Gwendolyn Kiste.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Dilatando Mentes Editorial. Col. Línea General. Alicante, 2020. Título original: The Rust Maidens. Traducción: José Ángel de Dios. Ilustración de portada e interiores: Juan Alberto Hernández. 303 páginas.
Nostalgia, tristeza, rebelión, amistad y un terrible sentimiento de soledad. Es esta una novela tranquila, marcada por un horror silencioso con el poder de estremecer al lector, que atrapa el corazón y no lo suelta. Es una historia de amistad, de profundo amor incluso, dolorosa y terriblemente bella. De denuncia y de aceptación. Mientras avanzaba en su lectura iba archivando mentalmente en mi memoria —nunca tomo notas, me saca de la historia— una serie de ideas sobre las que escribir en esta reseña, claves y temas sobre los que Kiste hablaba en sus páginas: la fuerza de la amistad, el feminismo y la sororidad, la ironía del mensaje ecologista ante la degradación medioambiental provocada por la fábrica de acero de la que dependen demasiadas personas como para no sufrir por su cierre, la lucha laboral condenada de antemano, la imposibilidad de escapar del pasado, el paso de la adolescencia a la madurez, la soledad, la necesidad de una meta para escapar de la repetición de esquemas manidos y caducos, la validez del género para plasmar ideas de lo más poderosas…, y entonces, terminada la novela en sí, me leo el magnífico Postfacio escrito por Silvia Broome y veo que ya ha tocado uno por uno todos los temas, diseccionando la novela mucho mejor de lo que yo hubiera podido hacer nunca. ¡Cuánto la odio! Bueno, habrá que hacer como que no lo he leído y a ver qué sale.
La novela, narrada desde la privilegiada primera persona de Phoebe, testigo principal de los hechos, se encuentra dividida en dos líneas, saltando con agilidad de una a otra para completar toda la historia, con un tono entre un descarnado realismo social y una alegórica, casi onírica, fantasía. El presente en el que la mujer regresa al hogar familiar, veintiocho años después de haberlo dejado, y el pasado, a principios de los ‘80, en que la joven, en la encrucijada de decidir los pasos a seguir que marcarían su futuro, tuvo que enfrentarse a la más difícil de las decisiones. Phoebe se marchó de Cleveland y se juró no volver a mirar atrás, pero los fantasmas del pasado son imposibles de evitar. La vida son ciclos, y a veces resulta inevitable descubrir que el retorno es también un reinicio. El misterio de lo acontecido a Jacqueline y al resto de muchachas se confunde con los eventos actuales, que parecen indicar que nunca hay un cierre definitivo y que la vida está condenada a repetir sus esquemas.
Subyace el retrato del barrio obrero del pasado, en un momento realmente difícil, pero bullente de familias y de vida, y el del presente del retorno de Phoebe, con un lugar que ha cambiado irremediablemente, casi abandonado, imbuyendo todo el relato de una ineludible tristeza, de un sentimiento de inevitable condenación. Surge de todo ello el descarnado retrato de un capitalismo que trata a las personas como meras piezas desechables de la maquinaria productiva, y que esconde el horror y el desánimo que cada noche ocultan las cortinas de las modestas viviendas. El desánimo de años de luchas laborales que empiezan a demostrarse inútiles ante la trituradora del mercado y de los altos cargos de la fábrica. La palpable tristeza, la rabia oculta buscando una válvula de escape, la desazón de no poder cuidar de la familia o de ofrecerle un futuro decente, la violencia soterrada. Cada hogar oculta un drama latente.
Y surge, sobre todo, el retrato de unas chicas en el último año de instituto, a punto de dar el paso que marcará su entrada en la edad adulta, en la toma de responsabilidades, pero sin un futuro real, sin esperanzas, ofreciendo máscaras a todos los que las contemplan, en una transformación que había comenzado mucho antes de mostrarse a la vista. En una década en que las mujeres parecían invisibles, condenadas a repetir los patrones ya representados por sus madres, son estas unas chicas en ese difícil momento de la adolescencia en que se encuentran definiendo su personalidad, sus objetivos, descubriendo que quizá no tienen más futuro que perpetuar los roles que la sociedad les impone, que no hay salidas milagrosas a su desdichado presente. Y que son sus propias familias las que ahogan sus aspiraciones. Chicas pues sin verdaderas ilusiones, derrotadas antes de poder haber luchado siquiera, sin más futuro que perpetuar el statu quo. Y, no obstante, son en muchos casos las mujeres las que sostienen en pie todo el entramado del barrio, las que con su callada labor, sin recompensa y nunca valoradas, soportan sobre sus hombros la pesada carga de mantener en marcha a sus familias. Hay, por supuesto, rencillas, maledicencias, odios y pequeñas ruindades en sus acciones, pero en el fondo es el amor hacia los suyos lo que perdura, aún a pesar de lo mal dadas que les hayan venido las cartas. Una dicotomía que muestra la terrible injusticia cometida con ellas durante demasiado tiempo, condenadas a ser sostén sin ser tenidas en consideración en realidad.
Ilustración: Juan Alberto Hernández |
Es muy significativo el dilatado momento en que la protagonista va haciéndose descarnadamente consciente de que el mundo no gira a su alrededor, que ella en realidad no es la protagonista de esta historia y que sus sentimientos no entran en la ecuación del destino de unas jóvenes que intentan seguir su propio camino, a pesar de precisamente no vislumbrar ninguno ante ellas, y al que solo el apoyo mutuo puede convertir en realidad. Sus deseos no pueden imponerse a la voluntad ajena, y la soledad, intuida desde las primeras páginas de su retorno, va a golpearla con fuerza inusitada, descubriendo que la posibilidad de perder a las chicas sería perderse de alguna forma ella misma. Hay en las decisiones de Phoebe una declaración de auténtico y puro amor; desinteresado y doloroso. Mientras poderes políticos, religiosos, familiares o sociales intentan hacerse con el control de la situación, imponer su opinión o soluciones, ella va a descubrir que lo único realmente importante es la amistad, y que la amistad, verdadera y entregada, no exige nada a cambio.
Es esta una novela que remueve conciencias, visceral, nostálgica, triste y rabiosa, que debe ser leída en el momento ideal con la mente preparada para ser golpeada interiormente, y que Dilatando Mentes ha traído al mercado español convertida en una hermosa obra de arte, mucho más allá del mero objeto de consumo, gracias a la magnífica presentación física, a las ilustraciones de Juan Alberto Hernández, el prólogo de Antonio Torrubia, el citado maravilloso postfacio de Silvia Broome, y a una traducción que en todo momento se encuentra a la altura de la historia haciendo muy agradable la lectura. Más libros así, por favor.
La mía va el lunes que viene, pero coincidimos bastante en las sensaciones. Esa opresión que genera la pequeña calle Denton, ese sentimiento de no poder soñar con un futuro,... no sé, es una novela muy dura y a la vez con cierta esperanza. Un abrazo Santi :)
ResponderEliminarVamos pisándonos las reseñas ;-)
ResponderEliminarY sí, para mí el horror de la novela es esa desesperanza de casi todos los personajes, de no tener futuro laboral ni aspiraciones ni salida. Y me encanta el giro de la parte del "presente", donde parece que todo va a repetirse pero no ;-)
Saludos.