Páginas

sábado, 27 de febrero de 2010

Reseña: El último héroe

El último héroe.
Una fábula del Mundodisco.

Terry Pratchett.

Ilustrado por Paul Kidby.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Plaza & Janés. Barcelona, 2009. Título original: The Last Hero. A Discworld Fable. Traducción: Javier Calvo Perales.176 páginas.

La vigesimoséptima aventura en el Mundodisco viene presentada de una forma muy especial. Cuando al enterarme de su publicación fui a buscarla a mi librería habitual sin tener conocimiento de esta circunstancia, me sorprendí al no encontrarlo en la estantería con el resto de la serie y aún me sorprendí más al girarme y ver en un expositor un libro de un formato mayor del acostumbrado con un despavorido Ricewind en la portada (¿como no reconocerlo con la palabra «wizard» escrito en su puntiagudo gorro?). Lo cogí y tras una breve ojeada puedo decir que ya me había enamorado de sus impresionantes ilustraciones; faltaba por ver si la historia estaba a la altura (y puedo adelantar que sí, que lo está). Tras la triste desaparición de Josh Kirby, portadista habitual hasta entonces de todas las novelas de la serie, un nuevo ilustrador, con un amplio trabajo sobre el Mundodisco ya a sus espaldas, iba a recoger el testigo: Paul Kidby. ¿Y qué mejor manera de “presentarse” que con una historia profusamente ilustrada que muestre su amplitud de estilos y paletas? Dicho y hecho, El último héroe guarda un perfecto equilibrio entre texto e ilustraciones, compenetrándose de forma admirable y apoyándose el uno en las otras para dar una mayor profundidad e hilaridad a la historia.

No es este el primer libro ilustrado “canónico” del Mundodisco. Tal honor corresponde a Fausto Eric, en el que el relato de Pratchett se apoyaba en los dibujos de Kirby. Por desgracia en España no pudimos disfrutar más que de la versión de “solo texto” de la misma, lo cual no deja de ser una pena. Por suerte, esta vez no ha sido ese el caso y Plaza & Janés se ha decidido a ofrecernos una versión muy cuidada de la obra que nos ocupa, y yo que se lo agradezco.

El último héroe se antoja de alguna manera una autohomenaje que Pratchett se ha permitido realizar a su serie después de un porrón de aventuras, pues el compendio de personajes antiguos ya bien conocidos por los lectores que aparecen es superior que en cualquier otra novela anterior, hazaña aún mayor cuando pensamos la brevedad del texto.

Gengis Cohen, más conocido como Cohen el Bárbaro, ha decidido abandonar su “retiro” del trono del Imperio Ágata del que quedó en posesión al final de Tiempos interesantes y, junto a los componentes de su vieja Horda de Plata, salir de escena con un golpe de gracia que les merezca un canto épico que haga recordar sus nombres en el futuro: va a devolver, con intereses, a los dioses aquello que les fue robado hace ya mucho tiempo. El problema radica en que todo el mundo sabe qué fue lo robado y que cuando los geriátricos héroes lleven a cabo su plan el desequilibrio mágico muy posiblemente destruirá todo el mundo.

Lord Vetinari, por supuesto, no puede permitirlo y emprenderá la tarea de reunir a un grupo de dispares personajes para evitarlo. Leonardo de Quirm deberá inventar un artefacto que permita a los “voluntarios” saltar por el borde del mundo, pasar por debajo del disco y alcanzar la suficiente aceleración y altura como para llegar a la cima de Cori Celeste, la montaña donde residen los dioses, antes que lo hagan Cohen y su Horda, para lo que deberán circunnavegar el Mundodisco pasando por debajo del mismo, muy cerca de sus cuatro elefantes y la gran tortuga sobre la que caminan. Los magos de la Universidad Invisible deberán prestar todo su apoyo. Por supuesto, el Bibliotecario no andará muy lejos, metiendo sus zarpas donde no debiera. El capitán Zanahoria, de la guardia de Ank-Morpork pilotará la nave de propulsión dragonil, acompañándoles (a Leonardo y a él) un reticente Rincewind en la aventura. Muchos dioses ya conocidos asisten con curiosidad al intento. El Equipaje muestra sus patitas aunque no llegue a participar en la aventura. E incluso la Muerte tiene una especie de cameo, ya que era inevitable con tanto riesgo que apareciera.

Y, por supuesto, Pratchett no se priva de crear nuevos personajes para la ocasión, como el Maligno Señor Oscuro, Maligno Harry Pavor y sus sicarios tontos de remate, que le sirven para lanzar sus acertados dardos contra todas las convenciones de la fantasía heroica cuando entra en conjunción con la Horda de Plata sumándose a sus planes, pero sin poder evitar su lado malvado y traicionera (pero eso sí, siempre dentro del “código”); o la guerrera Vena Cabellera de Cuervo, más conocida ahora como la Sra. McGarry, de cabellos canosos y un magistral uso de las agujas de calceta; o el trovador raptado para que escriba una saga épica que haga recordar por siempre la aventura, y que termina haciéndose un hueco en su corazoncito; o... Aprovecha así Pratchett para, con su habitual acierto y acidez, profundizar en la forma en que las leyendas llegan a convertirse en tales o cómo el folklore va inmiscuyéndose en nuestras vidas hasta darle una importancia realmente sorprendente en nuestra forma de pensar o en qué es lo que hace realmente al héroe.

A su vez, la nave diseñada por Leonardo de Quirm, permite a Pratchett apuntar contra el programa espacial estadounidense, con enorme ternura eso sí, y contra las películas que el mismo ha inspirado, hasta llegar a su particular versión del “Houston. Tenemos un...” del Apolo 13. El resto de sus inventos le permiten ironizar sobre la aplicación, casi siempre bélica que la humanidad consigue aplicar a todos los grandes avances de la ciencia (en cuanto alguien invente un aparato para volar alguien encontrará la forma de bombardear los territorios sobrevolados). La mirada ácida de Pratchett retrata con dulzura, pero con dureza, la naturaleza humana, y a pesar de su cariño la verdad es que no siempre salimos bien librados.

Como no podía ser menos en esta visita a Cori Celesti, otro de sus dardos es lanzado contra las religiones y sus, muchas veces, absurdos preceptos (como el dios que tiene prohibido a sus fieles consumir ajo, jenjibre, champiñones y chocolate). Los dioses no salen muy bien parados, es cierto, aunque algunos despierten más simpatías que otros. Y no hablemos de sus seguidores.

Y todo ello secundado a la perfección por las ilustraciones de Paul Kidby, quien muestra una variedad de registros realmente encomiable, pasando de lo grandioso y dramático a lo paródico con una facilidad pasmosa y sorprendente, con una paleta cromática muy amplia, dotando a cada personaje de su propia e inconfundible personalidad (tal vez quien más choque sea la representación de Zanahoria, algo diferente a la que había realizado Josh Kirby, pero que se adapta perfectamente al personaje); supongo que cada cual se habrá hecho, a lo largo de los 26 libros anteriores, con su propia idea mental de cómo debe ser cada uno de ellos o los paisajes por los que transcurren sus aventuras y que, sin duda, alguna de esas ideas chocarán con la representación ofrecida por Kidby; no obstante, a mí me han sorprendido gratamente todos, adecuándose enormemente a las descripciones que Pratchett había realizado de ellos. El ilustrador maravilla desde los impresionantes dibujos de los paisajes del Mundodisco (por encima y por debajo) hasta los “bocetos” del cuaderno de Leonardo (recomendable dedicarles el tiempo necesario a su contemplación, pues dan forma a la historia casi tanto como el texto). De hecho, hay partes de la historia que trascurren en las ilustraciones.

