William Gibson.
Reseñas de : Santiago Gª Soláns.
Ediciones Plata. Col. Plata Negra. Barcelona, 2009. Título original: Spook Country. Traducción: Rafel Marín Trechera. 381 páginas.
William Gibson ambienta su última novela en nuestro presente —en 2006, más concretamente—, alejándose, como ya hiciera en la anterior Mundo espejo (Pattern Recognition, 2003), de la visión del futuro cyberpunk que él mismo contribuyó a crear; aunque en el presente de País de espías podemos observar muchos detalles, sobre todo en el desarrollo y aplicación de las nuevas tecnologías, que de alguna manera hermanan el libro con aquellas obras anteriores del autor. Como es habitual en su forma de narrar, la novela se divide en tres líneas, una de ellas aparentemente irreconciliable con las otras dos, pero que, nadie lo dude, están irremediablemente llamadas a encontrarse.
Ese presente de la novela es casi el nuestro; casi, pero no del todo. Hay multitud de pequeños, pero significativos, detalles que lo conforman más como una especie de mundo paralelo al nuestro, una extrapolación pausible de las tecnologías que van instalándose en nuestras vidas paulatinamente sin apenas darnos cuenta, más que como un reflejo de nuestra propia realidad. Así, País de espías viene a ser un thriller tecnológico con un barniz de novela de espionaje. La globalización de un mundo, nuestra Tierra, cada vez más «pequeño», donde los sucesos de un país cada vez tienen una mayor repercusión en los rincones más inesperados del orbe, donde la política de una nación adquiere ramificaciones mundiales, donde el movimiento de una «ficha» o de un «peón» tiene su respuesta a miles de kilómetros de distancia, y donde el arte y la música van adquiriendo un carácter unificado y cada vez hay menos sitio para innovar, hace que personajes totalmente ajenos terminen abocados a cruzarse y a compartir unos conocimientos que, quizá, ni siquiera sospechaban compatibles. En este sentido, el arte locativo al que Gibson da una enorme importancia en la novela —al punto que casi es el detonante que da origen a la historia— y que no es sino el remedo tecnológico de los graffitis callejeros, pero elevados a una complejidad y un anonimato mayúsculos —para poder disfrutarlos hay, primero, que saber dónde se encuentran y, segundo, disponer de la interfaz que permita su visualización—, con el mismo carácter efímero y temporal que aquellos —dependen en exceso de servidores, routers y suministro energético; tal y como queda demostrado en la propia novela—, termina uniendo de alguna manera casi imposible a todos los personajes de la novela.
Al final, queda la impresión de que País de espías no es precisamente una de las mejores novelas de Gibson, de hecho me atrevería a decir que es casi la peor, o al menos la más decepcionante, de ellas. La compleja, e incluso intencionalmente confusa, trama, llena de detalles que parece van a tener gran importancia y luego no sirven para nada, se resuelve finalmente en un “bluf” que deja muy insatisfecho al lector que se esperaba mucho más del autor de Neuromante. Tal vez se deba a que esta novela, supuestamente más realista y cercana, precisa de bastante más “suspensión de la incredulidad” que las novelas más futuristas del autor. Para ser una narración situada en nuestro presente —o en un pasado muy, muy cercano—, hay que tragar demasiadas “ruedas de molino” como para que la lectura resulte satisfactoria.
