El maltrato siempre deja cicatrices por mucho que se crea se ha dejado atrás. Y no es la menor un mal gestionado y totalmente injusto sentido de culpabilidad, que lleva a la víctima a responsabilizarse de temas que no le corresponden. Martin construye un relato de engañosa apariencia, muy simple en lo narrativo y terriblemente complejo en sus profundidades psicológicas y reflexivas. A caballo de una ciencia ficción híbrida con el weird y el terror, de un realismo crudo en el que de repente se impone un elemento ajeno, la autora ofrece una historia sobre los monstruos que se ven y aquellos —mucho peores— que permanecen ocultos tras sus máscaras de seres humanos funcionales. Una historia intimista de amor extraño, que versa sobre el maltrato y las víctimas, el abuso, la infidelidad, la resignación y el estrés post traumático, sobre la pérdida y la muerte, sobre la reconstrucción de una vida que no termina de dejar atrás el recuerdo de su calvario, sobre el derecho al placer sin remordimientos, y sobre encarar el futuro con optimismo. Una narración que fluye por multitud de corrientes subterráneas, sugerente, plena de seducción y un toque de erotismo, que no oculta el horror de una lacra a erradicar.
Sheila es una mujer en la cuarentena, divorciada de un marido maltratador. Ha reconstruido su vida, aunque mantiene un perfil casi eremita, dedicada al cuidado de sus plantas y manteniendo contacto con pocas personas fuera del trabajo, apenas con mejor amiga, Felecia. Su rutina se ve de repente interrumpida cuando recibe la noticia de que su ex marido, Dave, ha fallecido en un accidente de avioneta en medio de un pantano en el sur de Georgia y que ella es el único contacto habilitado para identificar su cadáver. Sin deberle nada en absoluto, un mal digerido sentido del deber le hará coger el coche, emprender un viaje de cuatro horas desde Atlanta, encargarse de todos los detalles y papeleos del traslado del cuerpo y de todas las gestiones de su entierro. Lo que no sabe es que en el viaje de regreso a su hogar va a volver acompañada desde la sala de autopsias de un pasajero no invitado.
Es esta una novela con un componente casi teatral, con muy pocos actores y apenas dos o tres escenarios, siendo el principal el hogar de Sheila, lugar donde se desarrolla el grueso del relato. Un hogar repleto de plantas que ella cuida con una dedicación casi obsesiva - compulsiva. La acción de regar macetas y jardín se convierte en una suerte de rito, de tarea necesaria para obtener un estado de tranquilidad. La muerte de su marido debería significar el cierre definitivo de una etapa terrible, un pasar página tras un punto y final, una liberación y un empezar de nuevo haciendo tabula rasa. No obstante, la visión del cadáver y la presencia ineludible de aquello que la ha acompañado hasta su casa van a significar revivir de nuevo oscuras pesadillas. En su perfectamente organizado mundo entra de repente un elemento extraño, perturbador. Terrorífico al principio, al recordarle todo lo vivido con su ex marido. Sugerente y atractivo luego. Sensual y sexual después. Hay un progresivo oscurecimiento de la situación. Al mazazo inicial que supone reencontrarse con un pasado indeseado, se sucede una situación aparentemente atractiva, que invita a la relajación, pero que enseguida da paso a lo inquietante y al horror, a una desconexión con la realidad de consecuencias perturbadoras.
Todo el relato se encuentra perlado de metáforas e imágenes cargadas de profundo simbolismo. Cada planta, cada luz y color, cada referencia literaria, comiquera o cinematográfica —y hay unas cuantas— conduce a mostrar algo de la compleja personalidad de la protagonista, del confuso momento que se encuentra viviendo. El propio título, Hierba, se bifurca en la mente del lector repleto de posibles significados: los restos vegetales que invaden el cadáver de Dave convirtiendo su carne muerta en curioso vergel, el descontrolado crecimiento de las plantas del hogar de Sheila que parece sincronizarse con su estado de ánimo o la hierba que fuma para relajarse llenándola de tantas evocaciones. Junto a ello, también procedente del mundo natural, una palpable humedad rezuma por todo el relato, desde la exuberancia pantanosa de las marismas escenario del accidente hasta la exuberancia neblinosa del trabajo de jardinería de la protagonista, desde el pegajoso calor del sur hasta la viscosidad del oculto polizón que acompaña y hace palpitar el secreto deseo de Sheila, convirtiéndose también en visual ejercicio de un erotismo casi surrealista.
Sheila había echado un cerrojo a su pasado, sin querer pensar siquiera en su matrimonio. Parece haber superado el trauma, pero por desgracia va a descubrir que eso es algo casi imposible de conseguir. Que cuando se abre la puerta a los dolorosos recuerdos reprimidos, la fuerza de su caudal pronto amenaza con romper la presa que con tanto cuidado había construido dentro de su mente. Y cuando la compuerta se abra va a ser muy difícil, sino imposible, volver a cerrarla. Martin muestra en su protagonista unas cicatrices en carne viva, que en realidad nunca se cerraron, dejando muy claro que no hay respuestas fáciles para un problema de semejante calado. Hay aquí un demoledor retrato del monstruo escondido, del maltratador que mina la confianza de su esposa, que la destruye de puertas adentro mientras para muchos de sus amigos y conocidos sigue siendo un perfecto marido. Y luego aparece el monstruo exterior, el ente ajeno, que, sin embargo, quizá sea quien venga a poner un poco de amabilidad en la vida de la protagonista. ¿O más bien no?
Hierba es una novela dura, entre la tragedia y la esperanza, tanto por lo que muestra como por el trasfondo en que navega. Y Sheila es una protagonista terriblemente humana, repleta de inseguridades y muy pocas certezas, de contradicciones, y mucho dolor y rabia reprimidos. Herida, con ganas de retomar una vida que nunca podrá volver a ser lo mismo de antes del trauma. Es una superviviente, lo cual no quiere decir que ya todo esté bien en su existencia por mucho que ella lo intente. De alguna manera, vivía fingiendo, justificando incluso a su verdugo, marcada, aunque ella misma se negase a ver las cicatrices hasta que la evidencia le salta a la vista. La autora no busca soluciones o respuestas fáciles. No las hay. No existe elección entre monstruos, por muy insidiosos o deseables que se muestren en ocasiones. Y el cierre de la novela, ese último párrafo de apenas tres líneas, es tan evocador como difícil de digerir tras la meditada y liberadora decisión de Sheila.
No se puede cerrar lo novela sin hacer mención a la extraordinaria, llamativa y bella edición de la novela corta a cargo de Dilatando Mentes. Con un prólogo a cargo de Soraya Murillo y un postfacio de Amparo Montejano, muy instructivos y que es mejor que cada lector descubra por su cuenta, con una maravillosa portada de Juan Alberto Hernández, con un interior profusamente decorado, que juega a poner en blanco sobre negro algunos pasajes destacados, y con el cierre de una sección miscelánea donde se reúne una representación gráfica de buena parte de las referencias encerradas en el relato. Precioso.
La había visto en las redes pero no me había llamado la atención, pero después de leer vuestra reseña me la llevo anotada. Y no es la primera novela de Dilatando Mentes que me tienta...
ResponderEliminarDilatando Mentes está montando un catálogo de lo más interesante, sí ;-)
ResponderEliminarY está es una novela corta que se lee en un suspiro, así que, si a priori te atrae, merece la pena darle la oportunidad.
Saludos.