009. Título original: Lavinia. Traducción: Manuel Mata. 313 páginas.
Un poeta moribundo, que sabe que acabará sus días sin haber podido dar un final adecuado a su obra magna y que habla con su creación tratando de encontrar una efímera redención en el pasado. Una princesa del Lacio, que se sabe viva y personaje del poeta a un tiempo, juguete de lo escrito, y que no dudará en enfrentar el porvenir con una personalidad propia que le había robado el poema.
Al morir en el siglo I d.C. Virgilio dejó inacabado o sin corregir —o al menos eso argumentan los expertos en el tema ante su brusco final— el épico poema por el que más habría de ser recordado: La Eneida. Al recibir el encargo de escribir una epopeya para los romanos al estilo de la Ilíada o la Odisea, el poeta tomó a un apenas importante personaje de la primera de estas obras, Eneas, y lo convirtió en el protagonista de un viaje de proporciones míticas, desde las cenizas de Troya, navegando por buena parte del Mediterráneo hasta arribar a las costas de Italia, donde fundaría una colonia que podría ser el preludio de lo que después sería Roma, desatando antes de esta tarea un cruento enfrentamiento.
Ursula Le Guin, utilizando un truco similar, toma a un personaje muy secundario de la Eneida —quien siquiera tiene un diálogo— Lavinia, hija del rey Latino del Lacio, profetizada esposa del héroe, y la convierte en la protagonista de la historia entrañable y a la vez monumental que nos ocupa. Para Virgilio, Lavinia —como la Helena de Homero— es un mero motivo, una excusa, para desatar el conflicto, más como simple e involuntaria portadora de presagios que como pieza importante de los sucesos que ella misma desata. La princesa es una mera sombra, causa de la guerra sin tener arte ni parte en ella, manteniéndose en un segundo plano casi anónimo.
La autora le otorga el protagonismo que el poeta le había negado, le da voz y existencia propia, la trae al frente de la escena dándole el papel que se merecía pero que nadie parecía sospechar que escondía hasta que Le Guin la saca de entre las bambalinas. Su Lavinia, sin duda, ya no es la de Virgilio, aunque la historia de la Eneida sea el trasfondo que acota toda la narración. Su destino parece inexorable e ineludible, escrito mucho después de su existencia e imposible de modificar. Pues en esta historia el lector va a encontrar la voz de Lavinia, en primera persona, narrando la realidad de su vida cotidiana y los aciagos hechos que llevarán, a la larga, a la guerra y a la muerte.
Lavinia es aquí un personaje fuerte, con personalidad propia, segura de si misma, amable, valiente, consciente de quién es, de cuáles son sus objetivos y anhelos, y de lo que debe hacer para alcanzarlos. Perfectamente integrada en la sociedad agrícola del mundo prerromano, la autora le da un papel activo en el devenir del día a día, ayudando en el acarreo de la sal desde las salinas del río Tiber, trabajando en el telar o en los bordados, ocupándose del altar de los dioses y espíritus del hogar como es su deber de princesa y realizando otras tantas labores de la casa. Le Guin encara un enfoque más histórico que mitológico —o fantástico— de la narración; los dioses no tienen una presencia física entre los mortales, sino que tienen su lugar en los rituales y profecías, de gran importancia e influencia para los humanos, pero sin intervenir directamente en sus vidas.
La novela se enclava en cierta manera dentro de la línea más intimista de la producción de la autora. A pesar del tema evidentemente épico de las fuentes de las que bebe —y que late en todo el trasfondo—, el lector se encuentra aquí con una prosa donde el lirismo y el sentimiento se apoderan muchas veces de la narración. Hay unas cuentas batallas y mucha tragedia, sí, pero Le Guin no las muestra directamente, puesto que Lavinia, quien está narrando su historia, no es testigo directo de los hechos, sino que es algún otro personaje quien se las cuenta. Así, la novela se va a centrar más sobre el destino que se abate sobre la protagonista y cómo esta lo enfrenta con valentía, temor y algo de resignación.
Cuando la joven acude al oráculo del bosque de Albunea esperando encontrar un mensaje de sus dioses, lo que halla es el espíritu del poeta que mucho tiempo después habría de escribir la historia que ella misma tan solo está empezando a vivir. Paradójicamente Lavinia parece ser en cierta forma consciente de su “realidad” como personaje de ficción, y de su inmortalidad —literaria— por un lado y de la fatalidad a la que está abocada por otro. Le Guin juega una vez más —y van…— con los límites de la propia ficción, diluyendo sutilmente la línea entre realidad y fantasía, entre hechos históricos y mitológicos, entre creación literaria y homenaje poético. Virgilio se convierte en creador y en personaje, reimaginado el final de su vida tras su muerte; cuando se presenta ante Lavinia sabe que se está muriendo, que solo es su espíritu errabundo el que habla con la mujer, y es consciente de que su gran poema quedará seguramente inacabado y sin revisar ya que no le quedan fuerzas para darle el fin adecuado. No quiere que la Eneida vea la luz, pero sabe que es imposible impedir su publicación. Así, la autora le ofrece la oportunidad de alcanzar cierta redención a través de Lavinia, de llevar la historia a una conclusión más satisfactoria, de darle una voz a la princesa y cerrar el viaje de Eneas. Y lo hace con la propia voz de la autora, quien deja su maravillosa firma en cada página y, sobre todo, en su protagonista.
