David Monteagudo.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Acantilado. Col. Narrativa # 162. Barcelona, 2009. 350 páginas.
Esta es una novela que, sin duda, levanta o ha levantado pasiones. Una obra que provoca inquebrantables adhesiones de entusiasmo y terribles decepciones. Desde luego, no es una obra destinada a dejar a nadie indiferente; puede que con un sentimiento de cierta ambivalencia entre la admiración y el rechazo sí, pero no indiferencia. Es un libro que se puede disfrutar muy a gusto mientras se está desarrollando ―a pesar de algunos pequeños fallos que hubiera sido fácil evitar―, y odiar profundamente cuando se produce el mazazo ―para el lector― final de encontrarse con que la novela no tiene ningún «fin» al misterio en su última página. Es un libro con tantas opiniones radicalmente enfrentadas que es imprescindible leerlo uno mismo para poder sacar sus propias conclusiones.
Veinticinco años después de que la pandilla se reuniera para pasar un fin de semana maravilloso en un refugio de montaña que todos recordarían, los antiguos amigos deciden cumplir la vieja promesa y volver a reunirse en el mismo lugar para ver cómo les ha ido en sus vidas. Con el contacto prácticamente roto durante muchos años, al principio todo resulta un tanto incómodo y tirante. Algunos van en solitario y un par llevan a sus parejas, y uno de ellos, al que pusieran el mote de El Profeta y al que parece que antaño gastaran una broma cruel y de mal gusto, ni siquiera aparece. Durante la noche, nubosa y tormentosa, empiezan a conocerse de nuevo, aunque parece evidente que se guardan muchos secretos los unos a los otros, y de repente a medianoche un apagón, que deja inertes no solo las luces, sino los móviles y cualquier otro aparato con componentes eléctricos como sus propios vehículos, los saca al exterior y pueden contemplar un cielo despejado donde lucen grandiosas una miriada de estrellas, más brillantes de lo que ninguno pudiera recordar. Tras ciertas agrias discusiones y encontronazos, el grupo se va a dormir; por la mañana, sin ninguna explicación, uno de ellos ha desaparecido, aunque todos asumen que, enfadado por los hechos de la velada anterior, se ha marchado por su propia voluntad. Como el apagón persiste, el resto del grupo decide volver andando a la «civilización», esperando encontrar al desaparecido por el camino. Y así empieza su aventura.
Quien haya estudiado o conozca algo de teoría literaria sabe que lo «ideal» es que todo relato conste de tres partes: presentación, nudo y desenlace. Obviamente, cualquier autor puede eludir cualquiera de ellas en beneficio de la trama o la narración; el problema surge, como sucede aquí, cuando el autor decide no ofrecer al lector una explicación para resolver todo el misterio que había ido planteando anteriormente. Podría argumentarse que Monteagudo deja un final abierto para que cada lector decida a su gusto las causas del suceso; pero entonces el autor debería haber sugerido muchas más claves o pistas para poder hacerse una visión del conjunto y poder especular con cierta base que aquí no existe.
La recurrente situación de inicio, tantas veces utilizada en la literatura apocalíptica, guarda en este sentido cierto paralelismo con la reciente Algo más oscuro que la noche, partiendo de un punto prácticamente igual, salvo que allí es un único individuo y aquí es un grupo, y es que después de viajes y paranoias diversas, no existe ninguna explicación o justificación de las causas que han llevado a esa situación anómala, dejándolo todo en manos de la imaginación del lector.
Tiene también reminiscencias de ciertas obras de Stephen King, sobre todo en su atmósfera, donde partiendo de lo más cotidiano, la reunión de un grupo de amigos después de mucho tiempo sin verse, pronto da paso a una historia de cariz fantástico con el trillado planteamiento de la posible desaparición de la humanidad y de las reacciones de los únicos que, aparentemente, permanecen sobre el planeta.