Hollis Henry es una ex estrella de una banda de culto de pop-rock indie, que perdió todo lo que había ganado en su carrera musical en la crisis de las punto com y que en la actualidad se dedica a escribir artículos como freelancer hasta que recibe una oferta irrechazable para trabajar para una nueva revista europea, Nódulo, dedicada a la música y las nuevas tendencias. Su primer encargo será, precisamente, investigar sobre el novísimo arte locativo y sus principales autores y promotores para lo que se trasladará a Los Ángeles en busca de Bobby Chombo, el paranóico creador del soporte que permite las invisibles esculturas holográficas y que resultará ser bastante escurridizo. Tito es un joven perteneciente a una familia de exiliados chino-cubanos, con misteriosas conexiones con la Rusia soviética y con la CIA, y que se mueve por un Nueva York marginal, participando en pequeñas actividades delictivas en torno al intercambio de «información» hasta que parece verse mezclado, de repente, en una trama de espionaje de altos vuelos, teniendo que abandonar todo lo que conoce en pos de la aventura. Brown es un agente secreto de no se sabe qué agencia gubernamental ni de qué país exactamente, o que quizá tan solo está trabajando para sí mismo con los conocimientos secretos adquiridos con anterioridad, que busca interceptar los mensajes de una red de traficantes de información para localizar un objeto en principio desconocido, tarea para la cual ha raptado a Milgrim, una adicto a las drogas, las pastillas de Ativan en concreto, y experto lingüista de un oscuro dialecto ruso, el volapuk, en el que la red parece comunicarse, con poco interés en la vida salvo asegurarse la siguiente dosis de pastillas y sumergirse en la lectura de un libro sobre oscuras e ignotas desviaciones religiosas.
Gibson pone en píe una interesante trama a priori, con la que consigue llamar la atención del lector y meterlo en la fragmentaria historia hasta que paulatinamente este se da cuenta de que la misma no termina de ir a ninguna parte. Y es que País de espías se desvela pronto como la simple búsqueda de lo que Alfred Hitchcok diera en llamar un «MacGuffin», un objeto en torno al que gira toda la trama y que en este caso no es sino un contenedor que se encuentra en paradero desconocido con un misterioso contenido en su interior, y al que todos, de forma consciente o no, buscan encontrar, cada cual con sus particulares fines. La irrupción en escena del filántropo multimillonario Hubertus Bigend —que ya apareciera en Mundo espejo y que tiene incluso el “honor” de poseer una entrada propia en la wikipedia— como uno de los principales jugadores en la sombra, patrocinador de la investigación de Hollis y con una agenda propia que no parece demasiado interesada en el arte locativo por sí mismo, sino como parte de un plan para alcanzar otros intereses a través de la figura de Chombo, no hace sino forzar aún más la credulidad del lector ante sus acciones.
Parece claro que Gibson ha intentado escribir una novela sobre los EE.UU. y el mundo post 11-S y todos los cambios geopolíticos que han tenido lugar desde entonces. Pero lo cierto es que se ha quedado en lo anecdótico sin entrar realmente en el fondo de la cuestión y sin tomar partido de una forma decidida. El lector en ningún momento llega a sentir una implicación emocional con lo narrado o con los personajes —un grupo de solitarios marginales con los que es muy difícil conectar—. No hay un sentimiento de apremio, de peligro, de suspense, al punto que el contenedor y su misterioso contenido no crean excesiva curiosidad y que finalmente, incluso con las bajas expectativas, defrauda miserablemente. La historia se desvela como demasiado simple, después de crear un escenario enorme, global, todo termina siendo demasiado local, demasiado interno, demasiado mezquino, con unos objetivos, visto lo que está en juego, demasiado pequeños. Y el carácter tecnológico que se le supone a las narraciones del autor termina limitándose a los medios técnicos necesarios para poner en marcha, mantener y contemplar el arte locativo —GPS, gafas de realidad virtual, hackers y servidores informáticos entre otros— y en el barniz que supone el sustituir los antiguos microfilms o cintas grabadas de las historias clásicas de espías por i-pod cargados de datos que van cambiando de manos. Demasiado poco para alguien que llegara a ser tan innovador en sus obras anteriores. Pero es que a nivel de simple novela de espionaje también fracasa de algún modo, no termina de entrar a fondo en lo que realmente significa una sociedad permanentemente vigilada, en constante tensión, con unos gobiernos que en pos de la seguridad recortan sin rubor las libertades civiles y donde la lucha contra el terrorismo justifica aparentemente cualquier “pacto con el diablo”. Muchos de los personajes tienen o han tenido contacto con agencias de espionaje o contra-espionaje, aunque en la novela todos parecen actuar por libre y con objetivos propios; el problema surge cuando esos objetivos no terminan de revelarse demasiado claramente o, cuando sí llegan a conocerse, resultan bastante flojos como motivación. Pase lo que pase a los protagonistas, al final prácticamente nada de lo sucedido tendrá una repercusión real ni importante en el mundo en el que estos se mueven. Y eso lo único que consigue es dejar muy frío al lector, con una sensación de decepción profunda dado lo que se esperaba de este autor.