Es El último héroe una historia corta, que se antoja que hubiera podido ser ampliada hasta una mayor longitud sin demasiados problemas (las situaciones creadas lo permiten), pero a la que al estar profusamente ilustrada se le perdona su brevedad. Bebe de la habitual ironía, humor, inteligencia y sátira social a la que nos tiene habituados Pratchett. Sus acertados dardos, a la vez que a la carcajada invitan a la reflexión, esta vez sobre todo en torno al paso del tiempo y a la vejez, entregando un mensaje que envuelto en este ropaje cómico no deja de tener un forro de tristeza, una mirada nostálgica a cuando se era joven. Pero, cuando la cosa amenaza volverse demasiado trascendental, Pratchett tiene siempre preparado el chiste, el juego de palabras que de la vuelta a la situación y permita una mirada muy amable sobre temas potencialmente dolorosos. Es en este sentido una obra casi más cercana a las primeras entregas de la serie; más alocada, más cercana al gag, quizá menos elaborada literariamente (supongo que debido a la brevedad y al apoyo de las ilustraciones, que obliga a una mayor concreción y un menor elaboración), pero enormemente divertida, emotiva, bella y asombrosa. Si te gusta el Mundodisco este libro es imprescindible. Si no lo has probado todavía, no empieces por aquí, pues te vas a perder un buen montón de referencias: empieza por el primero y no pares, antes de darte cuenta habrán caído los 26 anteriores. Maravilloso.

==

Otras reseñas de obras de Terry Pratchett:


Pies de barro. Una novela de Mundodisco.

Papá Puerco. Una novela de Mundodisco.

¡Voto a bríos! Una novela de Mundodisco.

Carpe jugulum. Una novela de Mundodisco.

Nación.

Sólo tú puedes salvar a la Humanidad. Una aventura de Johnny Maxwell..

Johnny y los muertos. Una aventura de Johnny Maxwell.

Johnny y la bomba. Una aventura de Johnny Maxwell.



domingo, 21 de febrero de 2010

Reseña: La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina

La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Millennium II.

Stieg Larsson.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Destino. Col. Áncora y Delfín vol. 1137. Barcelona, 2008. Título original: Flickan som lekte med elden. Millennium 2. Traducción: Martin Lexell y Juan José Ortega Román. 751 páginas.

Muy posiblemente esta va a ser otra de esas reseñas en la que prima más lo subjetivo que lo objetivo. De hecho, me ha costado mucho tiempo ponerme a escribir hasta decidirme si la hacía o no, ya que hace bastante que leí la novela y, ante las sensaciones tan negativas que su lectura me provocó, lo he ido dejando macerar en mi mente para ver si se me aclaraba algo, y sí, algo sí lo ha hecho, más que nada confirmando la impresión que ya tenía. Entre todos esos sentimientos que la lectura ha dejado en mi cabeza en torno a La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina el predominante es sobre todo el de incredulidad; y es que durante la mayor parte de la novela la sensación dominante era la de tomadura de pelo. Todo aquel que se haya leído mi reseña de Los hombres que no amaban a las mujeres puede hacerse buena idea de que esa primera entrega de la saga de Millennium me gustó bastante, por eso supongo que la enorme decepción y desencanto que ha supuesto para mí esta segunda ha sido todavía mayor.

Y es que uno al menos lo que pide es que haya una coherencia mínima entre un libro y otro, que los personajes sean fieles a sí mismos y que el argumento se mantenga dentro de unos límites realistas conforme había establecido en la primera entrega. Nada de ello sucede.

Larsson factura de nuevo en esta ocasión una novela en torno a una investigación criminal por parte del staff de la revista Millennium, esta vez sobre la trata de blancas (aquí llamada por el más “culto” termino técnico «trafficking») destinadas al mercado de la prostitución procedentes de los países del este; y lo hace con las mismas armas literarias con las que ya lo hizo en su anterior novela; es decir, escasos recursos narrativos y una escritura plana y directa, que en la primera se sustentaba en una trama francamente interesante en la que sumergirse, con una intriga perfectamente mantenida, y con una línea de investigación clara, fluida, coherente, con el número justo de pruebas, de sospechosos y de giros. El problema surge cuando el entramado creado para la que ahora nos ocupa no tiene ni punto de comparación con el de aquella. La acumulación de tramas, confusas la mayor parte de las veces, de personajes sacados de la chistera, de malos de opereta, de casualidades acumulándose una encima de otra sin justificación pausible, no colaboran a hacer precisamente atractivo el libro. De buenas a primeras el autor, no se sabe si intentando potenciar aún más lo que sin duda era uno de los puntos fuertes de la primera entrega, convierte a Lisbeth Salander en una especie de superheroina capaz de enfrentarse a un huracán para rescatar a una indefensa dama de su maltratador ―y el tema de los “superpoderes” ocultos va a más casi al final de la novela, después de haber mantenido al personaje escondido durante gran parte de la misma, y donde la incredulidad del lector no puede ser puesta más a prueba, fracasando por lo que me han comentado otros lectores en muchísimos casos―.

Tras esta tropelía, se empeña a arrastrar por los suelos el personaje de Mikael Blomkvist, un magnífico y metódico investigador en Los hombres que no amaban a las mujeres y un patético patea avisperos en la que nos ocupa: tras demostrar que sabía perfectamente construir una línea de investigación llena de interés y coherencia, aquí la “estupenda” forma de investigar se limita a encontrar por casualidad una pista y entonces ir de puerta en puerta a ver si suena la flauta y el caso se le resuelve solo. Es muy triste ver como unos personajes llenos de posibilidades ―ya demostradas, de hecho, con anterioridad― se desperdician de esta manera.

La trama de la trata de blancas queda pronto ―es un decir, tras una “introducción” que se antoja interminable― diluida en un segundo plano en favor de la supuesta implicación de Lisbeth en unos asesinatos que amenazan con complicarle hasta el extremo su ya de por sí complicada vida ―ahora algo menos complicada, gracias a los millones estafados al malo en la anterior novela―, con algunos vistazos a su pasado que intentan hacer comprender al lector porqué es cómo es; y de una serie de subtramas francamente obviables, que no aportan nada interesante al relato y que distraen en exceso de lo que sí debería ser importante.

La acumulación irrelevante de detalles que ocupan páginas y páginas, no hace sino torpedear la línea de flotación de la novela: las continuas listas de compra en IKEA ―detallando los nombres de cada mueble elegido o descartado― o en H&M, las múltiples ocasiones en que Mikael baja a hacer la compra diaria, las enormes cantidades de veces en que se toma su café latte, todas las visitas al 7-eleven... dan ganas de lanzar el libro por la ventana como desahogo. Decir que sobran páginas, muchas, es quedarse corto.

Pero todo hubiera sido perdonable si la trama hubiera sido tan interesante y hubiera estado tan bien construida como la anterior, cosa que en absoluto sucede. Por un lado Larsson en momento alguno consigue que el lector empatice con los implicados en la investigación y por otro el cúmulo de casualidades forzadas, de personajes cruzados que resultan ser parientes, las relaciones cogidas con pinzas, el que todo parezca estar relacionado con o girar en torno a los protagonistas ―sobre todo Lisbeth― y ese final... fuerza en exceso la credibilidad de un lector que después de todo no está dispuesto a que lo hagan comulgar con ruedas de molino. Todo es excesivamente superficial, vanal; un tema tan importante como el tráfico de mujeres con fines de explotación sexual queda prácticamente en nada, eclipsada por el total protagonismo de los problemas, actuales y pasados, de Lisbeth. Y lo peor es que todo es inverosímil, increíble, exagerado hasta decir basta.

Además, para poner un último clavo en el ataud, donde en la anterior todos los hilos quedaban perfectamente atados, en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina no sucede. Es cierto que la trama “principal” de la trata de blancas se cierra, pero quedan demasiadas cuestiones personales en el aire para, supongo, ser retomadas en La reina en el palacio de las corrientes de aire. Terminé el libro por puro esfuerzo de voluntad y puedo prometer que aunque me quede con la duda ―que no me corroe en absoluto― de ciertas cuestiones que quedan en el aire NO me voy a leer la tercera parte ni aunque me la regalen. Decepción es decir poco, además que viene a dar la razón a los que abominan de este tipo de libros éxito de masas. Qué lástima.


miércoles, 17 de febrero de 2010

Reseña: Battlestar Galactica

Battlestar Galactica.

Ronald D. Moore & David Eick
.

Reseña de: Amandil.

Un amigo me sugiere que una buena reseña de Battlestar Galactica podría empezar con un guiño a la serie original de finales de los años setenta. Un guiño con una frase como "Todos recordamos como, cuando éramos niños, nos pasamos el verano de 1983 pegados al televisor..." y no le falta razón al valorar de ese modo el efecto que aquella mítica producción produjo en una gran mayoría de los niños, adolescentes y adultos que descubrieron las peripecias de una humanidad condenada al exilio y al casi exterminio por una malvada raza de robots llamados "cylones".

