Que dulce y honroso es morir por la patria.
Encorvados, como viejos mendigos con el saco a cuestas,
las piernas encogidas, tosiendo como brujas, maldecíamos el lodazal,
hasta que volvimos la espalda a las luces obsesionantes
y empezamos a caminar hacia nuestro lejano descanso.
Los hombres caminaban dormidos. Muchos habían perdido las botas
pero seguían andando, heridos. Todos iban cojos, todos ciegos;
borrachos de cansancio; sordos incluso a los gritos
de los Five-Nines cansados, que pasábamos y dejábamos atrás.
¡Gases! ¡Gases! ¡De prisa, chicos! Un éxtasis a tientas,
para ajustarse a tiempo las extrañas caretas;
pero uno seguía gritando, dando traspiés,
y vacilando como un hombre metido entre el fuego o la cal...
A través de los cristales empañados y de la oscura luz verde,
borroso, como bajo un mar verde, le ví ahogarse.
En todos mi sueños, aparece ante mi vista sin que pueda evitarlo,
se lanza sobre mí, destripándose, atragantándose, ahogándose.
Si en algún sueño asfixiante pudieras tú también ir andando
detrás del carro en que lo echamos,
y ver los ojos en blanco retorciéndose en la cara,
su cara colgante, como la de un demonio harto de pecado;
si pudieras oir, a cada traqueteo, la sangre
que sube, gorgoteando espuma de los pulmones deshechos,
obscena como un cancer, amarga como el rumiar
de llagas malas, incurables, en lenguas inocentes,
amigo mío, ya no dirías de tan buena gana
a los niños que suspiran por alguna gloria desesperada,
la vieja mentira: "Dulce et decorum est pro patria mori".
Wilfred Owen.
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