M.G. Wheaton.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Alianza editorial. Col. Runas. Madrid, 2020. Título original: Emily Eternal. Traducción: Raúl García Campos. 308 páginas.
Esta es la historia de Emily. Una Conciencia Artificial —en contraposición a la recurrente Inteligencia Artificial— que justo empieza a «vivir» cuando la humanidad recibe el mazazo de la noticia de que el Sol está pronto a consumirse; algo que supondrá la extinción de toda vida sobre la Tierra. Y en semejante escenario y ante tamaña amenaza, se trata de una historia de resiliencia, de no rendirse ante la adversidad, aunque esta sea aplastante. Wheaton factura en esta su obra de debut una novela apocalíptica —aunque la gente parece estar tomándoselo mejor de lo esperado— a ritmo de thriller tecnológico y de suspense con un tono agridulce repleto de emoción y de drama. En la figura de la protagonista, y en toda la acción en que se ve envuelta —y es mucha—, el autor encuentra el vehículo perfecto para ir deslizando algunos temas candentes y ciertos dilemas éticos: La eugenesia, la evolución y el posthumanismo, las desigualdades tecnológicas, la privacidad, el libre albedrío, el supremacismo, la compasión… Quizá Emily tan solo sea unos ojos ajenos en los que la humanidad debe mirarse y hacerse las preguntas correctas. Pero ya sabemos que los humanos no aprendemos nada por las buenas.
Emily, desarrollada en el iLab —el laboratorio de Inteligencia Artificial, Cibernética y Cognición Maquinal— del MIT, ha sido diseñada para establecer una interfaz con la mente humana mediante un chip que la persona con la que interactúa debe llevar insertado en su cuerpo. Su objetivo es «aprender a partir de las respuestas ambientales y emocionales con el objetivo de convertirse en la primera psiquiatra e investigadora del cerebro no humana de la historia, experta en sacar a la luz los secretos mejor guardados de la mente y aprovechar todo su potencial, con el propósito de hacer mejores a las personas». En definitiva, ayudar a procesar el trauma y dar soluciones. La terapeuta definitiva. Pero cuando el Sol ha comenzado a morir de forma acelerada se antoja que los cinco años que lleva formando parte del experimento pronto servirán de bien poco. ¿O tal vez no?
Ella ha sido creada para ayudar al ser humano, para resolver sus problemas, pero se ve imposibilitada de hacer nada ante una situación tan definitiva, así que cuando se le ofrezca un posible camino lo abrazará con muy pocas dudas. La humanidad, una vez superado el impacto, ha reaccionado a la noticia del fin del sol con cierta resignación. Una buena cantidad de personas se trasladan a zonas con mejor acceso a los alimentos o se limitan a dejar pasar los días, algunos han decidido acabar con todo de manera expeditiva, pero otras muchas permanecen en sus puestos de trabajo o de investigación, manteniendo en marcha un mundo que va a desaparecer, incapaces de sucumbir a la desesperación. Emily y el equipo que la ha creado se encuentran así trabajando en secreto en una posible solución para la pervivencia de la humanidad. Mediante las especiales características y posibilidades del desarrollo de la Conciencia Artificial van a intentar copiar y almacenar los recuerdos y el genoma de todos los seres humanos, y lanzándolos después al espacio con la esperanza de que una posible especie alienígena los encuentre y restaure en un futuro remoto. La Voyager a lo grande. Pero es justo entonces cuando la tragedia les golpea. Resulta evidente que alguien no quiere ver su trabajo terminado.