¿La nueva versión "reimaginada" (así la llaman) por Moore y Eick sería capaz de encandilar de ese mismo modo?¿Tendría la misma dosis de originalidad y espectacularidad que la serie original? ¿Funcionaría en un mundo televisivo como el actual en que los efectos especiales ya no garantizan el éxito ni marcan, necesariamente, la diferencia?

Lo cierto es que la nueva Galactica logra mantener vínculos con la original pero, al mismo tiempo, se dota en su conjunto de suficientes elementos novedosos y particulares como para poder ser observada (y disfrutada) sin tener que hacer constantes viajes a la obra de los setenta. Al mismo tiempo, logra distanciarse de otras series ambientadas en el espacio (Star Trek, Babylon 5, Firefly) por medio de una historia centrada especialmente en el drama humano de los protagonistas y en un reflejo realista de la realidad poco común en este tipo de producciones más dadas a las concesiones simplificadoras y un tanto infantiles. Además, desconozco si sólo por presión de Edward James Olmos, la historia se centra en un universo sin razas alienígenas ajenas a la humana y la cylon (producto a su vez de la primera), permitiendo que no haya entretenimientos ajenos a la situación crítica que constriñe a los protagonistas.

La serie nos narra las peripecias de los últimos supervivientes de las Doce Colonias humanas tras el devastador ataque sufrido a manos de los cylon, una raza de máquinas pensantes creadas en su origen por los humanos y que, cincuenta años atrás se rebelaron provocando una primera guerra que terminó en tablas. En esta ocasión, los cylon se han infiltrado entre los humanos gracias al desarrollo de una tecnología que les permite crear algunos modelos con aspecto completamente humano. Por medio de la seducción y la debilidad por el sexo del científico Gaius Baltar (James Callis), la cylon Número Seis (Tricia Helfer) consigue infiltrarse en los sistemas de defensa mediante un virus informático (un megatroyano)de las Colonias permitiendo un ataque a lo Pearl Harbour que arrasa por completo los planetas humanos sin que puedan defenderse. Únicamente sobreviven, inicialmente, aquellas naves que se encontraban en tránsito y la vetusta Galáctica, una Estrella de Combate que ese mismo día iba a ser retirada del servicio activo por su antigüedad y que, precisamente gracias a no disponer de un sistema actualizado, es inmune al virus y puede defenderse de sus atacantes.

Superada la primera oleada, y en medio de la confusión reinante, el comandante William Adama (Edward James Olmos) organiza a los supervivientes en una flotilla que debe huir de los cylon hacia un refugio surgido de los mitos religiosos de las Doce Colonias: la Tierra, el planeta al que se dirigió la decimotercera tribu. Pero hay una serie de problemas entre medio. Por un lado nadie sabe dónde está la Tierra, ni tampoco está claro que exista. Y por otro lado la flota es una amalgama heterogénea de naves, con infinidad de problemas y sin los recursos necesarios como para mantenerse indefinidamente en el espacio. Por no hablar de la persecución salvaje a la que se ven sometidos por unos cylon deseosos de exterminar por completo todo vestigio humano del universo.

En esa atmósfera de caos, desolación y desesperación, surgen algunas figuras que estarán llamadas a convertirse en los pilares sobre los que se cimentará el nuevo orden que deberá dirigir a los humanos. El poder "civil", heredero del gobierno federal de las Colonias, quedará encarnado en Laura Roslin (Mary McDonnell) como presidenta por accidente. El poder militar seguirá en manos de Adama y su segundo, el coronel Saul Tigh (Michael Hogan). Y aparecerá un tercer pilar en la figura del asesor científico (y traidor) Gaius Baltar. Pero las tensiones aparecerán desde el primer momento debido a las tentaciones de instaurar una dictadura militar para garantizar el buen gobierno de la flota frente a unos restos de gobierno civil carente de poder más allá del que quiera cederle el brazo armado y del que estén dispuestos a asumir los civiles de la flota.

No será, en cambio, la trama política la única presente a lo largo de la serie. Si bien es cierto que no se esquivan temas peliagudos y muy en boga hoy en día, como la figura del político con ansia de instaurar una dictadura "civil" bajo un populismo demagógico y muy peligroso (Tom Zarek, interpretado por el "Apolo" de la serie original Richard Hatch), o el abandono de los principios democráticos y garantistas cuando la ocasión lo requiere (un golpe de Estado del coronel Tigh, el uso de torturas para lograr confesiones en situaciones extremas o la caza de brujas al más puro estilo purga estalinista que a punto está de costarle al propio Adama el puesto), la serie abre el camino a multitud de otros aspectos que no suelen tener cabida en este tipo de series.

Temas como el difícil equilibrio entre fe y razón quedan plasmados en los enfrentamientos (pacíficos) entre los seguidores de la religión de las colonias, un auténtico politeísmo helénico, y los que creen que aquello son simples cuentos de viejas. O el surgir de una religión monoteísta (muy forzada a mi juicio y con bastantes flecos sueltos) apoyada en Baltar con claros signos de ser una especie de pre-cristianismo edulcorado y en una línea new age un tanto estrafalaria. E incluso se da una importancia capital a las creencias de los propios cylon que, pese a ser máquinas, han desarrollado una compleja y completa cosmogonía globalizadora, integradora y determinista ceñida al concepto protestante del "gran plan de Dios" del que nada ni nadie puede escapar. Todos estos aspectos, tan variados y en constante evolución en la serie, se entrelazan en un crescendo que desembocará en el giro final de la cuarta (y última) temporada. Desenlace, por otra parte, no muy bien cerrado y que tiene un claro precedente en el libro Herederos de las estrellas, de James P. Hogan (aunque no creo que sea un plagio sino, más bien, una coincidencia).

Junto a este importante desarrollo místico-religioso, Galáctica basa una gran parte de su fuerza emotiva en el estrecho y doloroso vínculo de los supervivientes con su pasado, con sus familiares y amigos perdidos en el ataque cylon. Siempre presente, por medio de la imagen-fuerza de los pasillos llenos de fotos y mensajes (recordando lo ya visto en Nueva York o Madrid tras los atentados del once de marzo y del once de septiembre), la perdida de esperanza y de "algo por lo que luchar" son uno de los motores emocionales que se tratan con bastante buen tino. Todos los personajes se verán antes o después enfrentados a momentos de duda, de miedo, de depresión, que sobrellevarán de maneras diversas y, en ocasiones, sorprendentes. Refugiarse en el uniforme, en el alcohol, en el sexo (porque la serie, sin caer en el peaje sexual, no evita tocar un tema tan humano y tan poco resuelto en otras series dónde la virtud casi caballeresca es tan ejemplarizante como poco creíble), en el juego, en la religión o, directamente, caer en el suicidio, son alternativas desgarradoras que no se le ahorran al seguidor de la serie. Los personajes son, ante todo (y sobre todo) humanos. Y sus miserias, sus temores, sus efímeras esperanzas, sus pírricas victorias, no son sino un nuevo paso que les aleja de la devastación y les acerca al vacío.

Galáctica no deja espacio al humor ni a la alegría como tales. Hay momentos de cierta relajación pero son, en todos los casos, breves y escasos. Preludio de tiempos peores, de mayores derrotas o de un nuevo episodio de huida y abandono. Pero, pese a ello, pese a que la cortina de fondo siempre es la misma hay espacio para dos grandes destellos de grandeza. Hay espacio para los héroes. Hay espacio para la paz.

Los héroes , portadores de esperanza, quedan encarnados en ese grupo de "pilotos" formado por Lee "Apolo" Adama (Jamie Bamber), Kara "Starbuck" Trace (Katee Sackhoff), Sharon "Boomer" Valerii (Grace Park) o Karl "Halo" Agathon (Tahmoh Penikett), que a lo largo de las cuatro temporadas serán los encargados de cargar con la responsabilidad de soportar la actividad épica (combates, misiones de rescate, actuaciones suicidas en beneficio de la totalidad de la flota) y que permitirán a los supervivientes tener un referente positivo al que agarrarse.

