Manuel Miyares.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Sportula. Gijón, 2013. Edición digital (epub). 123 páginas.
Sólo hay una palabra que llegue a cubrir o describir todos los matices de esta novela, que la defina en toda su profundidad y objetivos, que destile la esencia de lo que intenta transmitir: Gamberrada. Es difícil calificar en su integridad Garaje 451 de ninguna otra manera. Eso sí, una gamberrada tan simpática como entretenida, tan divertida como surrealista, tan absurda como profundamente humana. Una novela corta con grandes dosis de locura que lleva a los lectores en un acelerado carrusel, siempre a punto de descarrilar, de aventuras sorprendentes de gran variedad genérica y temática. Miyares ofrece una historia absolutamente loca —quien haya leído el cuento del autor Una mañana mejor (versión del escritor), incluido en el libro electrónico promocional Empaquetados, se podrá hacer una idea bastante cabal de por dónde van a ir los tiros tanto en la trama como en el estilo dado que el relato «adapta» parte de lo que se va a encontrar en el presente volumen—, escrita con la manifiesta intención de divertir y hacer pasar un buen rato y que termina ofreciendo algunas reflexiones sobre el género, sobre sus clichés y lugares comunes, ciertamente certeras.
En un mundo donde la gente «normal» vive en el subsuelo y sólo los privilegiados, la élite, acceden a la superficie junto con unos pocos elegidos que pasan unas pruebas especiales, un joven vive en una plaza de garaje, y él es de los afortunados, de los que tienen plaza privada con su persiana propia y todo para mantener a salvo sus pertenencias; otros muchos tienen que conformarse con vivir en una plaza de parking abierto, entre las simples rayas blancas pintadas en el suelo. El protagonista, él mismo de lo dice a sus lectores, está enamorado, pero en el momento decisivo, como suele ser en él habitual, la caga y la chica sale, literalmente de su vida. Desesperado, echará mano de la ayuda de un científico algo loco llamado Emmet Marrón —sí, los «homenajes» plagan el texto— que ha inventado con unas latas de refresco vacías y un silbato una máquina de viajar en el tiempo y entre dimensiones paralelas —como bien explica, más bien es un dispositivo de tránsito transdimensional entre realidades alternativas, ya que el tiempo no se puede recorrer arriba y abajo alegremente así como así—. Eso sí, a la máquina le ha añadido una bicicleta de montaña, «tuneada» con el resto de elementos, lo que hace el transporte mucho más cómodo, salvo que el «conductor» se clave el sillín en los glúteos al saltar sobre él en los cambios de universo —algo a tener muy en cuenta cuando el protagonista sufre una irremediable convulsión por bajarse pantalones y ropa interior para enseñar a la más mínima oportunidad sus innombrables—. El joven se embarcará sin dudar en un mareante viaje a la búsqueda de, si no de la original, al menos una versión alternativa de Vanessa, chica de sus desvelos. Y desvelos va a tener pero que muchos a partir de entonces.
En un periplo bastante desenfrenado, el joven ocupa el lugar de su propia versión en cada uno de los lugares que visita, encontrándose con los alter egos de sus amigos, y de las vidas singulares que llevan en cada sitio. Un viaje que la va a llevar por una sucesión de mundos paralelos en lo que despiadadamente el autor va ofreciendo un repaso con mucha ironía de filias y fobias propias y de buena parte de los tópicos recurrentes de la ciencia ficción, la fantasía y cuantos géneros se le ponen a tiro: la Literatura en sus muchas facetas, los comics, los videojuegos y el rol, el psicoanálisis, el cine, el erotismo, los zombies, los extraterrestres, el viaje a otros planetas, la burocracia, la religión, el romanticismo, el propio viaje temporal o interdimensional…, son triturados con acierto demoledor, afán crítico y mucha ternura con la colaboración de un protagonista bastante descerebrado y despendolado, proclive a actuar sin pensar, dado al histrionismo y a bajarse los pantalones a la menor ocasión. Un protagonista desquiciante sin duda, con una muy curiosa filosofía de vida que no duda en compartir, consciente de encontrarse dentro de un relato y rompiendo sin dudarlo la cuarta pared, con sus lectores.
Sin embargo es precisamente esta sucesión de saltos y de universos, cuyas «visitas» difieren bastante en longitud y duración, y que tanta variedad y enfoques permite al autor, la que dota a la novela de una cierta irregularidad, dado que no todos los mundos visitados y los episodios vividos tienen, no podía ser de otra manera, el mismo interés o la misma «gracia». Todos ellos hacen gala, no obstante, de un humor cargado de guiños y referencias, un humor a veces sutil, a veces tierno, muchas veces grueso, a veces autorreferencial, a veces sofisticado, a veces escatológico, siempre absurdo y surrealista, muy en la onda de los gags más delirantes de los Monthy Pyton que la hace en muchos momentos incluso hilarante, aunque hay que «conectar» con ese tipo de «chistes». Garaje 451 es así una novela breve que no parece buscar sino el hacer pasar un buen rato a sus lectores, superando con creces el reto. Simpática, irreverente, divertida, paródica, llena de acción absurda, excéntrica y de bromas de dudoso gusto. Lo dicho: una gamberrada. Pero ¿y lo bien que sienta una de vez en cuando?
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