David Wellington.
Reseña de: Jamie M.
Timun Mas. Col. Terror. Barcelona, 2010. Título original: Frostbite. Traducción: Joan Josep Mussarra. 297 páginas.
David Wellington parece decidido a revisitar y dejar su particular impronta en todos los monstruos clásicos de la literatura de terror; si anteriormente dedicara sus obras a zombies y vampiros, en esta ocasión la ha tocado el turno a los hombres lobo o licántropos. Unos licántropos que, alejándose de la corriente tan de moda de la fantasía urbana en que hay que encontrar un punto humano y bondadoso en las criaturas sobrenaturales, son absolutamente inhumanos, criaturas fruto de una terrible maldición que tan solo buscan absoluta libertad y disfrutan destrozando a cualquier hombre o mujer que tenga la mala suerte de cruzarse en su camino. Mientras se encuentran transformados en lobo, no tienen conocimiento de su otra existencia, no tienen una conciencia humana dentro de un cuerpo lobuno, no tienen piedad ni sentimientos morales más allá de su odio ancestral a la raza de sus alter-egos, no hay una dualidad coexistiendo que contenga sus impulsos transgresores, son totalmente otra cosa, puro animal; dominados por sus instintos agresivos y la sed de sangre, solo se les puede matar mediante la plata, que los envenena... Y cuando vuelven a ser humanos los recuerdos de lo que han hecho en su forma lobuna son tan difusos que se podrían considerar prácticamente inexistente, aunque los resultados que suelen encontrarse a su alrededor al volver en sí, no les dejan dudas sobre a lo que han estado dedicándose mientras la Luna se encuentra, en cualquiera de sus fases, por encima del horizonte.
En estas circunstancias, el autor comienza la novela directamente con una escena de acción, sumergiendo al lector y de paso a la protagonista, Cheyenne Clark, una excursionista medio perdida en las inhóspitas tierras del noroeste del Ártico canadiense, directamente en un torrente súbitamente inundado de agua helada que la arrastrará y zarandeará hasta llevarla cerca de la muerte y de donde saldrá con pocas esperanzas de supervivencia dados los escasos recursos que le quedan tras la ordalía. Sin embargo, cuando decide luchar y seguir adelante para salvar su vida, pronto descubrirá que la escasez de sus pertenencias es el menor de sus problemas al verse asediada por una manada de lobos de los que apenas podrá escapar gracias a la presencia de un ser más aterrador todavía... ¿o no ha escapado en absoluto?
Cambiando, justificadamente, los escenarios urbanos tan cercanos al género últimamente, Wellington hace que prácticamente toda la acción se desarrolle en una zona de bosques deshabitados, en un territorio de fría soledad donde lo normal sería que un excursionista no se encontrase son otro ser humano a lo largo de días y días y que termina convirtiéndose en un elemento definidor de toda la narración. Plantea desde un principio el autor la idea de que Chey no es una excursionista que solo busca hacer turismo de aventura, sino que esconde un secreto propósito tras su viaje. Cuando se vayan incorporando más personajes a la acción (el enigmático Dzo, el ermitaño Monty Powell, el agente Robert Fenech, el militar retirado Bannerman, los hermanos Pickersgill con su empresa de control de cánidos...), la madeja se irá liando cada vez más, mezclando los rastreros intereses humanos con la fuerza bruta y desatada de que hacen gala los licántropos, hasta que la violencia sea el único camino para resolver la situación planteada. Se producirá, claro está, un enfrentamiento en que cada protagonista deberá elegir un bando sin tener demasiado claras las consecuencias.
Como un punto negativo en una historia como la que relata Balas de plata, Wellington no se rompe demasiado la cabeza con la transformación, que es más bien un intercambio mágico de cuerpos; si en un momento dado se encuentra presente la persona, cuando aparece la luna ésta se desvanece, como si se hiciera intangible, y de pronto allí está el lobo (un lobo “real”, quizá más grande de lo normal, pero no antropomórfico), sin transición, sin transformación. Es quizá en eso, y en la falta de una explicación a fondo del origen del mito, de la maldición inicial que les ha condenado a esa naturaleza, donde más falla la trama, dejando al lector con ganas de conocer de dónde vino el primer licántropo. La forma de contagio es también algo insatisfactoria, llevando a pensar que si fuese tal y como se narra los hombres y mujeres lobos del mundos serían mucho, pero que mucho más habituales y numerosos de lo que se da a entender en la novela, a pesar de justificaciones de erradicaciones pasadas (sobre todo en Europa) que aparecen en el texto. Se da a entender que la existencia de la licantropía es de dominio público, vistas ciertas conversaciones, actuaciones y situaciones (se antoja imposible que el común de los mortales desconozcan su existencia visto lo que se explica de las circunstancias de la Europa medieval); sin embargo hay momentos en que el autor parece dar a entender, algo contradictoriamente, que ese conocimiento no está tan extendido como pudiera parecer, sorprendiendo a los implicados cuando se produce el fatalmente mortal ataque de unos de estos seres que toma desprevenidos a los implicados.
La prosa de Wellington es directa, libre de artificios, fluida y ágil, muy adecuada para la historia que se está narrando, dotando a la trama de una rapidez no exenta de emoción que se ve quebrada por algún momento de mayor introspección, y algunos largos flash back, centrados sobre todo en la vida pasada de Cheyenne y de Powell, que aporta conocimientos sobre la situación general del mundo más allá de los bosques árticos. Con un atisbo de romance que no llega a desarrollarse (ni falta que hace), los personajes, salvo la protagonista principal, se encuentran excesivamente desdibujados, planos, y de ellos el lector tan solo va a conocer lo necesario para que la acción siga adelante. Al final parece que todo se reduce a la lucha entre la naturaleza desatada y la codicia humana, con una poco sutil crítica al abuso de los recursos naturales, a la contaminación de los parajes “vírgenes” y a la ambición económica por encima de cualquier otra consideración. Acción, violencia, sangre, decepciones, traiciones y un final cerrado que, sin embargo, deja abierto el camino para una continuación que, al ritmo al que está ofreciendo Timun Mas las obras del autor, no creo que tardemos mucho en ver publicado en nuestro país (o al menos eso espero, ya que entretener, entretiene).
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