A su lado, en el bando contrario, los cylon descubrirán en su propia gente el liderazgo de unas heroínas que (¡oh sorpresa!) se convierten en adalides de la paz y el entendimiento con los restos de la raza humana. Aunque eso les cueste, a la larga, ser incomprendidas por los unos y los otros. Aún así, la novedosa perspectiva que se introduce en Galáctica en este punto supone una ruptura con el tradicional maniqueísmo que asola las series de ciencia ficción y eleva al grado superlativo el viejo concepto de "búsqueda" dando paso a un nivel espiritual e introspectivo. muy original y hermoso. La sencilla premisa de la guerra "humanos contra cylon" se convierte en una historia de búsqueda del entendimiento, la convivencia y la paz. Sin abandonar por ello la lucha, el conflicto, la traición y la guerra.

En otro punto donde Galáctica marca una gran diferencia con las habituales series de ciencia ficción es en la realización y en los efectos especiales digitales. De hecho la calidad de la serie, desde la miniserie de dos episodios que hace las veces de episodio piloto, hasta la última temporada se puede considerar cinematográfica y, normalmente, consigue eludir por completo la sensación de "rodaje en estudio" que ha sido el talón de aquiles del género desde sus orígenes. Lo mismo se puede decir de la excepcional banda sonora, con temas apasionantes como "The shape of things to come", "Allegro", "Admiral and Commander", "An Easterly view" o "Colonial Anthem" (este último con un guiño a la serie original), que acompañan a unos guiones excepcionalmente bien construidos y que hacen que la evolución de los personajes sea creíble, plausible y realista.

Finalmente, creo que ha sido un acierto el no "alejar", tecnologicamente hablando, la serie de nuestra realidad actual más allá de lo imprescindible para que tengan cabida las naves espaciales y los motores de salto. Logran de ese modo evitar la caída en el típico "atrezzo futurista" que resta credibilidad y puede convertir, a veces, una buena serie en una sucesión de obras de teatro de colegio infantil. Además, permite crear un tenue e invisible (pero fundamental) vínculo sentimental entre el espectador y el entorno en el que se mueven los personajes. Aunque, al concluir la serie es precisamente esa similitud con nuestro presente uno de los puntos menos creíbles.

Mirando Battlestar Galáctica en su conjunto me atrevo a decir que es una serie muy bien cuidada, entretenida, que hace pensar y que no se deja llevar por cesiones incoherentes a un sentido de la épica un tanto inmaduro. Los protagonistas, de los que mueren un buen puñado, no se mueven dentro de unos límites arquetípicos y maniqueos. Más bien al contrario: meten la pata, se saltan sus valores cuando lo necesitan, buscan sobrevivir por encima de todo. Son humanos (o cylons) cargado de debilidades y fortalezas. Con cosas buenas y malas. No pontifican ni se yerguen en totems de culto imposible (William Adama no es Jean-Luc Picard). Son personajes cercanos, que podrían darse en el mundo real, que podríamos ser nosotros mismos en esa situación. Por todo eso, y porque se nos cuenta una historia interesante y muy bien llevada, esta serie está llamada a a convertirse en uno de los pilares sobre los que se edificará el nuevo concepto de serie de ciencia ficción que ya está eclosionando (V, Flashforward, Caprica) y que deja atrás los modelos en que se basó el estilo hasta ahora (Babylon 5, Star Trek, Andrómeda, la Galáctica original).



lunes, 15 de febrero de 2010

Reseña: Algo más oscuro que la noche

Algo más oscuro que la noche.

Thomas Glavinic.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Siruela. Col. Nuevos Tiempos # 149. Madrid, 2009. Título original: Die Arbeit der Nacht. Traducción: Rosa Pilar Blanco. 354 páginas.

La premisa inicial de esta novela es algo que ya hemos visto y leído en múltiples ocasiones, un hombre que por circunstancias desconocidas se queda como único ser vivo en el mundo, así que lo importante va a ser el tratamiento y el enfoque que el autor imprima en el desarrollo de la trama. Cabe advertir que el autor aparentemente no parece interesado en absoluto en el desarrollo dentro de la ciencia ficción del relato, no busca dar ninguna explicación realista, tecnológica o fantástica al fenómeno, sino que le sirve como simple excusa y punto de partida para su particular exploración de la psique humana, de su desintegración y la bajada a los infiernos que comporta la soledad del protagonista.

La mañana de un 4 de julio que no parece distinta de cualquier otra, Jonas despierta y empieza el día con su rutina habitual. Baja a la parada del autobús, pero el autobús no aparece. No hay personas por las calles, ni animales. Nadie. El silencio se ha adueñado de Viena, la ciudad donde siempre ha vivido. Los periódicos son todos del día anterior. En la radio y la TV tan solo hay ruido, ninguna emisión. ¿Es Jonas el último hombre sobre la Tierra? Su primera reacción será buscar a alguien más, a algún superviviente de lo que imagina una gran catástrofe que ha cambiado radicalmente su mundo; recorrer la ciudad y algunas poblaciones cercanas en busca de signos de vida. Cuando conforme pasa el tiempo no encuentre a nadie y se convenza de que está solo, el lento descenso hacia la paranoia será su único destino.

El protagonista empieza su búsqueda primero con esperanza, tratando de conectar telefónicamente con su pareja de viaje en Gran Bretaña, recorriendo los lugares conocidos de Viena como la casa de su padre o los restaurantes que significaron algo en su vida anterior, pero pronto la soledad empieza a afectarle al punto de que mientras espera encontrar a alguien vivo no puede dejar de portar una escopeta preparada para disparar al mínimo ruido extraño, asustándose de cada sombra que parece moverse, recelando de cada luz que encuentra encendida en sus recorridos por los distintos edificios y casas.

Incidiendo en ese "detalle" que significa que el autor no busca las explicaciones ―y aparentemente tampoco la coherencia―, el lector pronto choca con el hecho de que tiempo después del punto de partida, cuando se supone que no quedan humanos para mantener los servicios, la electricidad sigue fluyendo por sus cables, los teléfonos funcionan, el agua sale normalmente de todos los grifos, nada ha cambiado salvo la ausencia de gente... la vida parece continuar sin problemas sin nadie al cargo. Otro de esos detalles es que no hay muestras de la catástrofe que ha hecho desaparecer a los humanos: los coches se encuentran perfectamente aparcados, con muy pocas excepciones desperdigadas por las carreteras, algunas casas y comercios permanecen cerrados y otros convenientemente abiertos, nadie parecía estar cocinando y las cocinas están perfectamente ordenadas, el gas está cerrado, las vitrocerámicas apagadas, no se han producido choques ni los aviones que estuviesen volando se han caído, no existe ningún signo externo que pueda explicar el suceso... Al igual que Jonas no va a encontrarlas, el lector tampoco va a obtener explicaciones sobre lo ocurrido, ni siquiera la más mínima hipótesis por parte de Glavinic o de su protagonista. No es eso lo que le interesa, sino la progresiva caída del protagonista en la paranoia, en la disociación del ego, la inevitable inmersión en una locura que sin embargo parece lúcida. ¿Cómo puede alguien soportar la absoluta soledad? ¿Puede un hombre resignarse a no encontrarse nunca más con nadie? ¿A no mantener una conversación? ¿A no sentir un contacto humano, un roce, una caricia, un beso? Jonas deberá enfrentarse a su situación y lo hará intentando autoconvencerse, aunque sea a un nivel subconsciente, de que no está tan solo como es evidente que se encuentra.

Para hacerlo, poblará su casa y diversas calles de Viena de cámaras de video para intentar captar cualquier movimiento que se le pudiera escapar, deja mensajes en todas las pizarras de los bares, en los espejos de las casas en las que entra, notas en cada sitio que se le ocurra, se envía postales a sí mismo para ver si las recibe, mantiene el móvil siempre cerca a la espera de una llamada que no llega... Pronto un buen número de situaciones extrañas, de pequeños hechos inexplicables empiezan a llamarle la atención, al punto de que siente que ciertamente a alguien cerca de él, que un personaje invisible le acompaña, un alter ego al que llamará «el durmiente» y que parece actuar cuando su conciencia no está presente. Busca entonces refugiarse en las cosas conocidas, en la casa familiar en la que creció, en los muebles y recuerdos de sus padres, en viejas fotos, en los lugares que significaron algo para él, en etapas de su vida que le marcaron al punto de iniciar viajes que repitan otros que hiciera antaño y que le hagan de alguna manera recuperar lo perdido. Y en todo momento no puede quitarse de encima la sensación de encontrarse vigilado y perseguido; la esquizofrenia, impulsada por la falta de sueño y el dolor autoprovocado, se irá adueñando de sus actos, cargando de una tensión insólita al relato, perdiendo sin embargo el pulso en ciertos momentos en que el autor insiste demasiado en ciertos detalles ―como las grabaciones nocturnas del protagonista durmiendo y desapareciendo de encuadre o el visionado de las grabaciones de las calles vacías de Viena, que supongo que al lector austriaco le dirán algo especial, pero al que desconoce la ciudad se le antojan excesivas, o las recurrentes visitas a otros pisos o cafeterías que se muestran iguales a todas las anteriores...― que tan solo demoran la narración, haciéndola muy monótona en ocasiones.

