Una novela de zombis.
M.R. Carey.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2015. Título original: The Girl with All the Gifts. Traducciön: Manuel Mata. 409 páginas.
No vamos a llamarnos a engaño, el subtítulo español de la novela, «una novela de zombis», lo deja muy claro, así que el lector ya sabe qué esperar, ¿no? Pues posiblemente se encuentre desencaminado, y no porque, en efecto, la novela no verse sobre una catastrófica epidemia que ha dejado un mundo devastado a su paso convirtiendo en auténticos muertos vivientes a los afectados, sino por el enfoque que el autor imprime a la trama, con un decidido carácter «cientifista», mostrando una investigación médica, en cuyo centro se encuentra la joven Melanie del título, que busca descubrir una posible cura para el patógeno conocido que ha causado la pandemia. Si por su planteamiento un buen número de «novelas de zombis» pertenecen sin dudarlo a la fantasía, incluso a lo sobrenatural, Carey dirige su obra con decisión hacia una ciencia ficción catastrofista, con intento de explicación del fenómeno incluida. Eso sí, como parece suele ser también habitual en el resto del «género» a los infectados no se les llama zombis —tal término sólo aparece una vez en todo el texto interior—, sino «hambrientos», por la forma de actuar que en ellos imprime la infección.
A sus diez años, Melanie es una niña muy especial, superdotada, inquisitiva, curiosa, imaginativa, inteligente y observadora, ama los libros, va contenta a clase todos los días, de lunes a viernes, y tiene a una preferida entre todos sus profesores, la señorita Justineau. Su vida, sin embargo, también es especial. Vive bajo tierra en una especie de base militar, encerrada en una celda, y todas las mañanas unos soldados, sus carceleros-vigilantes, la atan a una silla de ruedas y la llevan al aula junto a un grupo de niños en su misma situación. Su comportamiento es de lo más normal, no obstante, hasta que huele la carne humana, momento en que le entra un hambre terrible y cualquier pensamiento racional empieza a abandonarla.
En presente y en tercera persona, con una prosa tan directa como eficaz, Carey empieza la novela jugando con las expectativas de los lectores, dosificando la información y dejando caer datos chocantes que van revelando un contexto inquietante. Y lo hace a través de unos personajes —al menos tres de los cuatro principales— bien dibujados, profundos, con sentimientos, de esos que hacen que el lector empatice con sus vicisitudes por extremas que sean.
Melanie está fascinada por los cuentos de hadas y por los mitos griegos, en especial por el de Pandora —«la chica con todos los dones»— y Epimeteo, y la caja que contenía todos los males del mundo. Un mito que tendrá gran simbolismo a lo largo del relato. Desde una inicial ignorancia sobre lo que hay en el exterior, con el aprendizaje de unas lecciones sobre un mundo que ya no existe y que han quedado anticuadas por el desarrollo de la catástrofe, la niña cambia conforme avanza la trama, al mismo tiempo que va conociendo, y el lector junto a ella, la situación en que se encuentra su mundo. El choque entre lo que le han enseñado y la realidad a la que se enfrenta fuera de su encierro es un shock para el que pocos estarían preparados y ella sólo puede refugiarse en el amor incondicional, y bastante platónico, que siente por su maestra. Una maestra, Helen Justineau, que lidia con sus propios dilemas, pero que no puede negar el afecto y la fascinación que Melanie causa en ella. Decidida a protegerla incluso de sí misma, en un mundo sin esperanza, la señorita Justineau intenta buscar un resquicio de cordura, un brote de humanidad por el que merezca la pena seguir luchando, y se le hace muy difícil encontrarlo. Y sus compañeros de aventura no es que le ayuden en la tarea precisamente.
Como parte destacada de la trama, dentro del enfoque de investigación de la pandemia, Carey plantea con acierto el enfrentamiento entre científicos y militares a través de los otros dos protagonistas principales, el sargento Parks y la doctora Caroline Caldwell, tan inflexible el uno como la otra en sus propósitos, pero que tendrán que lidiar ambos con una situación que no esperaban. El soldado representa lo más rígido, y quizá demasiado arquetípico, de la mentalidad militar, siempre dispuesto a liderar e imponer sus propósitos y decisiones, mientras la obsesionada doctora personifica a la perfección la ciega búsqueda de un remedio al precio que sea, vendiendo el alma si es necesario y dejando a un lado la ética, un producto deshumanizado de la desesperación ante la, aparentemente, irremediable desaparición de la humanidad como tal. Mientras Parks no deja de ser el típico mando militar autoritario y cuadriculado que arrastra viejas «heridas» interiores como gran intento de dotarlo de cierta profundidad, Caldwell es un personaje tan bien construido que, a pesar de lo odiosa y despreciable que resulta, es imposible no sentir que de alguna manera sus acciones están plenamente justificadas ante el bien mayor que espera encontrar, aunque haya perdido su propia humanidad y empatía por el camino.