Al final, todo se limita a intentar saber qué es el misterioso contenedor, qué contiene: ¿drogas? ¿armas? ¿documentos secretos? ¿tecnología revolucionaria?, a quién pertenece, quién lo ha puesto en marcha, dónde lo ha enviado, quién es el destinatario y qué quieren del mismo toda este variopinto y dispar conjunto de personajes y para qué. De forma voluntaria o medio obligados todos correrán en una especie de carrera a ciegas para ser los primeros en poner sus ojos sobre el objeto hasta alcanzar un desenlace, como poco, anticlimático. Desde luego, Gibson aprovecha para dar salida a muchos temas paralelos con los que el lector puede sentir que no ha perdido del todo el tiempo con la lectura: la forma en que se utiliza la tecnología y como su abuso puede producir una quiebra en la sociedad; el poder de la información y el peso obstaculizador de la burocracia en su intercambio; la volatilidad de la fama, que tan pronto se va como vuelve; la Historia secreta, ajena al común de los mortales; las manos en las sombras que mueven los grandes hilos; la excentricidad que permite la riqueza; el miedo que puede condicionar la actuación de toda una sociedad, llegando a renunciar a principios fundamentales tan solo para sentirse segura —la visión mostrada de unos Estados Unidos absolutamente doblegados por la congoja y la confusión que todavía hoy produce en ellos los hechos del 11-S, la paranoia creada en la psique colectiva al punto de que la desconfianza es el sentimiento predominante en cualquier relación nueva o cómo se desgarran por dentro con una guerra tan impopular como inacabable en Irak y Afganistán... Un país que se ha apartado peligrosamente de sus principios fundacionales y que todavía no ha encontrado un nuevo marco firme con el que remplazarlos— y que aún así nunca puede quitarse de encima la sensación de estar siendo continuamente vigilada, escuchada y observada. Es fácil darse cuenta de que País de espías y Mundo espejo no solo comparten un mismo escenario, sino que casi se superponen, dando lugar a una lectura paralela de resultados cuando menos curiosos, cuando no insospechados. Aunque, tras todo ello, lo cierto es que la sensación es de cierta indiferencia, la narración no consigue despertar un auténtico interés sobre lo que está pasando o sobre el destino de contenedor y personajes. La lectura termina siendo muy desapegada, sin implicación alguna, lo cual no deja de ser una lástima.
En cuanto al estilo, Gibson permanece fiel a sí mismo, con oraciones y frases cortas, cargadas de significado, directas y algo descarnadas; con metáforas duras, industriales, grises como las ciudades que pretende retratar, como el presente un tanto descorazonador en el que sitúa a sus personajes; con diálogos concisos, breves, que nunca van mucho más allá de lo que es imprescindible decir, pero con unas resonancias muy realistas, cargadas de significado, dando a cada personaje una voz y unos sentimientos perfectamente definidos e individuales.
Y después de todo, el lector se queda con demasiadas preguntas, con demasiados hilos que no van a ningún sitio, con demasiados detalles que al final no sirven para nada y que si Gibson se hubiera centrado un poco más en ellos se antoja que pudiera haber salido una novela mucho más interesante. Al final quedan demasiados destinos en el aire, demasiadas cuestiones sin resolución y demasiados callejones sin salida. Una lástima. Esperaba pero que mucho más de Gibson. Mi conclusión: Mucho ruido, demasiado, y pocas, muy pocas, nueces.
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