Anna Starobinets.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Nevsky Prospects. Madrid, 2012. Título original: Живущий. Traducción: Raquel Marqués García. 382 páginas.
1984. Un mundo feliz... El Vivo. Salvando tiempo y espacio, una larga cadena de firmes eslabones une a aquellas grandes distopías
con el libro que nos ocupa. Un futuro totalitario, aparentemente
perfecto, pero con grandes sombras, donde se va a desarrollar una
compleja intriga, sirve a la autora como perfecto vehículo para la
crítica social y la denuncia de ciertos regímenes políticos que solo
buscan perpetuarse en vez de buscar activamente el bien de sus
ciudadanos. Un muy interesante e ilustrativo prólogo de Julián Díez
abre con acierto el volumen y pone en antecedentes, tanto históricos
como literarios, la obra, remarcando algunos de los puntos destacables
de la misma que no conviene pasar por alto. Aventura, distopía, thriller
político y de intriga, cyberpunk, realidad virtual, redes sociales,
post catastrofismo, denuncia ecológica y social, entomología... y mucho
espacio para la reflexión.
Tras La Gran Reducción,
una pandémica enfermedad que arrasó con gran parte de la Humanidad, ya
fuera directamente o por los disturbios y crímenes que se produjeron a
su amparo, en un futuro indeterminado, lejano pero que sin embargo
mantiene ciertos puntos de contacto con el presente, la Tierra se encuentra poblada por tres mil millones de habitantes, que son los que conforman el número de El Vivo Eterno —y no tres billones como se ha escapado en la traducción de contraportada—. La muerte no existe. Cuando un individuo entra en la pausa
—cinco segundos de oscuridad—, vuelve a encarnarse como un bebé que
recibe el mismo código determinado e intrasferible del «pausado». En
torno a este ciclo vital se ha establecido un rígido sistema político y
social, mediante un férreo control de la existencia de los individuos,
que ha creado un nuevo orden mundial que ha hecho del determinismo su
razón de ser. A los siete años a todos los ciudadanos se les implanta un
dispositivo, conocido como el Socio,
que les permite acceder a las diversas «capas» de información virtual
en torno a los que estructurarán su existencia. A todas luces se trata
de un sistema, en apariencia, perfecto y feliz.
Por
eso todas las alarmas se disparan cuando lo imposible tiene lugar y
aparece un nuevo código, o más bien un individuo que carece del mismo: Cero.
Su mera existencia lo cambia todo, y las autoridades no saben demasiado
bien cómo enfrentarse a una situación que entra en contradicción con
todo lo establecido como dogma incuestionable y lanza un torpedo a la
línea de flotación del propio sistema. Encerrado en un «reformatorio» y
sin haber sido conectado al Socio, y por tanto sin poder acceder a la
red global que todos a su alrededor dan por sentada, Cero se convierte
en un paria, una persona fuera de la sociedad, incapaz de comunicarse
como todos los demás, salvo en un nivel muy básico, pronto va a
empatizar con los más desfavorecidos entre sus compañeros de encierro.
Su existencia va a convulsionar, por su mera presencia, todo el sistema
poniendo su misma existencia en peligro.
La
autora juega abundantemente al despiste, al engaño cómplice con el
lector, dando por sentadas cosas que luego se revelan totalmente
diferentes, cambiando constantemente el punto de vista y volviendo sobre
sus pasos cuando es necesario. La virtualidad tiene enorme importancia,
porque quizá no todo lo que se ve sea tan real como sus protagonistas
piensan, porque quizá haya manos insospechadas manejando los hilos,
porque quizá lo que en un primer momento recibe un nombre conocido en
realidad describe a algo muy diferente de lo que se entiende hoy día.
Toda la trama está estructurada a modo de varios conjuntos de muñecas rusas,
que se mezclan además con piezas intercambiables, historias dentro de
historias que de repente mudan de rostro y muestran una dirección
inesperada. Las mismas «capas» son ejemplo de ello, más difusas contra
más profundiza el usuario alejándose de la «realidad» física, la primera
capa, despreocupándose de la existencia material, de los bienes y
posesiones, del aspecto personal, de las relaciones no virtuales —el
sexo carnal es una mera obligación reproductiva, algo sucio, mientras
que el placer se reserva para una capa o «programa» especial, Luxuria, donde todo lo imaginado es posible—...
La
identidad, tan importante en un mundo donde la población ni aumenta ni
disminuye, tiende sin embargo a difuminarse y al final nadie conoce
tangiblemente a nadie. Todos pueden esconderse tras su avatar,
convirtiéndose en aquello que deseen ser sin tener que preocuparse de
su verdadero aspecto. Los policías, «planetares», permanecen siempre en
el anonimato, incluso en la primera capa, escondidos tras máscaras de
espejo, sin mostrar nunca al mundo su auténtico rostro, impersonales,
implacables, sin dejar entrever sus sentimientos ni dejar que nadie sepa
quién son realmente.