Poco a poco, convencido de su soledad, necesitará una prueba más, para lo que emprenderá un largo viaje en el que deberá luchar a cada paso consigo mismo, contra una parte de su alterada personalidad que no quiere saber la verdad, que se niega a cerrar la puerta y comenzar de nuevo. Sin embargo, el viaje se convertirá en una nuvea lucha, cada quilómetro recorrido significa un triunfo, cada avance se acompaña de un retroceso. En todo momento parece estar luchando con un enemigo que no es sino él mismo, su subconsciente escondido que deshace mientras duerme lo que había conseguido despierto.

El lector asiste a una paulatina desintegración de su personalidad, de la que surge una nueva psique bastante desequilibrada. Glavinic consigue dotar al relato de una atmósfera opresiva en la que el protagonista, a pesar de saberse solo, se asusta hasta de su propia sombra. El desasosiego se instala en su vida y en la mente del lector, acompañando a Jonas en un camino que solo puede terminar con desencanto. Hábilmente, el autor introduce en la narración pequeños objetos que retrotraen la memoria de Jonas a su pasado, intercalando algunos flash-backs que rompen el dramatismo y permiten obtener una imagen más amable del protagonista, de sus pesares y anhelos: fotos que le recuerdan a compañeros de estudios de su infancia o de momentos compartidos con su novia, muebles que le traen a la memoria a su padre, viviendas en las que se siente más a gusto, viajes que le permiten recuperar sensaciones pasadas aunque no pueda repetirlas.

No es esta, pues, una épica historia de ciencia ficción sobre el último hombre vivo sobre la Tierra, luchando para sobrevivir y reconstruir la civilización, no; lo que el lector va a encontrar en Algo más oscuro que la noche es un intimista retrato de la mente de un hombre enfrentado a una situación extrema para la que no se encuentra preparado, de sus desvaríos, de las decisiones que toma precisamente para evitar la locura, bordeándola todo el rato, de cómo busca contra toda esperanza una esperanza por la que seguir viviendo, una historia de amor en la que los protagonistas no se encuentran más que en el recuerdo.

El mundo despoblado tiene una cualidad de pesadilla, saca a relucir todos los miedos ancestrales del ser humano, de modo que la oscuridad ―en el viaje de Jonas al campo no se atreve a salir por la noche o en el trastero de su padre necesita tener la luz encendida por lo que pudieran ocultar las sombras― se convierte en un enemigo temible, fuente de desconocidos terrores, donde, a pesar de que la razón le dice que no hay nada en ella la mente no puede evitar poblarla de infinitas amenazas.

El hombre no está hecho para vivir en soledad. Glavinic construye la historia de un nuevo Robinson Crusoe, abandonado en una “isla” enorme ―el mundo entero― en el que debe aprender de nuevo a sobrevivir, pero con la menguante esperanza de ser “rescatado” en algún momento, pues no existe quién pueda rescatarle. El gradual descenso a la desintegración mental, con pequeños detalles que se van sumando poco a poco, casi inadvertidamente, y con actuaciones que al principio parecen muy coherentes y luego se desvelan profundamente enfermas, ofrece un poderoso, y doloroso, retrato de lo que la soledad puede hacerle a un ser humano. Visto desde una óptica de un narrador omnisciente, de un observador invisible que controla todas las acciones del protagonista ―salvo cuando es el Durmiente, a quien nunca se ve, aunque se perciben los efectos de sus acciones―, Jonas se desliza por una poco pronunciada pero continuada pendiente cuyo final está cantado, pero no por ello deja de ser menos impactante y dejará a cada lector preguntándose por su propia decisión si se encontrase en una situación similar. Una pregunta, sin duda, con una difícil respuesta.

Con un estilo narrativo muy contenido, sobrio, poco o nada dado al artificio, es una lástima que la narración, después de un arranque francamente prometedor e interesante, se vuelva algo monótona embarcada ya en el segundo tercio de la novela. El viaje por las deshabitadas tierras de Europa se hace largo y algo repetitivo, demorándose demasiado en repeticiones innecesarias que rebajan la tensión que se había creado, y hace avanzar el relato con ciertos altibajos hacia un final que deja un sabor incierto. Algo más oscuro que la noche es una novela que merece la pena de ser leída, pero que nadie busque más allá de un atinado retrato psicológico de la desintegración paulatina de la psique humana enfrentada a algo que la supera. Hay acción, sí, pero poquita. Hay tensión, bastante, pero nacida de los temores de la mente. Hay un poquito de humor negro. Hay una reflexión sobre la sociedad actual. Hay sentimientos y hay amor, familiar y romántico. Lo que no hay son respuestas. El lector nunca sabrá que es lo que ha sucedido para que Jonas se encuentre solo en el mundo; y sin duda eso no es lo que le interesaba contar a Glavinic. La narración no trata de lo que rodea al protagonista, no busca hablar del exterior, aunque lo use para sus fines, sino de su interior, de la introspección, de los cambios en su personalidad, en su mentalidad, en su forma de pensar y de actuar en consecuencia. El vacío del mundo se traslada al vacío dentro del protagonista y el lector será testigo de excepción de sus intentos de llenarlo. ¿Se puede vivir siendo el único hombre sobre la Tierra? ¿Tiene siquiera sentido? ¿Cómo cambia nuestra forma de vernos cuando no podemos reflejarnos en la mirada de nadie? De una forma inquietante, a veces algo plana, pero no exenta de interés, el autor trata de responder a estas y otras muchas cuestiones derivadas de la peculiar situación del protagonista. Una lectura que invita a la reflexión. ¿Ciencia ficción? No lo sé; supongo que dependerá de la amplitud que cada cual otorgue a la definición del género.


viernes, 12 de febrero de 2010

Reseña: La Mansión Glass

La mansión Glass.
Los vampiros de Morganville 1.

Rachel Caine.

Reseña de: Jamie M.

Versatil. Barcelona, 2009. Título original: Glass Houses. The Morganville Vampires (Book One). Traducción: Daniel Aldea Rossell. 303 páginas.

Rachel Caine plantea en esta novela ―primera de una serie de ocho libros con más en camino― una propuesta cuando menos curiosa, sino del todo novedosa: ¿qué pasaría si una ciudad, toda su sociedad, estuviera dominada por vampiros sin que el resto del país lo supiera?

Las cosas no son sencillas para Claire Danvers, una chica superdotada que a los 16 años ya se ha graduado en la escuela superior y empieza a estudiar en la Texas Prairie University, en la pequeña ciudad de Morganville. Ella habría preferido matricularse en Yale o en el MIT, pero sus padres, excesivamente sobreprotectores con su niñita, decidieron tenerla más cerca de casa. Y ahora Claire está teniendo problemas con algunas de sus compañeras de residencia, las chicas populares, unas auténticas matonas que le roban la ropa, entran y revuelven en su habitación, y no pierden ocasión de humillarla desde que ella les plantase cara. Sin embargo, el último enfrentamiento ha ido demasiado lejos y un empujón por las escaleras termina con la joven con un ojo morado y dolorida por todo el cuerpo. Las cosas no pueden seguir así, pero tampoco puede acudir a sus padres, quienes seguro que le harían volver a casa y esperar hasta los 18 para poder salir de nuevo al mundo, algo que ella no va a permitir ahora que ha probado las mieles de la libertad. Así que un anuncio para compartir vivienda fuera del campus será su esperanza de salvación. Dolorida, golpeada, ensangrentada y con lágrimas en los ojos se presentará ante la mansión Glass, a cuyas puertas la encontrará Eve, una joven gótica residente en la casa, quien se apiadará de ella y la invitará a la misma. Shane, otro de los inquilinos, también simpatiza con ella, pero quien deberá dar el visto bueno para que se pueda quedar es Michael, el noctámbulo dueño de la casa, que se muestra inseguro al ser ella menor de edad, pero que al menos le deja quedarse unos días. Pronto, demasiado pronto, Claire descubrirá que fuera de la comunidad universitaria, lejos de la protección del campus, se extiende una sociedad extraña y peligrosa. Incrédula tendrá que enfrentarse al hecho de que los vampiros se encuentran a cargo de todo y quienes no gozan de su protección están abocados a convertirse en sus cenas.

