Nieves Mories.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ed. Cerbero. Col. Tíndalos # 3. Cádiz, 2017. 131 páginas.
Esta es la historia de una casa encantada, o la de una fantasma en todo caso, no cabe duda. De hecho, la narradora está muerta y lo sabe, así que a través de ella la autora va a reconstruir la historia de cómo alcanzó tal condición. El relato se inicia con cierto desenfado, con un toque divertido incluso, con un humor macabro pero nada estridente, y poco a poco va tornándose ominoso, terrible, hasta un desenlace demoledor. Podría ser cualquier historia de fantasmas con la típica mansión tenebrosa en la colina y los jóvenes cuyos destinos se entrecruzan en una dramática, espeluznante noche, pero debajo del barniz es mucho más. Un descenso a la oscuridad del alma humana que juega con las percepciones del lector para darle algo que no esperaba. Un relato lleno de humanidad, de ira, de humor negro, de furia y de reproches, de anhelos, de obsesiones, de retos y de oportunidades perdidas. Tensión, intriga, fatalidad, complicidad y muerte es tan sólo una parte de todo lo que late tras las palabras de un fantasma, del espíritu de una joven que busca sentido al sinsentido en que se ha convertido su «existencia». A veces la justicia no es lo que se espera.
La mansión de Blueberry Hill es como uno de esos viejos caserones medio abandonados que siempre aparecen en las pelis de miedo estadounidenses, en uno de cuyos pueblos de mala muerte se sitúa precisamente la acción. Un caserón destartalado, falto de una buena capa de pintura y del debido mantenimiento de su ajada fachada y de su saqueada valla en torno a un jardín descuidado. Un caserón que aparenta poseer una malévola personalidad propia, lleno de leyendas, y que todo el mundo en el barrio rehuye, salvo los muchachos, y muchachas, que en noches señaladas se retan para entrar en sus dominios. Nick, un joven huraño y extraño, bastante asocial, vive allí, y ahora también lo hace la narradora, aunque quizá llamarlo «vivir» no sea hacer justicia a la realidad. Ella es una okupa, un espíritu en pena desde que su asesino le reventara el cráneo con un martillo de bola. Ambos son prisioneros y carceleros en una prisión de la que no pueden escapar, atados por invisibles cadenas.
Una Navidad dos chicas salieron de sus casas y nunca volvieron. Esta es su historia.
O al menos la historia de una de ellas, a través de la cual se conocerá también la de la otra. Una historia con un elenco de protagonistas ciertamente mínimo y en el que la casa en la colina es un personaje más, casi EL personaje. El hilo conductor que une a todos los demás. El principio, el reto, sin el que nada hubiera sucedido. Claustrofóbica, húmeda, fría, llena de crujidos y ruidos inexplicables, y con una habitación donde resuenan los gritos y el pasado se reproduce con una macabra huella psíquica tan marcada que nada puede escapar de ella. En tal escenario la chica descalza y Nick van a mantener un pulso de fuerzas contrapuestas, un tenso enfrentamiento donde ninguno tiene las de ganar, pero tampoco tienen mucho ya que perder. El lector va a cruzar el umbral y a adentrarse entre sus paredes bajo la guía de una voz en primera persona, testigo de los acontecimientos pero con un agujero en su memoria. Una voz llena de rabia por el injusto destino, y de resignación por una condición que no se esperaba alcanzar. La narradora es la chica que regresó y Nick el muchacho que nunca se fue. Y ambos guardan rencores que ni siquiera son capaces de reconocer. Sus vidas irán, poco a poco, mostrándose ante la mirada del lector, completando un puzzle que le hará cambiar los esquemas mentales que se había ido construyendo conforme avanzaba en la lectura.
Mories hace gala de una estructura quebrada, de escenas que se solapan, avanzando y retrocediendo, más que de una línea a seguir, pero que van componiendo una historia a un tiempo patética, sórdida, triste y aterradora. Unas escenas, fragmentos que se van amalgamando, a veces incluso atropellándose, que van cambiando la perspectiva y la imagen que el lector se hace de los protagonistas conforme más datos salen a la luz. Ella, la narradora, la víctima, es la típica mosquita muerta, la chica que nunca ha roto un plato, la que nunca se desmelena en las fiestas, la que vuelve al pueblo tras su paso por la universidad con la misma inocencia con la que se fue. Y su amiga es el reverso de su moneda. Llena de vitalidad, de deseos de pasarlo bien y de contagiar su alegría. Es la incitadora, de quien surge la idea de cruzar la línea, de ir dónde la otra nunca se hubiera atrevido. Su aventura, para desgracia de ambas, no sale como ninguna de las dos tenía planeado. Y el final, ese final, congela cualquier idea de sonrisa que alguien pudiera haber mantenido a través del relato de la narradora.
La soledad; la pena por las oportunidades perdidas debido al miedo a lo que pueda pasar, a lo que la gente pueda decir; los remordimientos, la toma de conciencia de las consecuencias de los actos; el dolor de los que quedan atrás y la forma de encarar un futuro en que falta una persona amada, el reto de enfrentar la mirada acusadora de la víctima; la violencia contra las mujeres y la pobre justificación de la sociedad bajo la indefendible excusa de que quizá se lo hubieran buscado, que no debían hacer lo que estaban haciendo o no debieran haber estado en el sitio equivocado, tan sólo por ser mujeres; los prejuicios sobre quien parece diferente o quien no encaja en los «correctos» modelos establecidos por la sociedad... Todo se conjuga para ofrecer un relato pleno de significados. Muy rápida de leer, con una prosa sobria pero muy adecuada, muy conseguida para sustentar la narración, La chica descalza en la colina de los arándanos es una historia de terror gótico —que no de miedo—, de una casa encantada y de fantasmas que tanto atormentan a los vivos como a sí mismos, tan breve como intensa. Irónica, autorreferencial, cínica, terrible, y que invita a cuestionarse quién es de verdad el monstruo.
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