Hannu Rajaniemi.
Reseña de: Santiago
Gª Soláns.
Alamut. Madrid,
2013. Título original: The Quantum Thief. Traducción: Manuel de los
Reyes. 261 páginas.
Periódicamente desde
ciertos sectores del establishment literario se alzan voces
anunciando el fin de la ciencia ficción en su vertiente más
especulativa o hard, y periódica y afortunadamente
aparecen autores como Rajaniemi para desmentirlo. El ladrón
cuántico puede ser circunscrito en el grupo de aquellos autores
y obras que abanderan la futura Singularidad y el
consiguiente posthumanismo. La novela ofrece un complicado y
futurista thriller tecnológico de intriga detectivesca con
buenas dosis de aventura, acción e ironía, siempre dentro de los
parámetros más especulativos de la ciencia ficción, sin dar apenas
facilidades a quienes no posean las claves o estén adaptados a la
particular idiosincrasia del subgénero. Una lectura exigente y
refrescante a un tiempo, con ideas de largo alcance, que invita a
disfrutarse con la mente abierta y la imaginación desplegada sin
cortafuegos. Presenta un futuro ajeno y familiar a un tiempo, donde,
por mucha distancia que los individuos hayan tomado alejándose del
tronco común del que proviene la Humanidad, las viejas pasiones
siguen rigiendo sobre el intelecto.
En el Sistema Solar
interior del futuro lejano gobernado por el «colectivo de
transferencia» de la Sobornost, Jean le Flambeur es un
ladrón con un pasado de resonancias míticas en toda la Heterarquía
que se encuentra retenido en la singular Prisión de los Dilemas,
un constructo situado en el espacio y donde sus múltiples «yo» son
sometidos a duras pruebas que buscan forzarle a encuentrar una
solución no violenta y cooperativa a diversos enfrentamientos que
siempre terminan en su muerte. Otra prisionera, esta aparentemente
voluntaria, la transhumana alada Mieli, le va a hacer una
oferta que no podrá rechazar, pero para la que Jean necesitará
recomponer todos los fragmentos disgregados de su antigua
personalidad. Así comienza una peculiar búsqueda que va a llevar la
acción a la Oubliette, una ciudad móvil y de geografía
cambiante que recorre, bajo asedio por parte de los implacables
foboi, la superficie
de un Marte cuya terraformación fuera saboteada tiempo atrás
convirtiendo su superficie en básicamente inhabitable.
En la Oubliette el joven
Isidore Beautrelet, un brillante detective, aspirante a
convertirse en uno de los misteriosos «tzaddikim»
—autonombrados protectores de la sociedad, «superhéroes» de alta
tecnología—, une una enorme perspicacia a cierta falta de dotes
sociales que rozan levemente el autismo para llevar a cabo
sorprendentes investigaciones y deducciones, que de alguna manera le
colocarán en el camino del ladrón.
La sociedad de la Oubliette, su mezcla de culturas, el choque de identidades, el estado inestable de pre revolución soterrada... es uno de los grandes atractivos de la novela. En uno de los extremos de la urbe, como un elemento algo discordante, se encuentra la colonia Zoku, cuyos miembros se encuentran unidos por una suerte de comunicación telepática artificial que no solo transmite palabras sino también sensaciones. En el resto de la ciudad los ciudadanos viven inmersos en sus gevulot, una suerte de esferas virtuales personales que les dotan de intimidad y un gran nivel de privacidad, permitiéndoles controlar el nivel de contacto con aquellos que les rodean. Es una sociedad que se mantiene gracias al trabajo de los gógoles —esclavizados estados cerebrales / personalidades virtuales de humanos llevados a la ciudad por miles en un pasado revolucionario— y donde todos los ciudadanos viven periodos despiertos intercalados de periodos de trabajo «Aletargados» cuando se les acaba su «tiempo» —auténtica moneda del lugar—.
Hermanado, ya que en
puridad no se pueda decir influido, con Charles Stross, Greg
Egan, John C. Wright, Iain M. Banks o Alastair
Reynolds, el futuro presentado por Rajaniemi es a la vez
extraño y atractivo, desconcertante y sugerente, lleno de maravillas
y peligros tecnológicos, y donde cabe decir que lo extremadamente
post humanista de sus protagonistas hace complicado cualquier
intento de empatía con ninguno de ellos.
