Stieg Larsson.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Destino. Col. Áncora y Delfín vol. 1137. Barcelona, 2008. Título original: Flickan som lekte med elden. Millennium 2. Traducción: Martin Lexell y Juan José Ortega Román. 751 páginas.
Muy posiblemente esta va a ser otra de esas reseñas en la que prima más lo subjetivo que lo objetivo. De hecho, me ha costado mucho tiempo ponerme a escribir hasta decidirme si la hacía o no, ya que hace bastante que leí la novela y, ante las sensaciones tan negativas que su lectura me provocó, lo he ido dejando macerar en mi mente para ver si se me aclaraba algo, y sí, algo sí lo ha hecho, más que nada confirmando la impresión que ya tenía. Entre todos esos sentimientos que la lectura ha dejado en mi cabeza en torno a La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina el predominante es sobre todo el de incredulidad; y es que durante la mayor parte de la novela la sensación dominante era la de tomadura de pelo. Todo aquel que se haya leído mi reseña de Los hombres que no amaban a las mujeres puede hacerse buena idea de que esa primera entrega de la saga de Millennium me gustó bastante, por eso supongo que la enorme decepción y desencanto que ha supuesto para mí esta segunda ha sido todavía mayor.
Y es que uno al menos lo que pide es que haya una coherencia mínima entre un libro y otro, que los personajes sean fieles a sí mismos y que el argumento se mantenga dentro de unos límites realistas conforme había establecido en la primera entrega. Nada de ello sucede.
Larsson factura de nuevo en esta ocasión una novela en torno a una investigación criminal por parte del staff de la revista Millennium, esta vez sobre la trata de blancas (aquí llamada por el más “culto” termino técnico «trafficking») destinadas al mercado de la prostitución procedentes de los países del este; y lo hace con las mismas armas literarias con las que ya lo hizo en su anterior novela; es decir, escasos recursos narrativos y una escritura plana y directa, que en la primera se sustentaba en una trama francamente interesante en la que sumergirse, con una intriga perfectamente mantenida, y con una línea de investigación clara, fluida, coherente, con el número justo de pruebas, de sospechosos y de giros. El problema surge cuando el entramado creado para la que ahora nos ocupa no tiene ni punto de comparación con el de aquella. La acumulación de tramas, confusas la mayor parte de las veces, de personajes sacados de la chistera, de malos de opereta, de casualidades acumulándose una encima de otra sin justificación pausible, no colaboran a hacer precisamente atractivo el libro. De buenas a primeras el autor, no se sabe si intentando potenciar aún más lo que sin duda era uno de los puntos fuertes de la primera entrega, convierte a Lisbeth Salander en una especie de superheroina capaz de enfrentarse a un huracán para rescatar a una indefensa dama de su maltratador ―y el tema de los “superpoderes” ocultos va a más casi al final de la novela, después de haber mantenido al personaje escondido durante gran parte de la misma, y donde la incredulidad del lector no puede ser puesta más a prueba, fracasando por lo que me han comentado otros lectores en muchísimos casos―.
Tras esta tropelía, se empeña a arrastrar por los suelos el personaje de Mikael Blomkvist, un magnífico y metódico investigador en Los hombres que no amaban a las mujeres y un patético patea avisperos en la que nos ocupa: tras demostrar que sabía perfectamente construir una línea de investigación llena de interés y coherencia, aquí la “estupenda” forma de investigar se limita a encontrar por casualidad una pista y entonces ir de puerta en puerta a ver si suena la flauta y el caso se le resuelve solo. Es muy triste ver como unos personajes llenos de posibilidades ―ya demostradas, de hecho, con anterioridad― se desperdician de esta manera.
La trama de la trata de blancas queda pronto ―es un decir, tras una “introducción” que se antoja interminable― diluida en un segundo plano en favor de la supuesta implicación de Lisbeth en unos asesinatos que amenazan con complicarle hasta el extremo su ya de por sí complicada vida ―ahora algo menos complicada, gracias a los millones estafados al malo en la anterior novela―, con algunos vistazos a su pasado que intentan hacer comprender al lector porqué es cómo es; y de una serie de subtramas francamente obviables, que no aportan nada interesante al relato y que distraen en exceso de lo que sí debería ser importante.
La acumulación irrelevante de detalles que ocupan páginas y páginas, no hace sino torpedear la línea de flotación de la novela: las continuas listas de compra en IKEA ―detallando los nombres de cada mueble elegido o descartado― o en H&M, las múltiples ocasiones en que Mikael baja a hacer la compra diaria, las enormes cantidades de veces en que se toma su café latte, todas las visitas al 7-eleven... dan ganas de lanzar el libro por la ventana como desahogo. Decir que sobran páginas, muchas, es quedarse corto.
Pero todo hubiera sido perdonable si la trama hubiera sido tan interesante y hubiera estado tan bien construida como la anterior, cosa que en absoluto sucede. Por un lado Larsson en momento alguno consigue que el lector empatice con los implicados en la investigación y por otro el cúmulo de casualidades forzadas, de personajes cruzados que resultan ser parientes, las relaciones cogidas con pinzas, el que todo parezca estar relacionado con o girar en torno a los protagonistas ―sobre todo Lisbeth― y ese final... fuerza en exceso la credibilidad de un lector que después de todo no está dispuesto a que lo hagan comulgar con ruedas de molino. Todo es excesivamente superficial, vanal; un tema tan importante como el tráfico de mujeres con fines de explotación sexual queda prácticamente en nada, eclipsada por el total protagonismo de los problemas, actuales y pasados, de Lisbeth. Y lo peor es que todo es inverosímil, increíble, exagerado hasta decir basta.
Además, para poner un último clavo en el ataud, donde en la anterior todos los hilos quedaban perfectamente atados, en La chica que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina no sucede. Es cierto que la trama “principal” de la trata de blancas se cierra, pero quedan demasiadas cuestiones personales en el aire para, supongo, ser retomadas en La reina en el palacio de las corrientes de aire. Terminé el libro por puro esfuerzo de voluntad y puedo prometer que aunque me quede con la duda ―que no me corroe en absoluto― de ciertas cuestiones que quedan en el aire NO me voy a leer la tercera parte ni aunque me la regalen. Decepción es decir poco, además que viene a dar la razón a los que abominan de este tipo de libros éxito de masas. Qué lástima.
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