Keith Donohue.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Grijalbo. Barcelona, 2008. Título original: The Stolen Child. Traducción: Ignacio Gómez Calvo. 383 páginas.
Partamos de una premisa un tanto incoherente: un niño es robado y suplantado por un “trasgo” que a partir de ese momento vivirá como humano la vida que le correspondía al raptado. El niño, a su vez, se transformará, no se sabe muy bien cómo, en trasgo, obteniendo por el camino unos poderes sobrenaturales, para pasados unos cien años robar y suplantar a otro niño, volviendo a ser humano y viviendo la vida que correspondía al nuevo raptado. Entonces nos encontramos que los “tragos” no existen como tales, tan sólo son niños robados de sus hogares, estancados en su crecimiento físico, que no mental, y que durante todo el tiempo de su miserable existencia ocultos en el bosque tan sólo sueñan con volver a ser “humanos” y poder crecer.
Tal vez es que me hago mayor y tengo ya demasiado “callo”, tal vez es que la cosa es tan ridícula como suena, pero lo cierto es que no le veo el sentido a la suplantación. Si al final el niño robado va a crecer de nuevo como humano solo que mucho tiempo después no entiendo el cambio. Si ya eres humano, ¿para qué vas a mal vivir durante cien años para volver entonces a ser humano? No tiene sentido. Al menos en el mito original lo que se intercambia es un bebe humano por un bebe trasgo, pero aquí ambos son adolescentes humanos. Para llegar al mismo sitio no hacía falta tanto enredo. Claro que entonces, seguramente, Donohue se hubiera quedado sin novela, porque precisamente todo el meollo de la trama de El niño robado gira en torno a los recuerdos que suplantado y suplantador conservan de sus vidas anteriores; unos recuerdos que les atormentan y que de alguna manera les llevarán a ambos al imposible intento de recuperar aquello que han perdido.
Así el lector se va a encontrar con que Henry Day, un niño de unos seis años, es raptado y suplantado por los trasgos. La novela diverge desde ese punto en dos historias paralelas, narradas ambas en primera persona. En la primera el “nuevo” Henry Day, creciendo como humano, se siente como un ladrón robado, con unos enormes remordimientos por estar viviendo la vida que le correspondía a otro, al tiempo que no puede evitar la nostalgia y el anhelo de descubrir qué fue de su auténtica vida y familia, de la que solo le quedan pequeños retazos que de vez en cuando acuden a su mente; algo que le impulsará en una existencia contradictoria a una búsqueda de sus raíces que no le permitirá disfrutar plenamente de su nueva existencia. En la segunda historia, el auténtico Henry Day, perdido su nombre tras el rapto y atormentado por los recuerdos de sus primeros años de vida, no conseguirá aclimatarse del todo a su nuevo ser como trasgo, no podrá “olvidar” como el resto de sus nuevos compañeros y vivirá una existencia dividida, trágica casi, donde el intento de recuperar, aunque solo sea en su mente o a través de la escritura, lo perdido centrará gran parte de su tiempo y esfuerzos.
Es El niño robado una historia triste, destinada sin duda a tocar el corazón del lector. Una historia de pérdidas (y de perdedores) en la que los protagonistas, a pesar de los triunfos obtenidos en sus respectivas vidas, se antoja que nunca podrán alcanzar la felicidad. El anhelo de lo perdido, inalcanzable ya, amarga su existencia y condiciona todo lo que van consiguiendo tras el cambio. En una lectura moral es como si el autor quisiera recomendar encarecidamente a sus lectores a mantener los pies en el suelo, aceptando los triunfos del día a día, las pequeñas alegrías, olvidándose de anhelos imposibles por encima de sus posibilidades y destinados sin duda al fracaso. Hay que aceptarse cada uno a si mismo como es, parece decir, y no como uno piense que podría haber sido.
De hecho, la especie de “happy end” con el que se cierra el libro gira precisamente sobre ello. Un final que pone a cada cual en su sitio y permite al lector girar la última página con satisfacción y la mente tranquila, consciente de haber leído una historia “bonita”, con el punto justo de sensibilidad y drama, con unas gotitas de crueldad, con sus buenas dosis de tristeza y emoción como para agradar a cualquiera. El niño robado se muestra así como una novela “fabricada” para agradar a un público muy amplio, parte cuento de hadas y parte historia de misterio, sensiblera sin ser “ñoña”, con un puntito perverso, dulce sin edulcorante, y triste con un final de esperanza para no remover las conciencias. Para un público, en definitiva, a quien la aparente incoherencia de la que hablo al principio no le importa en absoluto y seguramente ni siquiera reparara en ello.
Hay más lecturas, desde luego. El autor desvela un mundo crepuscular, el fin de una era. La fantasía y los seres fantásticos se van viendo arrinconados cada vez más por el crecimiento de la sociedad humana, por la realidad cotidiana; los trasgos se ven abocados a la extinción, cada vez más cercados por las construcciones humanas y sin una razón para su existencia. Algo se está apagando y cuando se apague del todo el mundo será un lugar más triste y solitario. El menguante bosque en el que viven los trasgos, cada vez más amenazado por las urbanizaciones y los excursionistas domingueros, es metáfora tal vez de la fuerza arrolladora con que el racionalismo ha acabado con los mitos y leyendas.
Está también el anhelo de la infancia, el sueño de una inocencia perdida, quebrada por el crecer, abandonada con los años. Un espejo deformado con el que mirar por encima del hombro y preguntarse dónde se fue todo aquello que se vivió una vez. A través de una prosa muchas veces poética el autor imprime en sus páginas una melancolía por los tiempos pasados que no han de volver y que siempre se antojan mejores. Una agradable nostalgia que propicia que el propio lector eche la vista atrás y se cuestione lo vivido.
Es una novela cargada de simbolismos, como el hecho de que tras el rapto del niño humano, el mismo deba ser sumergido en las aguas de un río, de las que emergerá ya convertido en trasgo dispuesto a afrontar su nueva condición y vida. Como el mismo bosque que va retrocediendo. O como la visita al mar donde terminan todos los caminos... Desde luego, hay mucho que escarbar y descubrir en las historias divergentes hasta la confluencia de los dos Henry Day.
1 comentario:
Caramba, acabo de terminar de leer el libro y me he llevado una sorpresa. No me tengo por una lectora complaciente y me había quedado más que satisfecha con la lectura de este libro. Y sin embargo al leer tu reseña no puedo estar más de acuerdo con todo lo que indicas, especialmente el hecho de que efectivamente el libro aún pareciéndome tan bonito no me ha removido la conciencia quizás como debería.
Sin embargo, tampoco me parece que el libro finalice con todo en su sitio. La situación más dramática sigue siendo la del auténtico Henry Day. Su camino es la resignación. Buscará su propia felicidad, pero renunciando a su verdadera identidad o a cualquier esperanza de retomar su vida donde la dejó.
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