Connie Willis.
Reseña de: Santigo Gª Soláns.
Nova. Barcelona, 2020. Título original: Doomsday Book. Traducción: Rafael Marín Trechera. ilustración de cubierta: Christopher Gibbs. 778 páginas.
Instrucciones de lectura: la presente novela, sin que fuera su intención original, debe ser leída como si de una ucronía divergente de nuestro pasado cercano se tratara. En un momento indeterminado de finales del siglo XX el desarrollo tecnológico, sobre todo en comunicaciones telefónicas, no tuvo el salto adelante que nosotros sí hemos vívido, no cumpliéndose la arrolladora irrupción de smartphones y tabletas, y quedándose los adelantos en telefonía principalmente en videollamadas con aparatos fijos —hay móviles, pero deben ser los menos—. Tampoco tuvo lugar el Brexit, porque en el presente de 2054 se ven por las calles grupos de presión que siguen abogando por la salida del Reino Unido de la CE; y aunque hubo una pandemia cuyo recuerdo todavía perdura la misma tan solo duró unas pocas semanas. Establecidas estas bases para el correcto disfrute, la novela es una agobiante carrera contra la enfermedad y los contratiempos. El claro ejemplo de aquello de que si una cosa puede ir mal irá peor. Con esta obra la autora abría su serie de los Historiadores de Oxford, a la que también pertenece la excelente Por no mencionar al perro, presentando en esta ocasión una historia de viajes en el tiempo al siglo XIV, entremezclada con un relato casi catastrofista de epidemias y cuarentenas en el Oxford del futuro más o menos cercano. Willis ofrece una ciencia ficción más social que tecnológica —el mecanismo científico del viaje del tiempo, aún repleto de reglas coherentes para su realización y ajuste, nunca llega a ser explicado, por ejemplo—, más preocupada por el retrato fidedigno de la Edad Media que de un consistente principio de la segunda mitad del siglo XXI. Y consigue el objetivo con creces, involucrando de forma inmersiva al lector en una historia de sufrimiento, dolor, coraje, autosuperación, mucho enredo y confusiones casi wodehouseanas marca de fábrica de Willis —como la búsqueda infructuosa del paradero del rector—, esperanza en la desesperación, fragilidad y fortaleza humanas. Una historia de la plaga que sigue muy vigente, como ucronía si se quiere, hoy en día.
La narración en tercera persona, siguiendo principalmente a Kivrin y a Dunworthy, se va a desdoblar así en dos líneas separadas por el tiempo, pero de alguna manera paralelas y que se reflejan entre sí, en un periodo navideño ligeramente desplazado en las fechas concretas debido a las discrepancias entre el calendario juliano y el gregoriano imperante en uno y otro. La autora, para dar mayor información al lector —y dramatismo al texto, cabría decir—, incluye entre capítulos y épocas algunas grabaciones en primera persona de voz de Kivrin gracias a un grabador que a modo de espolón óseo se le ha injertado en la mano antes de partir hacia el pasado. Una herramienta que le ayuda como forma de escape, confesión y consuelo, volcando allí sus pensamientos y descubrimientos en una suerte de diálogo unidireccional con su mentor, ante todo lo que le está sucediendo. Unas grabaciones que dan cuenta de la evolución mental a la que debe someterse la joven estudiante, creciendo tanto en conocimientos como emocionalmente mientras la presión en torno a ella va en aumento.
En el presente, todo empieza a volverse algo caótico y Dunworthy debe hacer malabarismos con la creciente preocupación que siente por la situación de su alumna y laa obligación de lidiar con la intendencia y las quejas de quienes han quedado confinados en el Balliol y el New College bajo su responsabilidad, desde unas campanilleras procedentes de EE.UU. que no se resignan a no poder ofrecer su programado concierto de campanas, hasta el inquieto sobrino de su amiga la doctora Ahrens, el adolescente Colin, quien había ido a pasar con ella las navidades y debe cambiar sus planes sobre la marcha. Mientras tanto la investigadora jefe Montoya, asesora histórica para el lanzamiento, pena por el yacimiento en el que está trabajando —supuestamente el del pueblo a la que debe llegar Kivrin en el pasado—, que ha quedado desprotegido fuera del perímetro de la cuarentena impuesta, abandonado bajo una lluvia que podría ser catastrófica para las ruinas que no han sido debidamente tapadas y las que le prohíben volver.
En el pasado Kivrin vivirá en propias carnes las penurias y la generosidad del medievo. Aún habiendo sido acogida, tras ser rescatada en el bosque en un episodio que apenas recuerda, en el seno de la familia del ausente lord Guillaume. Una familia de ascendiente nobiliario con un hogar muy por encima de las comodidades del resto de campesinos y aparceros de la aldea, para la que la vida tampoco es fácil. En el pueblo, una vez restablecida, contará con el apoyo del párroco del lugar, el padre Roche, un iletrado hombre de iglesia que se multiplica para ayudar a todos, con el cariño de las hijas de la familia, la precoz Agnes y la dulce Rosamund, con la amabilidad de la tranquila y resignada madre, Eliwys, y con el desdén y recelo de la estirada abuela, lady Imeyne. Y cuando la enfermedad parezca haberla acompañado hasta allí, la joven se desvivirá por ayudar a todo el mundo. Pero, con las limitadas herramientas y medicinas de la época, se va a ver desesperadamente incapaz.