El desastre global, el apocalipsis zombi, se hace patente en el escenario de una Gran Bretaña donde la menguada población se confina en pequeños reductos como Beacon y otras pequeñas instalaciones militares, donde se supone que la población no afectada intenta restablecer la civilización, o sobrevive como puede en la campiña como los errantes, salvajes y violentos «chatarreros», aquellos no infectados que nunca buscaron refugio tras la seguridad de los muros de una de las pocas ciudades supervivientes. El resto de grandes urbes permanecen abandonadas, como la propia Londres, fantasmagórica y amenazante, con la sola presencia de los inquietantes hambrientos pululando por sus vacías calles.
No es una novela que se sumerja especialmente en el horror de los hambrientos, no es una novela propiamente «de miedo», no se recrea en escenas truculentas, aunque tensión abundante sí que haya, y en ese sentido la trama es bastante sencilla, un grupo de personas de caracteres contrapuestos que deben unirse para encontrar refugio en un mundo lleno de peligros. Versa en buena parte sobre la confianza sin límites; sobre la relación afectiva y de admiración mutua que se establece entre las que hubieran podido ser una hija y su madre; sobre el amor incondicional y los sacrificios que comporta; sobre dilemas morales que llevan a decisiones difíciles, sino imposibles, de tomar; sobre la supervivencia de la especie —y su merecimiento o no—; y sobre un viaje de autodescubrimiento, desde la inocencia a una resignada y forzada madurez, de una niña que ve cómo cambian todos los parámetros de su existencia, todo lo que creía saber, y se ve forzada a aplicar a los dilemas que surgen a su paso todos los conocimientos que le han sido transmitidos. Y, en pos del disfrute y la credulidad, el lector debe tener en todo momento en mente lo muy «especial» que es Melanie, sobre todo cuando empiece a actuar de forma poco corriente y muy por encima de lo que es esperable en una niña de diez años.
Pero, tampoco hay que preocuparse, también es una novela con acción y muertes suficientes, asaltos, huidas desesperadas, desmembramientos y misterios por resolver, con la investigación y explicación médicas y científicas perfectamente fusionadas con el horror de lo narrado. Mientras se explica en profundidad el origen causante de la «enfermedad» y los intentos por combatirlo, la «segunda» mitad del libro es una huida a través de tierra hostil en la que todo el drama adquiere resolución y donde el autor va añadiendo nuevos «ingredientes» para dar mayor dimensión al problema.
Y entonces llega la decisión final, terrible pero perfectamente coherente con todo lo que, desde el mismo principio Carey ha plasmado de la personalidad de los protagonistas, suponiendo un cierre ideal, triste, oscuro y ¿esperanzador? para la novela.
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Reseña de otras obras del autor (como Mike Carey):
M.R. Carey.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2015. Título original: The Girl with All the Gifts. Traducciön: Manuel Mata. 409 páginas.
No vamos a llamarnos a engaño, el subtítulo español de la novela, «una novela de zombis», lo deja muy claro, así que el lector ya sabe qué esperar, ¿no? Pues posiblemente se encuentre desencaminado, y no porque, en efecto, la novela no verse sobre una catastrófica epidemia que ha dejado un mundo devastado a su paso convirtiendo en auténticos muertos vivientes a los afectados, sino por el enfoque que el autor imprime a la trama, con un decidido carácter «cientifista», mostrando una investigación médica, en cuyo centro se encuentra la joven Melanie del título, que busca descubrir una posible cura para el patógeno conocido que ha causado la pandemia. Si por su planteamiento un buen número de «novelas de zombis» pertenecen sin dudarlo a la fantasía, incluso a lo sobrenatural, Carey dirige su obra con decisión hacia una ciencia ficción catastrofista, con intento de explicación del fenómeno incluida. Eso sí, como parece suele ser también habitual en el resto del «género» a los infectados no se les llama zombis —tal término sólo aparece una vez en todo el texto interior—, sino «hambrientos», por la forma de actuar que en ellos imprime la infección.
A sus diez años, Melanie es una niña muy especial, superdotada, inquisitiva, curiosa, imaginativa, inteligente y observadora, ama los libros, va contenta a clase todos los días, de lunes a viernes, y tiene a una preferida entre todos sus profesores, la señorita Justineau. Su vida, sin embargo, también es especial. Vive bajo tierra en una especie de base militar, encerrada en una celda, y todas las mañanas unos soldados, sus carceleros-vigilantes, la atan a una silla de ruedas y la llevan al aula junto a un grupo de niños en su misma situación. Su comportamiento es de lo más normal, no obstante, hasta que huele la carne humana, momento en que le entra un hambre terrible y cualquier pensamiento racional empieza a abandonarla.
En presente y en tercera persona, con una prosa tan directa como eficaz, Carey empieza la novela jugando con las expectativas de los lectores, dosificando la información y dejando caer datos chocantes que van revelando un contexto inquietante. Y lo hace a través de unos personajes —al menos tres de los cuatro principales— bien dibujados, profundos, con sentimientos, de esos que hacen que el lector empatice con sus vicisitudes por extremas que sean.