Starobinets
describe una sociedad altamente estructurada y dirigida, con
inflexibles reglas, con todos los detalles regulados y muy poco espacio
para la libertad o el libre albedrío. Desde su «renacimiento» todos los
habitantes están predestinados a ser lo que fueron, con muy pocas
opciones de auténtico cambio, dado el historial que contiene cada código
y las cartas que aquellos que van a la pausa escriben a sus futuro «yo»
explicándoles lo que han sido anteriormente. No es una auténtica
inmortalidad —de hecho, ni siquiera es el tema principal de la novela—.
No es que exista una transferencia directa de memoria o de recuerdos, y
no es obligatorio que el individuo continúe en el mismo puesto o
profesión que ejerciera anteriormente, pero sí existe una evidente
promoción de la continuidad favorecida por el sistema como una forma más
de control. El Vivo
decide en cada encarnación donde vivirá cada individuo, en qué
trabajará, cuándo deberá acudir a la pausa... Las elecciones tangibles
de una persona son en realidad más bien pocas.
Los
ciudadanos, la mayoría de ellos, son felices con el Socio, que les
permite desde la comunicación entre ellos vía «chat» hasta el disfrute
del ocio tanto «televisivo» —con dos series obligatorias entre las que
elegir— como el «relax» con juegos virtuales en Luxuria o la diversión
proporcionada por el FrikTube. Se trata en definitiva de un dispositivo
del que dependen para cualquier aspecto del día a día, monitorizando
incluso la salud en todo momento, y del que no se puede escapar, ya que
si alguien se desconecta voluntariamente a los 40 minutos vuelve a
conectarse sin darle opción. No hay lugar para buscar la soledad, ningún
sitio donde el sistema no te controle, ni forma de escaparse de la
rueda de vida, pausa y reencarnación. Los individuos son inmortales de facto, y como tales están condenados en cierta forma a vivir siempre su rígida existencia.
Y allí destacan los desamparados, los perdedores, la basura que se esconde debajo de la alfombra, condenados a vivir en guetos
miserables y a realizar trabajos degradantes. Gentes que, dado el
sistema de códigos predeterminados, difícilmente van a escapar de su
situación. Así, los que antaño fueran criminales son encerrados
directamente desde su nacimiento, culpables de un delito hereditario,
sin darles ninguna oportunidad de desarrollo personal o de cambio en su
vida, convirtiéndolos en auténticos retrasados mentales encerrados de
por vida.
Es esta una sociedad sin ancianos, sin enfermos, sin familia ni amor por los niños —hasta el punto de considerarlo un grave delito— ni auténtica libertad. Una sociedad policial, inmovilista, condenada al estancamiento, dirigida por una cúpula privilegiada, que guarda celosamente su poder, incluso transgrediendo sin pudor las reglas que ellos mismos impulsan y obligan a cumplir a sus ciudadanos.
Starobinets
lleva las redes sociales, con todas sus virtudes y todos sus peligros, a su máximo exponente, con toda la población
conectada de forma permanente y relacionándose preferentemente de forma
virtual hasta llegar a no saber interactuar correctamente en persona,
habiendo incluso desarrollado una jerga derivada de palabras sacadas
directamente de los chats. Sin embargo, con todo el mundo conectado se
antoja que el lenguaje empleado en la narración para comunicarse de
forma casi telepática habría evolucionado algo más que el formato de
correo electrónico o los listados de opciones utilizados por la autora.
El vivo es una muy interesante distopía,
que invita a disfrutar de los recovecos de la historia a través de un
llamativo ejercicio estilístico —y, sin tener ni idea de ruso, de una
buena traducción, que no chirría en ningún momento—, llenando el texto
de transcripciones de chats, de documentos oficiales, de
interrogatorios, de descripciones directas, de diálogos... que dan
enorme variedad al texto. La autora utiliza diversos puntos de vista en
primera y tercera persona, dotando a la trama de unos cuantos giros
bruscos pero no forzados, con tantas capas de lectura como niveles tiene el Socio,
para ofrecer una denuncia obvia de los totalitarismos, del color que
sean, y de los gobiernos despóticos, que se revelan tan injustos aquí
como siempre en nuestra realidad, con los dirigentes abusando de su
posición y buscando perpetuarse en su cima. Pero también, y como
complemento o apoyo de lo anterior, de la manipulación del lenguaje, de
la anulación del individuo al ser sumergido en la masa aborregada, de la
lucha contra la tiranía, del «elegido» y de los peligros de los
«iluminados», del derecho a elegir, de los peligros de las redes
sociales y la inmersión virtual lejos de la realidad, y de la necesidad
de la muerte. La novela es una descarnada crítica social de todas las
injusticias y de las discriminaciones dentro de un estupendo thriller de
intriga y misterio. Sin duda, una lectura subyugante.
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