Porque Lavinia, como la mayoría de los personajes femeninos de Le Guin, es una mujer llamada a dominar la escena. Es ella la verdadera heroína ante la imagen idealizada por el público del propio Eneas —hijo de una diosa—; es una mujer que no puede evitar provocar una guerra con los presagios que su mera presencia desencadena —que no son sino las revelaciones del poeta—, pero que se niega a ser una mera comparsa de los designios de los demás. Y su heroísmo nace, precisamente, del conocimiento recibido en Albunea: el de que se casará con un extranjero, lo que la llevará a rechazar a todos sus pretendientes, incluso a Turno, rey de Rutulia y el preferido por su desequilibrada madre, Amata, aún sabiendo que ese rechazo llevará directamente al derramamiento de sangre; el de todos los hombres que morirán, nombre por nombre; o de la tragedia que se abatirá sobre su matrimonio tras los breves años felices de forma inevitable, pues se encuentra escrito, aún a pesar de todas sus esperanzas de apartar de ella el fatídico desenlace de su historia con Eneas.
Es esta una historia que se hace grande en los detalles, en la descripción de ese Lacio que se hace cercano y verídico en la descripción de sus gentes y costumbres, y que demuestran una gran labor de investigación por parte de la autora, que ha conseguido plasmar con su prosa habitual —esa apariencia de simplicidad que esconde una sofisticación impresionante— un pasado totalmente convincente, donde la realidad asoma por cada esquina, en cada acción de los personajes, en los hechos más mundanos y domésticos, en las labores del día a día, en los paisajes… Lavinia, como tantas otras obras de Le Guin, no es sino la historia de unos individuos que buscan su lugar dentro de la sociedad en la que viven, perfectamente retratada y descrita. De esta manera, el estudio sociológico se hace —una vez más— con una parcela fascinante del libro, sumergiendo al lector en unas costumbres extrañas, pero totalmente creíbles y, finalmente, cotidianas.
La historia no es, en contraposición a la historia de Virgilio, un poema épico, a pesar de la épica de sus protagonistas. Es una historia mucho más íntima, que cautivará a los que disfrutaron con la Le Guin de Tehanu o El nombre del mundo es bosque. Lejos de las batallas y las disputas de los hombres, que permanecen como constante telón de fondo, el libro le habla al lector de las preocupaciones y quehaceres de aquellas que se habían deslizado entre los versos de la antigüedad, lejos de los focos, lejos de las emociones violentas, y lo hace con un interés y una profundidad que consigue que el lector quisiera saber mucho más de todo ello. Lavinia es, sin duda, Literatura Fantástica, pero es una fantasía que suena a realidad, que hace casi innecesaria la suspensión de la incredulidad —y eso a pesar de espíritus y profecías y personajes que hablan a través del tiempo que les separa—; que se acerca a un pedazo del Lacio, previo a los reyes de Alba Longa y a la fundación de Roma, y lo reimagina de una forma que lo hace real; que ofrece el relato de una mujer de su tiempo —sin proyecciones ni comportamientos del nuestro— que se enfrentará con decisión a las pruebas que el destino ha puesto en su camino y que se hace poderosa sin llegar a ejercer realmente el poder; que habla de unos hombres que no son sino víctimas de unas pasiones, ambiciones y amores que muchas veces no saben ni expresar; de un poeta en busca de una voz para su postrer criatura alcanzando así su perdón; de un héroe trágico que en momento alguno deja de ser juguete de su propia leyenda escrita muchos años después de su muerte. Es un cuento, en verdad, para paladear con calma y tranquilidad, para degustar muy lentamente, capa tras capa de revelaciones, de significados y de diferentes lecturas, de mensajes y profundidades que van surgiendo conforme se deja reposar y se reflexiona sobre lo leído.
Lavinia, la novela, es el diario de una mujer de su tiempo y un juego metaliterario en el que se mezclan las épocas con extraordinarios resultados. Quizá no sea lectura para todo tipo de lectores, sino de un público concreto —aquel que disfruta de la Le Guin más íntima, alejada de su vena cienciaficcionera—, pero yo confieso haber disfrutado de principio a fin. Una vez más, Ursula K. Le Guin me ha rendido a sus pies.
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Reseñas de otras obras de Ursula K. Le Guin:
Los dones. Anales de la Costa Occidental I.
Voces. Anales de la Costa Occidental II.
Poderes. Anales de la Costa Occidental III.
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