Con un gran dominio del “tempo” narrativo, la autora presenta una pequeña ciudad que recuerda de alguna forma el escenario reflejado en la película Lost boys. Una población subyugada, que vive atemorizada, sin atraverse a cruzar la línea o a decir nada, dominados por los vampiros y sus lacayos, separados en amos y presas, donde las personas desaparecen y a nadie parece importarle ni, por supuesto, lo denuncia. Claire está decidida a no abandonar la Universidad, a no claudicar ante las crecientes dificultades y volver a su pueblo, pero parece que la única manera de mantener su vida es permanecer escondida en el interior de la casa (que oculta sus propios secretos), algo a lo que ella no está dispuesta, o encontrar la protección de los vampiros, algo que se plantea francamente complicado.

A favor de la autora y del libro hay que decir que estos vampiros son bastante “tradicionales”, algo que se agradece: son chupasangres inmorales que no soportan la luz diurna, el fuego los consume totalmente, son malvados, no aguantan el ajo o los símbolos religiosos y (y este será un detalle muy importante) no pueden entrar en una vivienda sin haber sido previamente invitados. La autora juega con todas estas convenciones para hacer varios quiebros realmente interesantes en la narración, con varias sorpresas inesperadas y unos giros imprevisibles que dan gran profundidad y emoción al relato.

La joven pronto descubre que no sabe en quién puede confiar, más allá de sus tres compañeros en la Mansión. El recelo se va asentando en su vida, llenándola de miedo a ir a las clases por quien se pudiera encontrar; al tiempo que en su mente adolescente crece la atracción por Shane, haciéndola soñar con cómo sería que él le diera su primer beso; mientras el joven, aunque no la ve con malos ojos, se muestra exteriormente indiferente, sobre todo porque ella es menor y él está a punto de cumplir los 19.

En esta tesitura, casi a mitad de la novela (convirtiendo a esa primera mitad en una estupenda presentación de escenario y personajes) Caine da uno de esos giros narrativos a la trama y pone a sus protagonistas tras la pista de un objeto, un auténtico «MacGuffin», de enorme valor para los vampiros y que les dará una enorme fuerza a la hora de negociar con ellos la protección de sus vidas. Pero las cosas nunca son como se desean, y aquí no iba a ser distinto. La búsqueda hará aflorar en Claire un arrojo y coraje que no sabía que poseía, llevándola a plantearse acciones que nunca hubiera pensado que podría llevar a cabo, y colocando su existencia en mayor peligro aún del que ya se encontraba.

Dado que, a pesar de todo, los personajes están bastante esteriotipados, el interés radica en la trama. La extremadamente inteligente Claire no puede evitar comportarse como una adolescente, sobre todo en asuntos de corazón (y eso que las dosis de romance son ciertamente escasas). Eve, Shane y Michael ocultan cada uno secretos insospechados, y parte de la gracia de la lectura es ir sorprendiéndose conforme son revelados, pero más allá de ello son jóvenes bastante normales en sus comportamientos (si es que crecer en una ciudad dominada por los vampiros puede dar personales normales) y el lector puede comprender y hacer suyas sus motivaciones y sentimientos, cada uno con sus propios problemas. La novela en ese sentido, se centra en la temática adolescente de cómo es vivir por primera vez lejos de casa, fuera de la sombra de las alas de los padres, enfrentándote a un mundo hostil (la universidad, las clases, los profesores, nuevos amigos y enemigos, decisiones aparentemente triviales que se convierten en cuestiones vitales, los primeros sentimientos serios de atracción por los chicos, la búsqueda del primer beso...), pero envuelto en un atractivo escenario paranormal, con una sólida trama de acción, con misterios y sorpresas que dejarán satisfecho a cualquier tipo de público, sea cual sea su edad.

Y es que es precisamente en la sociedad creada por la autora en Morganville donde radica el mayor interés y la originalidad de La mansión Glass, toda la estructura de las relaciones de dominio/servidumbre entre humanos y vampiros, las normas del propio vampirismo (tan clásicas y nuevas a un tiempo), los ritos y normas de la ciudad, los secretos que se ocultan detrás de las cortinas de cada casa, las reglas no escritas pero comúnmente aceptadas (como la tregua tácita dentro de la cafetería Territorio Neutral, donde trabaja Eve), la violencia latente, soterrada, esperando la chispa que la desate (y cuando la propia policía les pertenece a ”ellos”, ¿a quién acudes cuando tienes problemas?), las leyes ancestrales que atan a todos los habitantes de la ciudad, la explicación del porqué nadie fuera del lugar es partícipe de la situación, las distintas facciones vampíricas y la estructura jerárquica dentro de ellas, los otros seres paranormales... Caine lo hace fácil, introduciendo de forma paulatina y sencilla, sin excesos o alardes de explicaciones farragosas o largas, todas las claves para entender lo que sucede en Morganville, con las debidas dosis de misterio, con escenas de acción bien escritas, con gotitas de amor adolescente, con mucho drama y algo de humor, con personajes llevados al límite y obligados a traspasarlo (y cuando piensas que nada más puede ir a peor las cosas empeoran).

Los vampiros de Morganville es una serie de la que la autora, como he dicho, lleva ya publicados ocho libros y uno más está en camino para este mismo año, así que puede haber lectura para rato (y esperemos que Versatil no tarde mucho en seguir con su publicación en nuestro país). Si acaso existe un enorme pero en esta primera entrega es el brutal cliffhanger con el que se cierra el libro. Cuando parece que todo está a punto de terminar el nuevo requiebro de la autora deja todo colgado, pendiente de una homicida amenaza y a la espera de la continuación en The Dead Girls' Dance (ya anunciada próximamente en español). Un final así es algo criminal que va a dejar sin uñas a los nerviosos mientras llega la continuación. Aún así, La mansión Glass es, dentro de la fantasía urbana, una lectura desde luego recomendable para ese público, ágil, refrescante y amena, con muchas sorpresas y unos personajes con mucho recorrido para seguir creciendo.

==

Reseña de otras obras de Rachel Caine:


El baile de las chicas muertas. Los vampiros de Morganville 2.



martes, 9 de febrero de 2010

Reseña: Zombies

Zombies.

Antología de John Joseph Adams.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Minotauro. Barcelona, 2009. Título original: The Living Dead. Traducción: Patricia Nunes / Diana Falcón / Simon Saito / Bettina Blanch. 671 páginas.

A estas alturas, decir que el género de los zombies está de moda suena a perogrullada barata. Simplemente han invadido las estanterías de “terror” de las librerías y no hay editorial que no les dedique algún libro o, incluso, colección. Así, Minotauro, entre otras obras de esta temática ha publicado esta voluminosa antología de amplio y variado contenido. Nada más y nada menos que 31 relatos con algunos de los más famosos autores que ha dado el género fantástico y que abarcan desde 1970 hasta 2008, año de publicación original del volumen. Así la variedad de enfoques y estilos en torno al tema está garantizado. Se echan en falta, supongo que por cuestiones de derechos, algunos relatos aparecidos en el original y que aquí brillan por su ausencia, por ejemplo uno del reputado Clive Baker, pero tampoco es que pueda uno quejarse demasiado del contenido. Antes de enfrentarse a la lectura de los cuentos, el lector debe estar avisado que va a encontrarse con numerosas sorpresas si lo único que espera son historias de zombies a lo George Romero ―que también las hay, pero no son las únicas―, porque “gore”, matanzas, hordas de muertos vivientes descerebrados que buscan comerse a los vivos, haberlos haylos, pero no es lo mayoritario, ni, pienso, era el objetivo final que buscaba el recopilador. Hay que entender que el zombie, a día de hoy, se ha convertido en una metáfora de muchas cosas, que representan no solo un estado físico, sino también espiritual, un estado de la conciencia, nuestros propios miedos a la muerte y a lo que representa, una forma de expresar la inevitabilidad del destino y nuestros intentos a pesar de todo de luchar contra él. Los zombies son una parte de nuestra psique que todavía teme a las sombras y busca explicar ese temor mediante monstruos irracionales, pero muy cercanos. Y a través de todo ello, la mayoría de los autores lo que intentan es darle la vuelta al mito y ofrecer una mirada nueva sobre lo que no deja de ser, ni más ni menos, una auténtica fuerza de la naturaleza. Y yo, como lector, desde luego agradezco esa variedad temática y de estilos que, aunque también recomiendo dosificar la lectura de estos cuentos, evita la saturación que una mayor “unidad” hubiera sin duda provocado.

