Juan Carlos Márquez.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ed. Salto de Página. Col. Púrpura # 62. Madrid, 2014. 179 páginas.
Los últimos es una historia post apocalíptica, con un recurrente «fin del mundo» que pone a la Humanidad al borde de la extinción, que basa su fuerza no en la «originalidad» de la propuesta, sino en la forma de encarar el tema. Es una novela de supervivencia en condiciones adversas y extremas, que cuida más del mensaje y de la «belleza» literaria que del verismo de la historia. Un relato de anticipación que incide más en los sentimientos que quiere transmitir —el miedo, la tristeza, la rabia, la soledad…— que en utilizar un utillaje científicamente exacto. Una ciencia ficción que vive más del componente humano que de la verosimilitud tecnológica —o incluso narrativa—. Márquez quiere despertar sensaciones, tocar las entrañas, y no tanto fomentar ese sentido de la maravilla por el futuro tan asociado al género. Así pone en funcionamiento una historia post apocalíptica que enseguida deviene en terror y posteriormente en «odisea» marciana. Y lo hace planteando en todo momento esa lucha por la supervivencia que fuerza a los humanos a dar lo mejor de sí, pero también sacando a la luz alguno de sus peores pecados. El envoltorio-excusa de género es el mejor marco para, a través de un fino ejercicio literario, tratar los temas eternos: la amistad, la familia, la paternidad, la solidaridad —y el egoísmo—, el sexo, la muerte, la esperanza...
Un ardiente fogonazo de luz acaba con toda la vida que se encontraba al aire libre a nivel planetario, arrasa la atmósfera haciéndola irrespirable, y forzando a los supervivientes —los afortunados que consiguen acceder a bombonas de oxígeno u otros medios para poder mantener un ambiente respirable— a permanecer encerrados en sus casas o a buscar refugio bajo la superficie, mientras en el exterior reina una oscuridad permanente. Los militares intentan encontrar una solución, y empiezan a excavar túneles destinados a convertirse en una red de viviendas bajo tierra, pero mientras tanto lo mejor que encuentran es lanzar unas «bombas de oxígeno» que durante unas horas permiten respirar en el exterior. Pero pronto deben hacer frente a una amenaza más cercana. Ominosas pirámides de huesos empiezan a aparecer en las excavaciones que habrían de convertirse en la ciudad subterránea, en ese último refugio que ya no parece viable. Unos pocos supervivientes, habitantes de un suburbio cualquiera de una ciudad cualquiera de los EE.UU., deberán luchar por su vida, huyendo más lejos de lo que nunca hubieran soñado, creando en su destino una nueva sociedad, un nuevo renacer de la Humanidad condenada.
Escrito a forma del apresurado diario de uno de estos esforzados supervivientes, a través de capítulos muy breves —casi cuentos ultracortos en sí mismos encadenados en una sucesión temporal— y una prosa descarnada, libre de cualquier exceso, afilada, minimalista, lacónica, hermosa y certera, Marquéz crea escenas e imágenes de gran fuerza, belleza y algo de patetismo, apelando a la memoria colectiva, a miedos y anhelos compartidos, a un acervo cultural común, a personajes prototípicos que pertenecen ya al imaginario occidental gracias sobre todo al cine, para llevar al lector allá donde desea en una historia que habla sobre las relaciones básicas que se establecen entre las personas en situaciones extremas. A una primera parte, el Diario de la Tierra, que se desarrolla a gran velocidad, sin dar descanso mientras el drama va cobrando toda su dimensión y los protagonistas deben huir de la amenaza mutante sin pausa posible, le sucede una segunda parte, el Diario de Marte, donde la amenaza es menos tangible, pero igual de inmediata, y no cabe sino seguir luchando por cada minuto de vida.
El autor juega hábilmente con el recurso de la elipsis, saltándose largos periodos de tiempo —todo el viaje a Marte, como ejemplo más llamativo—, planteando situaciones sin llegar a resolverlas, haciendo planes de los que el lector tan solo va a conocer el resultado y no su desarrollo, hurtando partes importantes del relato, sí, pero haciéndolo frenético a cambio. No hay tiempos muertos, algo que a la postre se revela muy positivo para la novela, al no dar un descanso reflexivo al lector, tanto si se refiere a lo más cotidiano dentro de lo extraordinario —incidiendo en que el espíritu humano termina por acostumbrarse a todo, por extremo que sea, si se le da suficiente tiempo— como a los momentos de intensa tensión. Márquez hace gala de una humorística ironía, de un duro e irreverente sarcasmo, de cierto pesimismo sobre la naturaleza humana, y de un sutil surrealismo que hay que aceptar como parte del juego narrativo.