La novela se estructura en multitud de capas con una buena cantidad de misterios por resolver, con la teoría de juegos y la ingeniería cuántica siempre presente. Saltando entre los puntos de vista de los protagonistas, en primera persona mientras el relato sigue a Le Flambeur en su críptica misión, y en tercera persona cuando se centra en ese particular Sherlock Holmes que es Isidore intentando ir siempre un paso más allá, tanto en sus investigaciones en pos de capturar a su muy particular Arsenio Lupin como en su insólito romance, la trama principal persigue recuperar las pieza de un imposible puzzle siguiendo las pistas que el protagonista se dejara tiempo atrás a sí mismo.
El paisaje urbano de la
Oubliette cambia tan rápidamente como los parámetros del relato,
como los objetivos y las identidades de los implicados, de sus
alianzas y promotores. No hay nada sencillo aquí. Los secretos solo
ocultan más secretos. El tiempo es verdaderamente oro, y derrocharlo
es el mejor camino para una vida corta. La verdad no es un valor
absoluto. La información fluye en múltiples direcciones pero no
siempre es fácil de captar. La muerte no es un final en sí misma,
salvo para casos extremos. La identidad es un tesoro a defender con
uñas y dientes. Las mentes, las ideas y recuerdos, pueden ser
transferidas a otros cuerpos u otras máquinas; se pueden robar,
piratear o secuestrar, se puede comerciar con ellas, se pueden
pervertir...
Hay un enorme trabajo
especulativo sobre los caminos de la evolución humana, tanto física
como psíquica, sobre las nuevas formas de comunicación, el
almacenamiento de información, las memorias compartidas, la
transferencia de conciencias; sobre las relaciones, sociales y
sentimentales, entre los individuos de una sociedad altamente
tecnificada; sobre las IAs, la realidad virtual y las naves
inteligentes; sobre la nanotecnología, la criptografía, la
computación cuántica... y sobre el arte del chocolate, pero nadie
debe esperar facilidades del autor, pues Rajaniemi retiene o
se guarda para sí de inicio gran parte de la información.
Es así una lectura que
exige una implicación activa del lector, no tanto porque se base en
teorías científicas excesivamente técnicas o complicadas, sino
porque hay una buena parte de los sucesos que no se explican —si es
que llegan a explicarse— hasta mucho más tarde de sucedidos, y
casi nunca de forma directa, causando una sensación de desconcierto
o de abrumadora incomprensión. Rajaniemi lanza a sus lectores
directamente al futuro, sin hacer concesiones ni dar treguas,
presentando un buen número de conceptos nuevos y originales que no
son explicados de partida. Algo que para algunos lectores puede ser
muy estimulante y para otros terriblemente frustrante. Palabras
—algunas inventadas, algunas con resonancias hebreas o rusas—, tecnología, grupos
políticos o gubernamentales, ideas... plasmadas sobre la marcha y
que deben ser deducidos también sobre la marcha por el contexto o
por los resultados de su uso —el viejo debate de, si a un lector de
novela policiaca no se le explica qué es un microondas, por qué
habría que hacerlo con una exomemoria a un lector de ciencia
ficción—. Lo mejor, sin duda, es dejarse llevar e intentar no
sentirse superado por el desconocimiento. Poco a poco las pistas van
dejando ver todo el mosaico, las piezas en apariencia inconexas van
encajando, y al final tal vez no se hayan aprehendido la totalidad de
las intenciones del autor, pero la satisfacción es gratificantemente
bella.
Como punto tangencial,
pero de gran importancia, destacar —y son unas cuantas veces ya—,
la impresionante tarea del traductor, haciendo una estupenda labor
con un difícil material —desde los neologismos a toda la
parafernalia tecnológica—, con abundancia de términos y multitud
de referencias culturales que deben ser comprendidos o captados
prácticamente por el contexto y que gracias a su buena traslación
no ofrecen mayor dificultad que la propiciada por el juego narrativo
del propio autor.
El ladrón cuántico
es un gran libro
—complicado, exigente, frustrante, si se quiere; pero altamente
satisfactorio si se consigue entrar en su juego— con un enorme
handicap final: no
termina. Bueno, de hecho de alguna manera sí lo hace, pero,
como primera entrega de lo que se anuncia como una trilogía, dejando
grandes —muy grandes— cuestiones emplazadas para su continuación,
The Fractal Prince, puesto que hay deudas que no han
sido pagadas y que deben serlo. Continuará...
Simplemente gracias por tu buena reseña.
ResponderEliminarDe nada. Hacemos lo que podemos lo mejor que sabemos ;-)
ResponderEliminarSaludos