Sube el telón un peso pesado como Dan Simmons con uno de los mejores relatos de la antología: «La foto de la clase de este año» sobre una maestra de escuela que, de alguna manera, no se resigna a que el mundo cambie. En un mundo infestado de zombies, la Sra. Geiss no acepta que su magisterio se acabe y, seguramente como la manera más adecuada de mantener su cordura, continuará impartiendo sus lecciones a una clase que le presta más bien poca atención. La ternura que Simmons demuestra hacia esa maestra que se niega a rendirse cuando lo tiene todo en contra dota a la narración de una extraordinaria fuerza y de un valioso mensaje para los tiempos más difíciles.

Y cuando el lector ha sido atrapado por el anterior cuento, de pronto se topa con «Planes de emergencia zombie» de Kelly Link. Una historia más bien algo anticlimática tras la de Simmons y donde ni siquiera aparece físicamente ningún zombie. Escribiendo sobre una fiesta y una obsesión, esta es la historia de un misterioso cuadro y un niño durmiendo debajo de una cama, con un final que parece metido con calzador y que le da la vuelta a todo lo narrado sin darle mayor sentido.

Dentro de las muchas historias con un fuerte contenido político, abre el fuego (y nunca mejor dicho) «Muerte y sufragio» de Dale Bailey. Durante una campaña electoral estadounidense, en la que se pone sobre la mesa el debate sobre el derecho a portar armas, los muertos demostrarán que ellos también quieren decir algo al respecto. Unos zombies pacíficos, no violentos, que no dejan por ello de ser inquietantes. Una historia que habla de como las heridas del pasado siempre resurgen para perseguir nuestras conciencias.

Y siguiendo con la de cal y la de arena, «Flores» de David J. Schow, es un cuento innecesario, intrascendente, algo gore y sexual ―para que luego digan que el sexo y los zombies no casan, a lo largo de la antología hay unos cuantos intentos de combinarlos con mayor o menor acierto―. El autor habla de las perversiones y de los castigos que muchas veces llevan asociadas, con una mujer que se verá atrapada por el deseo de un hombre con fatídicas consecuencias y encontrará el camino para hacérselo pagar.

«El tercer cadáver» de Nina Kiriki Hoffman. Es una interesante historia desde el punto de vista de una mujer zombie, resucitada por una maldición: una joven que se ha escapado de su casa y se ve inmersa en el mundo de la prostitución, encontrará tras su violenta muerte la manera de obtener el descanso y la venganza. Un relato fuerte, sobre asesinos en serie sin conciencia; sobre una mujer, una prostituta, que lo ha perdido todo en la vida, incluso la identidad, y se ha quedado atada a su verdugo; y sobre como todavía quedan personas honestas y buenas en el mundo, capaces de tragarse el miedo y hacer lo correcto. Solo aparece un muerto viviente, pero demuestra que incluso estos pueden tener más humanidad que muchos vivos.

«Los muertos» de Michael Swanwick plantea un mundo donde los zombies no son sino una mercancía, una mano de obra barata, un simple negocio. En este caso la metáfora sirve para poner bajo los focos a hombres, y mujeres, de negocios sin alma, y reflexionar sobre el poco valor de una vida entre los desposeídos. Impactante.

«El niño muerto» de Darrell Schweitzer, enfrenta a un niño a su rito de paso a la madurez. Encerrado en una simple caja un niño zombie servirá como objeto para todas las perrerías que se les ocurren a los matones del pueblo... A ellos se acercará un muchacho que por no sufrir sus maltratos querrá formar parte de los abusones; una historia sobre las decisiones que se toman bajo presión y que pueden decantar una vida hacia el bien o el mal con terribles consecuencias. Es uno de los varios cuentos de la antología que deja cierto poso de nostalgía. Interesante.

«El zombie de Malthusian», de Jeffrey Ford es la entrañable historia de un anciano científico loco que trabajaba para el gobierno y habría creado el agente definitivo: un zombie (aunque partiendo de un humano vivo) que se regenera y cumple todas las órdenes. Ya anciano, intentará recuperar lo perdido aun a costa de la amistad en una historia con un cierto regusto a Poe. Curiosa.

«Cosas bellas» de Susan Palwick es otro ejemplo de la aplicación del fenómeno zombie en la política, en este caso con gente que desea sacar réditos de la tragedia de un atentado kamikaze ―en plan 11-S― aprovechándose de sus víctimas para obtener apoyo. Un alegato para dedicar nuestras vidas a lo auténticamente importante, a las cosas bella, y dejar a un lado la palabrería. Ni fú ni fá.

«El Síndrome de Estocolmo» de David Tallerman presenta otro tema recurrente en la antología: la insensibilidad ante la atrocidad que significa la existencia de hordas de zombies asesinos y que tan extrapolable es a ciertos hechos de nuestra realidad cotidiana; el como parece que el mejor recurso para sobrevivir es la insensibilidad, la falta de empatía y compasión con el resto de supervivientes. El protagonista, encerrado en una casa asiste al asalto de la casa de los vecinos, los únicos otros vivos de los alrededores, sin hacer nada y proyectando sus recuerdos de su hijo muerto sobre uno de los asaltantes. Triste.

«Bobby Conroy regresa de entre los muertos» de Joe Hill. El breve renacer de un romance antiguo durante el rodaje de Amanecer de los muertos de George Romero. Un homenaje en toda regla y con mucho estilo al padre de una forma de entender a los no muertos como resucitados sin alma ávidos de carne humano. Y, al fin y al cabo, otra de las historias de un libro sobre zombies donde no aparecen zombies.

En «Los que buscan el perdón» de Laurell K. Hamilton el lector asiste a una primigenia historia de Anita Blake, resucitadora de muertos, una profesión peligrosa donde la confianza con el cliente debe ser total, sin engaños, a riesgo de inesperadas consecuencias. Narración inicial que daría lugar a la larga saga de la protagonista y donde todavía mantenía cierto nivel.

«Hermosa como la noche» de Norman Partridge. Un editor de revistas porno trata de poner a salvo a sus chicas en una isla privada paradisíaca, pero las cosas no se desarrollan como tenía pensado. Unos zombies algo distintos, pero con mucha hambre de carne. Curioso, sobre todo en el desarrollo psicológico y algo paranoico del protagonista superviviente, pero poca sustancia en realidad.

«La pradera» de Brian Evenson es un cuento, cuando menos, muy extraño; situado no se sabe demasiado bien dónde, un viaje de exploración ¿en el Nuevo Mundo? se topa con una especie migración de zombies que les plantea muchos interrogantes y aboca la expedición a un final incierto. Prescindible, aunque intrigante.

«Todo es mejor con zombies», de Hannah Wolf Bowen propone un nuevo giro al rito de pasaje a la madurez entre dos jóvenes amigos de toda la vida que van a separarse y que ven en la búsqueda de zombies en los territorios de su infancia una forma de retener una parte de su adolescencia y amistad. No hay zombies como tales, pero la historia es encantadora y retrata muy bien ese sentimiento de nostalgia por un presente que se escapa de entre las manos y pronto solo será recuerdos.

Ls sigue «Parto en casa» de Stephen King. Poco se puede añadir sobre este autor. Una comunidad isleña en el habitual estado de Maine que se creía a salvo de la amenaza, ve como la misma llega hasta sus vidas al tiempo que una residente hace frente en solitario a su embarazo. Como es norma, un buen trabajo de personajes con una gran carga psicológica y una escritura, aunque a veces se pierda en los vericuetos, agradable y adecuada a la historia que nos está narrando. Un acierto.

Con «Las chispas ascienden hacia el cielo», de Lisa Morton, el lector se encuentra ante el peor y más demagógico y maniqueo relato de toda la antología. Una nueva incursión en terreno político, sobre el candente tema del aborto, en el que la autora toma abiertamente partido con unos argumentos que se caen por su propio peso. Una narrración que es mero vehículo para su mensaje. La verdad es que sobra.