Melanie está fascinada por los cuentos de hadas y por los mitos griegos, en especial por el de Pandora —«la chica con todos los dones»— y Epimeteo, y la caja que contenía todos los males del mundo. Un mito que tendrá gran simbolismo a lo largo del relato. Desde una inicial ignorancia sobre lo que hay en el exterior, con el aprendizaje de unas lecciones sobre un mundo que ya no existe y que han quedado anticuadas por el desarrollo de la catástrofe, la niña cambia conforme avanza la trama, al mismo tiempo que va conociendo, y el lector junto a ella, la situación en que se encuentra su mundo. El choque entre lo que le han enseñado y la realidad a la que se enfrenta fuera de su encierro es un shock para el que pocos estarían preparados y ella sólo puede refugiarse en el amor incondicional, y bastante platónico, que siente por su maestra. Una maestra, Helen Justineau, que lidia con sus propios dilemas, pero que no puede negar el afecto y la fascinación que Melanie causa en ella. Decidida a protegerla incluso de sí misma, en un mundo sin esperanza, la señorita Justineau intenta buscar un resquicio de cordura, un brote de humanidad por el que merezca la pena seguir luchando, y se le hace muy difícil encontrarlo. Y sus compañeros de aventura no es que le ayuden en la tarea precisamente.
Como parte destacada de la trama, dentro del enfoque de investigación de la pandemia, Carey plantea con acierto el enfrentamiento entre científicos y militares a través de los otros dos protagonistas principales, el sargento Parks y la doctora Caroline Caldwell, tan inflexible el uno como la otra en sus propósitos, pero que tendrán que lidiar ambos con una situación que no esperaban. El soldado representa lo más rígido, y quizá demasiado arquetípico, de la mentalidad militar, siempre dispuesto a liderar e imponer sus propósitos y decisiones, mientras la obsesionada doctora personifica a la perfección la ciega búsqueda de un remedio al precio que sea, vendiendo el alma si es necesario y dejando a un lado la ética, un producto deshumanizado de la desesperación ante la, aparentemente, irremediable desaparición de la humanidad como tal. Mientras Parks no deja de ser el típico mando militar autoritario y cuadriculado que arrastra viejas «heridas» interiores como gran intento de dotarlo de cierta profundidad, Caldwell es un personaje tan bien construido que, a pesar de lo odiosa y despreciable que resulta, es imposible no sentir que de alguna manera sus acciones están plenamente justificadas ante el bien mayor que espera encontrar, aunque haya perdido su propia humanidad y empatía por el camino.
El desastre global, el apocalipsis zombi, se hace patente en el escenario de una Gran Bretaña donde la menguada población se confina en pequeños reductos como Beacon y otras pequeñas instalaciones militares, donde se supone que la población no afectada intenta restablecer la civilización, o sobrevive como puede en la campiña como los errantes, salvajes y violentos «chatarreros», aquellos no infectados que nunca buscaron refugio tras la seguridad de los muros de una de las pocas ciudades supervivientes. El resto de grandes urbes permanecen abandonadas, como la propia Londres, fantasmagórica y amenazante, con la sola presencia de los inquietantes hambrientos pululando por sus vacías calles.
No es una novela que se sumerja especialmente en el horror de los hambrientos, no es una novela propiamente «de miedo», no se recrea en escenas truculentas, aunque tensión abundante sí que haya, y en ese sentido la trama es bastante sencilla, un grupo de personas de caracteres contrapuestos que deben unirse para encontrar refugio en un mundo lleno de peligros. Versa en buena parte sobre la confianza sin límites; sobre la relación afectiva y de admiración mutua que se establece entre las que hubieran podido ser una hija y su madre; sobre el amor incondicional y los sacrificios que comporta; sobre dilemas morales que llevan a decisiones difíciles, sino imposibles, de tomar; sobre la supervivencia de la especie —y su merecimiento o no—; y sobre un viaje de autodescubrimiento, desde la inocencia a una resignada y forzada madurez, de una niña que ve cómo cambian todos los parámetros de su existencia, todo lo que creía saber, y se ve forzada a aplicar a los dilemas que surgen a su paso todos los conocimientos que le han sido transmitidos. Y, en pos del disfrute y la credulidad, el lector debe tener en todo momento en mente lo muy «especial» que es Melanie, sobre todo cuando empiece a actuar de forma poco corriente y muy por encima de lo que es esperable en una niña de diez años.
Pero, tampoco hay que preocuparse, también es una novela con acción y muertes suficientes, asaltos, huidas desesperadas, desmembramientos y misterios por resolver, con la investigación y explicación médicas y científicas perfectamente fusionadas con el horror de lo narrado. Mientras se explica en profundidad el origen causante de la «enfermedad» y los intentos por combatirlo, la «segunda» mitad del libro es una huida a través de tierra hostil en la que todo el drama adquiere resolución y donde el autor va añadiendo nuevos «ingredientes» para dar mayor dimensión al problema.
Y entonces llega la decisión final, terrible pero perfectamente coherente con todo lo que, desde el mismo principio Carey ha plasmado de la personalidad de los protagonistas, suponiendo un cierre ideal, triste, oscuro y ¿esperanzador? para la novela.
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Reseña de otras obras del autor (como Mike Carey):
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