El autor juega hábilmente con el recurso de la elipsis, saltándose largos periodos de tiempo —todo el viaje a Marte, como ejemplo más llamativo—, planteando situaciones sin llegar a resolverlas, haciendo planes de los que el lector tan solo va a conocer el resultado y no su desarrollo, hurtando partes importantes del relato, sí, pero haciéndolo frenético a cambio. No hay tiempos muertos, algo que a la postre se revela muy positivo para la novela, al no dar un descanso reflexivo al lector, tanto si se refiere a lo más cotidiano dentro de lo extraordinario —incidiendo en que el espíritu humano termina por acostumbrarse a todo, por extremo que sea, si se le da suficiente tiempo— como a los momentos de intensa tensión. Márquez hace gala de una humorística ironía, de un duro e irreverente sarcasmo, de cierto pesimismo sobre la naturaleza humana, y de un sutil surrealismo que hay que aceptar como parte del juego narrativo.
En realidad, poco hay de nuevo en las situaciones retratadas, tantas veces explotadas en otras tantas obras post apocalípticas y en el género zombie —por mucho que aquí no aparezcan propiamente «muertos vivientes»—, bebiendo de fuentes tan dispares como La carretera, The Walking Dead o Crónicas Marcianas. El encierro de los supervivientes en las casas, la formación del grupo, la desolación y soledad de un mundo desierto, las carreteras vacías, los coches abandonados, los supermercados y centros comerciales saqueados, la búsqueda del prometido último refugio, la muerte que acecha inmisericorde y sorpresiva, la atmósfera irrespirable, la amenaza inesperada… Así que lo importante, parece darse cuenta, no es tanto lo que cuenta sino la forma de contarlo: La subversión de los tópicos, el giro irónico intencionadamente rompedor, el uso de los clichés del género para hablar de algo totalmente distinto —¿o tal vez no tanto?—.
Existe una evidente «ruptura» del verismo en lo narrado, que fuerza al límite la suspensión de la incredulidad, en la transición de la primera a la segunda parte. En la primera, en la Tierra devastada, pueden suceder —y suceden— muchas cosas «fantásticas», desde la catástrofe propiamente dicha hasta la existencia de ciertos mutantes que, teniendo su razón de ser, no rompen la coherencia «interna» del relato. Pero dentro de la enorme elipsis que lleva a Marte —y que tan conveniente le resulta al autor—, en ese periodo no narrado, se supone que suceden algunas cosas que para el lector avezado de ciencia ficción —casi podría decirse que para el lector un poco analítico— son un tanto indigeribles. Pero, ¿qué importa si alguien es capaz de aprender a pilotar una nave espacial mediante los esquemas que un piloto de aviones le dibuja en un papel? ¿Qué importa si nadie tiene los conocimientos médicos para poner a alguien en sueño profundo? Da igual si los supervivientes controlan la nave o la misma vuela en piloto automático con un destino preprogramado. Lo importante es llegar donde llegan y las consecuencias de semejante viaje. Las tensiones, los retos, los futuros posibles que se desprenden de semejante epopeya. Y, tal vez, descubrir que por muy lejos que vaya el ser humano siempre llevará consigo sus pasiones y defectos.
Los últimos es una excelente lectura literaria, estilística y narrativamente hablando, aunque no se pueda decir que sea buena «ciencia» ficción, sino más bien una destacada fantasía de anticipación de la escuela «bradburyana». Una anticipación con mensaje, reflexiva y, sobre todo, entretenida. Posiblemente gustará más a los neófitos o a quienes en esta «ciencia ficción» busquen más la ficción que la ciencia que a los lectores con «callo» en el género. Se trata de una lectura para disfrutar mientras fluye, no para analizar sino para dejarse llevar por las imágenes, por los sentimientos, sin buscar una imposible coherencia científica o tecnológica, sino para desentrañar la alegoría sobre la huida vital que encierra. Y como buena alegoría, como la deconstrucción bíblica que es, el final, totalmente abierto, en realidad es un principio que deja muchas e intrigantes preguntas. Preguntas que, es de suponer, son las que estaban en la mente de Márquez al embarcar a sus lectores en esta aventura, y que cada uno de ellos debe responder a su propio gusto, según quiera interpretar la poderosa escena final.
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