C.J. Tudor.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Plaza & Janés. Barcelona, 2018. Título original: The Chalk Man. Traducción: Carlos Abreu. 350 páginas.
El Hombre de Tiza es un thriller de misterio y asesinatos que sabe perfectamente en qué liga juega. Dos líneas temporales. 1986. Un pequeño pueblecito cercano a la costa sur de Inglaterra —no, esta vez la acción no tiene lugar en Maine o alguna localización del medio oeste estadounidense— no demasiado grande, un tórrido verano, un grupo de amigos, cuatro chicos y una chica, las bicicletas, las escapadas, una feria, un recién llegado al pueblo, un cubo de tizas, un juego, la tensión anticipada de un atroz crimen... 2016. Los amigos, ya hombres, empiezan a barruntar que el caso no estaba tan cerrado como parecía. El morbo sigue vivo y quizá haya a quien interese resucitar su memoria. Y uno de ellos, el narrador en primera persona, echa la vista atrás, testigo de los eventos de antaño y de ahora. Y sí, si se piensa en Stephen King como referente más evidente no se estaría demasiado desencaminado, pero la autora consigue despegarse de su sombra y ofrecer una trama llena de suspense, tanto por conocer la identidad de la víctima como la de su asesino, que captura la atención desde su inicio. Tudor sabe manejar la intriga, distribuyendo las sospechas, adelantando pequeñas confidencias en una de las línea temporal que se verán plasmadas posteriormente en la otra.
Anderbury, un pintoresco pueblo a pocos minutos en coche de las playas de Bournemouth. En el verano en que Eddie Addams tenía doce años acude a la feria con sus amigos, Gav el Gordo, Metal Mickey, David “Hoppo” Hopkins y Nicky, la única chica. Allí será testigo de un sangriento accidente y de paso conocerá al Hombre Pálido, el señor Halloran, un nuevo profesor que debe incorporarse a su colegio cuando se inicie el lejano próximo curso. En ese momento todavía nada parece anticipar los sucesos de ese verano, unos sucesos que marcarán todas sus vidas. En la actualidad, Ed se ha convertido en un profesor en el instituto local y vive todavía en la vieja casa familiar, donde tiene alquilada una habitación a una treintañera estrafalaria llamada Chloe que le hace cuestionarse unas cuantas de sus convicciones. Atormentado por una serie de sueños lúcidos, intenta dedicar más tiempo a darse a la bebida que a pensar en el pasado, hasta que la recepción de una inesperada carta postal volverá a traerlo todo a un primer plano en su mente.
La pandilla de Eddie, al que sus amigos llaman Eddie Munster por cierto personaje perteneciente a una famosa familia televisiva, son adolescentes de lo más normales, deseosos de disfrutar del verano y a ser posible, dado que no pertenecen precisamente al grupo de los más populares, escapando de las atenciones de los matones locales. Irónicamente uno de los peores entre ellos resulta ser hermano de un miembro del grupo, con quien tendrán algún encontronazo. Así que, cuando Gav recibe como regalo un cubo de tizas, ¿qué mejor que inventarse un código basado en dibujos y figuras esquemáticas para pasarse mensajes secretos entre ellos? Algo que sólo la pandilla conozca. Un mero juego, una inocente diversión para evitar atenciones no deseadas que desembocará en algo mucho más siniestro cuando empiecen a aparecer dibujos de monigotes que ninguno de ellos dice haber hecho.
El terrible accidente en la feria pone en marcha unos acontecimientos que treinta años después siguen siendo pasto de la rumorología local. Hay secretos que quizá estarían mejor enterrados, pero una vez que se empieza a tirar del hilo parece inevitable llegar hasta su final. La autora genera un clima inquietante, de desconfianza y duda hacia muchos de los personajes, cambiando de sospechosos conforme los detalles y motivaciones se van desvelando al ritmo que el narrador prefiere. Eddie es un coleccionista, un tanto cleptómano, de todo tipo de objetos inútiles y va a ir mostrando los hechos como si de unos objetos más de su colección, en este caso de su memoria, se tratara. El estilo de escritura varía ligeramente en su tono según la línea temporal, pero sin olvidar nunca que es el mismo protagonista quien narra todos los eventos, actuales y pasados, desde su particular perspectiva, quizá no precisamente de lo más objetiva, lanzando su sombra de adulto, en forma de reflexiones actuales, sobre su yo infantil.