A cambio «Hombre de burdel», de George R.R. Martin es un cuento imprescindible. El autor de moda por su Canción de Hielo y Fuego, ofrece en este relato, publicado originalmente en 1976, una historia de ciencia ficción con unos zombies “distintos”, ciertamente originales, que en realidad de lo que trata es de los sentimientos humanos, de la soledad y el amor. En un mundo con un ambiente francamente hostil al ser humano, los muertos vivientes son utilizados como fuerza de trabajo en las minas del planeta y como esclavas sexuales en los burdeles donde los mineros vivos se desahogan de un trabajo agotador y deshumanizante. El joven Trager luchará para mantener intacta su personalidad, encontrar el amor y no sucumbir ante la desesperanza y los deseos más básicos. A través de varios mundos, el joven irá madurando, enfrentándose a la dura realidad de la vida y a los reveses sentimentales. Una historia realmente triste, muy bien escrita y con un final demoledor que pone un nudo en la garganta. De nuevo: imprescindible.

El lejano Oeste se acerca al lector en «El camino del muerto», de Joe Lansdale. Utilizando al descreído personaje de una de sus novelas, el reverendo Jebediah Rains, el autor ofrece una historia en la que realmente juega con la capacidad aterradora del zombie, en este caso el cuerpo resucitado de un asesino llamado Gimlet que habita en un viejo cementerio y en los terrenos que lo rodean. Con una tensión muy bien llevada, con una ambigüedad moral que dota de gran profundidad al protagonista y con una historia que realmente atrapa, el lector se encuentra ante un relato “diferente”, lo cual siempre es de agradecer.

En «El muchacho con cara de calavera», de David Barr Kirtley, el autor escribe desde el punto de vista de un muerto viviente, Jack, que conserva la inteligencia y que trata de aferrarse a su vida pasada. Mientras tanto, su amigo Dustin, fallecido en el mismo accidente, se pone al frente de un ejército de zombies descerebrados con el objetivo de acabar con los vivos... Aunque al final, el verdadero campo de batalla será la competición por una antigua novia. Interesante.

«La era de la aflicción», de Nancy Killpatrick: La última mujer viva sobre la Tierra, al menos hasta donde ella sabe, se enfrenta a las tareas cotidianas del día a día rodeada de la presencia siempre palpable de los zombies. Un interesante descenso por la espiral que lleva a la soledad y a la desesperación, y a la pregunta de si realmente merece la pena mantener la vida cuando no queda nada más. Triste y nostálgico, muy simple, pero agradable de leer.

Y se llega así a otro de los supuestos “pesos pesados” de la antología: «Amanecer amargo», de Neil Gaiman. El amigo Gaiman factura un relato francamente bien escrito, interesante, subyugante por momentos, pero que se pasa de simbólico. Utilizando una vez más su gusto por los mitos y el folklore, el autor utiliza esta vez el de las “niñas del café” de Haití para dar rienda suelta a su particular iconografía, en este caso en la siempre misteriosa Nueva Orleans, con particulares referencias al vudú y al polvo de zombie. En esta historia donde un hombre que viaja sin destino se apropia de la identidad de un profesor que iba a dar una conferencia en un congreso y la da él en su lugar, ocasión que le dará la oportunidad de intimar con unas misteriosas hermanas (o al menos con una de ellas), quizá la clave de todo el simbolismo con el que Gaiman ahoga la narración se encuentre en la primera línea del cuento: «Desde todos los puntos de vista, yo estaba muerto». Demasiado críptico.

«Con las tetas a la tumba», de Catherine Cheek es una boutade divertida y simpática sobre una mujer casada con un millonario que tras morir vuelve de la tumba con las únicas preocupaciones de saber quién la ha traído de vuelta y de mantener firmes sus tetas de silicona. Es una especie de comedia con final triste. Está bien para descargar tensiones acumuladas por lecturas anteriores.

En «Tan muertos como yo», de Adam-Troy Castro, el lector encuentra una especie de guía de auto ayuda para sobrevivir en el mundo zombie con un único consejo realmente descorazonador: si quieres seguir vivo finge estar muerto, no muestres emociones, no sientas nada, deja de ser humano. Además de estar “temáticamente” repetido, sobra.

«Zora y la zombie», de Andy Duncan: Por segunda vez en el volumen (la primera fue en el cuento de Gaiman) se hace referencia a la autora Zora Neale Hurston y al mito de las “niñas del café” (entre otros). En este caso Zora, desplazada hasta Haití para documentarse, establece una extraña relación con Felicia, una mujer que aparece tras 30 años desaparecida y a la que todos parecen considerar una zombie, y para lo que tendrá que sumergirse en los misterios del vudú. Lo cierto es que no va mucho más allá del particular homenaje de un autor hacia una escritora admirada. Se deja leer, pero tampoco es ninguna maravilla.

«Calcuta, el señor de los nervios», de Poppy Z. Brite es la demostración palpable de que por mucha fama que tenga una autora, la misma no es sinónimo de acierto. Una historia mala, totalmente prescindible, sin una trama real, más allá de la guía de viajes (algo truculenta) por las calles de Calcuta y la referencia a la diosa Kali como patrona de vivos y muertos. Se deja leer y ofrece imágenes realmente impactantes, pero le falta alma.

Una nueva utilización del fenómeno zombie como metáfora de otros temas que nos afectan en nuestro día a día lo encuentra el lector en «Seguidos», de Will McIntosh. Los muertos vivientes se convierten aquí en la voz de la conciencia de los que abusan del planeta y de sus congéneres, de los que contaminan, de los que derrochan. Una conciencia social con un mensaje un tanto ecologista y, sobre todo, solidario, que sin embargo se pierde en un final excesivamente difuso. Buena historia, no obstante.

«La música del zombie», de Harlan Ellison y Robert Silverberg: En la historia más antigua del volumen, los dos maestros de la ciencia ficción crean un relato que intenta dar una explicación tecnológica a la resurrección de los fallecidos. En este caso, la reanimación periódica de un insigne compositor y concertista para que pueda seguir ofreciendo su obra al público sirve como reflexión para lo que significa la pérdida del “alma, de los sentimientos que acompañan al hecho de estar vivos. Todo un acierto.

«La representación de la pasión», de Nancy Holder parece ser una parábola sobre el cumplimiento de las promesas realizadas. Curioso, pero indiferente. Quizá haya que haber visto la representación a la que hace referencia para pillarle la gracia al tema, porque yo no lo he conseguido. Obviable.

«Casi el último relato de casi el último hombre», de Scott Edelman es un ejercicio meta literario sobre el tema de la aparición de los zombies y el modo de sobrevivir que tiene un escritor encerrado en una biblioteca sin volverse loco. Una sucesión de historias de lo que podría hacer o podría ocurrir, que no empieza a suceder realmente hasta que el protagonista cuenta su verdadera historia.

Y para cerrar el volumen, «Así declina el día», de John Langan, pone sobre las tablas una obra teatral en la que el “Director de escena” irá dando paso a las distintas historias y monólogos sobre cómo los habitantes de una pequeña ciudad residencial se enfrentan a la existencia de los zombies en su devenir diario hasta que, a través de un crescendo de amenaza y peligro, llega el estallido final. Un perfecto broche para poner cierre a la antología.

Quien solo busque sangre y vísceras puede salir defraudado de esta lectura, pero quien busque algo más, diferentes visiones, algo de introspección y reflexión, comedia y drama, seguramente obtendrá grandes satisfacciones de este volumen. Zombies en solitario y en manadas, e incluso historias en la que ni siquiera aparecen. Muertos vivientes muy físicos y otros que tan solo son simbólicos, metáforas de los muchos problemas que afectan al ser humano. No muertos agresivos y otros que casi parecen pacifistas. Enfoques que apuntan al horror sobrenatural más clásico y otros con un enfoque más de comedia o de drama, político o social. Ciencia ficción, terror, relato costumbrista, fantasía, romance... Una enorme variedad, que seguro no dejará indiferente al lector, con historias buenas, muy buenas, y algunas francamente horribles, pero con un nivel medio más que notable y con algunas propuestas sobresalientes y que demuestran que no solo en lo gore cabe el mito de los zombies. Interesante en general.