A través de un magnífico trabajo de investigación sobre el periodo, Willis ofrece una visión desmitificadora de ciertas «verdades» asumidas sobre el medievo, a la vez que no oculta ninguna de sus carencias. Lejos de los más habituales, y casi opuestos, oscurantismo o romantización del periodo, la autora no oculta una realidad de penurias, enfermedades, matrimonios concertados, superstición o muertes prematuras, pero donde también caben la felicidad, las celebraciones, los sueños y los pequeños placeres.
No es esta una historia épica, de batallas o conquistas, pero sí heroica, de esa heroicidad cotidiana, de enfrentar la enfermedad, rehacerse y seguir adelante sin desfallecer ante las adversidades. Sí que es un relato en el que la tensión, sobre todo en una segunda mitad arrebatadora, dramática y desgarradora, no permite el descanso. La incertidumbre de saber si Kivrin podrá volver a encontrar el lugar donde apareció, olvidado en medio de las fiebres de su enfermedad, y donde se abrirá el portal para poder ser traída de vuelta a su presente, si es que logra establecer la fecha para el encuentro, o la multitud de puertas cerradas que se encuentra Dunworthy para poder traerla de vuelta, crece y crece mientras la muerte se ceba alrededor de una y otro. La joven, superada por la situación descubrirá en persona que nada de lo que había estudiado la había preparado para la realidad a la que se enfrenta, a una cultura y costumbres extrañas que no puede ni debe juzgar desde su óptica moderna por mucho que le duelan algunas actitudes abiertamente discriminatorias. Es inevitable en el lector cierta sensación de otredad, de incomprensión desde la óptica actual de ciertas costumbres y tradiciones medievales, de ritos y actitudes que suenan totalmente ajena a nuestra experiencia. Pero, sobre todo, lo que Kivrin no tenía asumido es lo que iba a significarle el contacto día a día con esas personas que murieran mucho tiempo antes de que ella misma naciera, pero que con sus problemas y alegrías, sus creencias y sus gestos de amor, le demuestran que merece la pena luchar por sus vidas.
Willis utiliza la contraposición en la forma de enfocar unos mismos eventos en fechas tan distanciadas, como es la celebración de la Navidad, para contrastar las no siempre amables diferencias entre el pasado y el presente. La hermosa, sincera, digna y contenidamente alegre celebración del padre Roche se enfrenta a la artificiosidad de los fastos del Oxford de 2054. Desde la más solemne llamada a muerte a la festiva interpretación de villancicos, el sonido de las campanas y campanillas sobrevuela como hilo conductor todo el relato, uniendo pasado y futuro, pero obtiene una muy diferente lectura en uno y otro siglo.
La forma de narrar de Willis es de un meticuloso detallismo, lo que hace que en ocasiones la acción no avance tan rápido como se desearía, pero que sirve para ambientar de manera perfecta la historia que está relatando. Y todo ello sin un abuso de la exposición, sino mediante un habilidoso uso de la descripción y muestra de lo que está sucediendo en todo momento. Una narración ingeniosa, medida, puntillosa, irónica, delicada…, en la que todo tiene su sitio, y gracias a la que la autora consigue ofrecer personajes muy humanos y realistas, repletos de aristas y de conflictos, de virtudes y defectos, imperfectos, decentes, enamorados, mentirosos, cobardes, libidinosos, egoístas, entregados, encantadores y odiosos. Siendo la línea del medievo mucho más sombría, es de señalar la importancia que cobra en contraposición la presencia de los secundarios del futuro de 2054, como el mujeriego estudiante William Gaddson y su asfixiante e hiperprotectora madre aficionada a la lectura de los salmos a todo aquel que no pueda huir de su presencia, el grupo de campanilleras estadounidenses con su insistencia ciega, y un tanto prepotente, en dar su concierto contra viento y marea, o el pusilánime Finch, encargado de la intendencia en el Balliol, obsesionado con la burocracia, los suministros y —¡sí!— con las existencias de papel higiénico, que sirven así de contrapunto divertido a la dramática situación en la que todos están inmersos, creando, eso sí, más de un quebradero de cabeza para el ya muy preocupado profesor Dunworthy. Es curioso cómo de entre todo este trasfondo aparentemente secundario, parte del escenario, Willis incluye temas como los de la importancia del rastreo e identificación de los contactos de los contagiados, la necesaria premura de sintetizar una vacuna tras descubrir de qué virus se trata, la complejidad de conseguir descubrir el origen y procedencia del mismo, el uso continuado de EPIs, o los negacionistas de la epidemia, algo muy de actualidad en nuestro presente.
El libro del día del Juicio Final es una auténtica parábola sobre lo que debería ser el auténtico significado de las fechas navideñas; una novela realmente conmovedora y emotiva que se cierra con el corazón en un puño cargado de tristeza. Una tristeza que, no obstante, no puede ocultar un suspiro de satisfacción por el logrado culmen. Para algunos puede resultar una lectura un tanto lenta o falta de acción, pero lo cierto es que, analizado en profundidad, el ritmo es el necesario para acumular tanta tensión y, aunque de hecho sea difícil encontrar un villano más allá de la muy humana ruindad de algunos de los personajes que viven o se acercan a la aldea medieval, eventos no le faltan en absoluto. Se trata de un libro sobre la compasión, el sacrificio personal y la valentía de cuidar a los enfermos sin saber si el siguiente será una misma, sobre ver la luz escondida en la oscuridad y la belleza tras la suciedad. Sobre enfrentarse a fuerzas que le superan a uno, aunque las esperanzas de prevalecer sean escasas o nulas, clamando ante la injusticia, pero sin desfallecer por ello. Una lectura quizá más necesaria ahora que nunca.
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