Tras un comienzo más bien tranquilo, académico, expositivo sin hacerse pesado, para presentar a la protagonista, mostrar el estado de las cosas y plantear el descubrimiento de nuevas posibilidades, el apocalipsis en sí queda dejado un tanto de lado —aunque siempre pendiendo sobre los protagonistas cual Espada de Damocles a la que mirar de reojo—. Entonces el relato se acelera sucediéndose las traiciones, los enfrentamientos y las muertes, los escapes desesperados, las persecuciones, los traumas y los desengaños. Con el genoma de ciertas personas que parecen haber desarrollado un nuevo paso evolutivo y adaptativo en mente, se produce toda una huida convertida en la búsqueda de respuestas en torno a los procesos de la evolución de la especie humana, cuyas respuestas podrían encerrar la esperanza de su pervivencia —o de una parte de ella el menos—. Emily va a ir encontrando tanto nuevos aliados como despiadados enemigos, experimentando nuevas experiencias, desarrollando emociones cercanas a las humanas y creciendo en definitiva hacia aquello que está destinada a ser. Pero para llegar allí el camino va a ser realmente convulso.
Para aquellos que pueden verla e interactuar con ella, gracias al chip, Emily se presenta con la figura de una mujer en torno a los 30 años, aunque en realidad solo tenga cinco, con lo que su desarrollo, inmenso en algunos campos, adolece de ciertas carencias en otros. En pos de desarrollar su personalidad y empatía, su emulación ha seguido un protocolo de imitación al máximo del día a día de un ser humano, pero siempre bajo observación y en un entorno controlado, con lo que sus conocimientos afectivos se limitan al equipo del iLab, y su experiencia vital a lo que alcanzan las cámaras del campus del MIT. Algo por tanto bastante limitado. Capaz de empatizar con las personas, empieza a experimentar con sus propios sentimientos, enamorándose, o creyendo hacerlo, sin comprender lo que implica realmente el proceso. No será hasta salir al mundo, de una forma un tanto traumática, cuando su auténtico crecimiento se produzca. Y cuanto más humana se hace también es más propensa a abrazar los defectos y cometer los fallos de cualquier humano que se deja llevar por el corazón.
En su accidentada huida, en la que incluso va a poder experimentar con cierto interés romántico, va a ir observando comportamientos a los que no estaba acostumbrada, y va a tener que lidiar con ideas que a una Conciencia Artificial podrían parecerle muy atractivas de no haber sido educada de la manera en que ella lo ha sido. Así, además del tema de los evidentes peligros de desarrollar una Inteligencia o Conciencia Artificial sin dotarla de los debidos cortafuegos, hay otras muchas cuestiones subyacentes en la acción. Mientras algunas zozobran en el imposible intento de definir qué es aquello que hace humano al ser humano: ¿Su cuerpo? ¿Su mente? ¿Sus sentimientos? ¿Su genoma? ¿Nada de ello? Otras encierran un retorcido dilema moral y ético: ¿Cómo salvar a la raza humana sin sacrificar su naturaleza? ¿Quién merece salvarse y quién debe quedar atrás? ¿Cuáles serían las características de las personas elegidas para escapar de la hecatombe? ¿Qué debería primar: La raza, la inteligencia, el don de mando, la capacidad física…? Y, sobre todo, ¿quién debería detentar la potestad de elegir?
Preguntas que van modificando el enfoque de los planes de Emily conforme ella misma empieza a crecer y debe enfrentar problemas sin solución fácil. Debe tomar elecciones que no entran dentro de sus enseñanzas, debe sentir lo que sus amigos sienten, comprender lo que sus enemigos intentan… Debe desarrollar ella misma una personalidad autónoma, pero no es nada sencillo cuando depende de sus servidores y de los chips personales para interactuar con el resto del mundo.
Conteniendo una buena ración de especulación tecnológica y científica, Emily eterna no es un relato de ciencia ficción hard en absoluto. Antes bien, hay que dar un buen par de saltos de fe en ciertos momentos de la narración, adentrados ya en la segunda mitad del libro, para aceptar todo lo que se está narrando. Pero una vez aceptado, con la incredulidad atenuada, la historia es magnífica y emocionante, tanto en la acción como en su dimensión humana y en el análisis de nuestra especie enfrentada a su extinción. El desatado clímax final, agridulce como no podía ser de otra manera en este escenario apocalíptico, encierra no obstante todo un canto de optimismo. No es poco.
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