La narración se sustenta sobre la psicología y el retrato emocional de los protagonistas a través de sus diálogos e interacciones, mientras las rencillas del pasado van aflorando y cada uno tiene que afrontar, desde la crisis existencial de aquellos bien adentrados en la cuarentena, lo que ha hecho de su vida respecto a sus sueños y esperanzas juveniles. Así, el autor crea a lo largo de la narración la necesaria tensión, manteniendo el interés dosificando los golpes de efecto y con algunas escenas llenas de emoción; pero la duda sobre la posible resolución va minando los pensamientos del lector mientras crecen sus, justificados, temores. Monteagudo consigue contagiar al «espectador» la incertidumbre de no saber lo que está pasando que sienten los personajes, manteniendo en todo momento el suspense sobre lo que está sucediendo y sobre lo que ocurrió en el pasado, un pasado que se va desgranando muy lentamente mientras los protagonistas se van recriminando actuaciones pretéritas los unos a los otros.
Al final lo que realmente parece interesar al autor son más bien los conflictos planteados entre los antiguos amigos antes que el propio misterio; los dilemas de una generación bien entrada en la cuarentena que vive navegando entre dos aguas, sin haberse liberado todavía de una herencia algo rancia y sin duda pesada ―las claras diferencias «mentales» de los amigos con María, la acompañante más joven de uno de ellos, es una brillante muestra de ello― que lastra sus formas de pensar y de actuar, sobre todo en torno al concepto de la «culpa». Así los diálogos se llenan de discusiones de carácter social, político o sexual con un alto componente de crítica implícita a formas de pensar algo desfasadas.
El narrador, omnisciente, sobre todo en cuanto al paisaje que los rodea y a las acciones que emprenden, y no tanto a sus motivaciones internas, y que en ocasiones llega incluso a interpelar directamente al lector como si también éste tuviera un ojo indiscreto puesto sobre ellos, rompe el aislamiento que el autor ha impuesto a sus personajes, al tiempo que mantiene una distancia un tanto forzada con sus creaciones, conociéndolos sin juzgarlos ―de eso ya se encargan ellos mismos―. Es éste un narrador demasiado trascendente, demasiado pagado de sí mismo, que acompañando a los protagonistas desde la lejanía deshace la soledad en la que supuestamente caminan. El tipo de descripciones, usando un lenguaje cercano en ocasiones ―sobre todo en los momentos que buscan situar el entorno de la acción, la «escena»― al de un guión cinematográfico, rompe con la linealidad del relato, distanciando la cotidianidad y cercanía del habla coloquial de los personajes, muy bien conseguida por otra parte.
Hay un pasaje en que uno de los protagonistas dice que odia las historias donde después de montar una intrigante trama todo se resuelve con el protagonista despertándose y viendo que todo había sido un sueño. La sensación que provoca el cierre en falso de esta novela es, sin duda, peor. Ofrece el autor una apasionante trama con un «fin» decepcionante que hecha por tierra todo lo anterior. Con personajes bien construidos, con unos diálogos cotidianos, cercanos, muy humanos que sirven para caracterizar a la perfección a cada protagonista, con unas descripciones de paisajes idílicas en ocasiones, agobiantes en otros, con situaciones llenas de interés ―la secuencia de los galgos es realmente taquicárdica―, y con todo el trabajo previo tirado por la borda al no saber o no querer cerrar la trama y dejar al lector ―al menos a este lector― con mil palmos de narices y una sensación de tomadura de pelo realmente exasperante.
Es cierto que las páginas se devoran sin que uno casi se de cuenta, pero también lo es que lo que impulsa esa compulsión lectora, lo que engancha, es la curiosidad sobre descubrir lo que auténticamente está sucediendo, la resolución del misterio... sin ésta, la novela queda coja y el lector, en muchos casos al menos, decepcionado. Es un libro que, sin duda, me atreveré a recomendar con la advertencia de la inexistencia de explicaciones al misterio planteado; de esta forma se puede disfrutar de la historia sin esperar nada de ella y la frustración debiera ser mucho menor. Esperemos que el autor tome nota y próximas obras suyas sí que tengan un «Fin».
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