Las amistades son puestas a prueba y a veces no resisten la tensión generada. La infancia esculpe lo que cada uno ha de ser de adulto, y aquí Tudor juego un poco, sin abusar, con la nostalgia de los ‘80, con el idílico territorio de la infancia. La culpa y los remordimientos pasan factura mucho tiempo después de que tuvieran lugar aquellas cosas que las motivaron. Las heridas se reabren y los secretos envenenan los corazones. Se crean muros que se hacen de silencios, de todo aquello que no se llega a decir y que se acarrea en el alma como un peso muerto, tanto para quien no lo deja salir como para quien sabe que algo ha quedado en el aire sin desvelar, pendiente de una conversación que quizá nunca llegue a tener lugar. Y de repente los adultos descubren que no sabían tanto como pensaban, que a sus yo adolescentes se les escapaban muchos detalles de las actuaciones de los adultos que los rodeaban, que las conversaciones escuchadas a escondidas encerraban un significado que entonces no podían llegar a intuir y que sólo ahora, recordadas, van a adquirir dimensión dentro del misterio que todavía en 2016 rodea los sucesos de aquel verano. La importancia del trabajo de su madre, los manifestantes ante su clínica, las diatribas del pastor local, que para más inri es el padre de Nicky, por quien el adolescente Eddie bebe los vientos, las consecuencias del accidente en la feria, las visitas al bosque...
Gracias a una prosa fluida y sencilla la novela se convierte en una lectura rápida y elocuente, un pasapáginas con un ritmo en todo momento sostenido, que juega hábilmente con la tensión anticipada por medio de cliffhangers al final de cada capítulo alternando pasado y presente. Poco a poco las cosas se enrevesan de forma harto complicada, con pistas —algunas demasiado evidentes, otras muy crípticas— y revelaciones que se van amontonando hacia el final haciendo saltar todo por los aires. Este es un libro de consecuencias, de causa y efecto. Los secretos y heridas tanto tiempo ocultos salen a la luz, y es difícil afirmar que nadie estuviera preparado para ello. De su envoltorio de intriga van surgiendo temas subyacentes como el fanatismo religioso, el control de la natalidad y el aborto, la hipocresía, los secretos envenenados de los pequeños pueblos, el amor y la pérdida, el abuso, el final de la infancia, las oportunidades perdidas o los remordimientos.
Tudor hace alguna pequeña trampa narrativa, incluyendo un giro final que no se encontraba sugerido de forma explícita en lo narrado hasta el momento, aunque es cierto que lo justifica de la mejor manera para que el lector no se sienta estafado en absoluto. En realidad, tan sólo había que mirar más allá de lo obvio. La misma autora, en boca de su protagonista, habla de los trucos empleados por los directores de cine para mantener el suspense, dirigiendo la atención hacia un lado mientras la resolución está en dirección contraria. Se asegura de crear las dudas, de lanzar sus sospechas sobre los silencios, sobre los sentimientos de culpabilidad, sobre ciertas ausencias. El mismo protagonista lo viene a decir: Incluso las buenas acciones, las mejores intenciones, tienen su castigo.
Tenía buena pinta hasta que leí lo de la trampa en el final que comentas, ya que el empleo de este tipo de trucos es algo que me molesta bastante.
ResponderEliminarBuena reseña, pero no sé si apuntarlo como lectura futura.
Saludos
Hola, Javi.
ResponderEliminarLa trampa poco tiene que ver con la resolución, que está muy bien llevada (aunque la identidad del asesino, al menos a mí, se hace evidente desde mucho antes de la resolución), sino con el propio narrador, que no es quizá de lo más fiable en todo lo que cuenta y cómo lo cuenta. Que no sea eso lo que te impida leer la novela si te atrae por la trama.
Saludos