Las Monarquías de Dios, libro III.
Paul Kearney.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Alamut. Col. Serie Fantástica. Madrid, 2011. Título original: The Iron Wars. Traducción: Núria Gres. 245 páginas.
Después
de llegar a peligrar su edición en español, por fin ha visto la luz el
tercer volumen de esta seria gracias a una curiosa y meritoria
iniciativa de la editorial por la que se ofreció a los lectores la
posibilidad de suscribirse a los tres últimos libros como única forma,
alcanzado un número mínimo de suscriptores, de garantizar la publicación
de estos en nuestro país. Conseguido ese número imprescindible el libro
se pondrá a la venta en librerías próximamente, mientras los
suscriptores lo vamos recibiendo entre agosto y septiembre.
Tras haberlo leído, lo primero que llama la atención es que este tercer libro de Las Monarquías de Dios es un poco menos coral que los anteriores, El viaje de Hawkwood y Los reyes heréticos,
y la parte del león se la lleva en esta ocasión —como muy acertadamente
ejemplifica la editorial llevando a su espectacular portada a un
coronel Corfe Cear-Inaf con su armadura merduk pintada de rojo— el desarrollo de la guerra en el interior de Torunna contra los invasores orientales. Hay por supuesto en la novela pequeñas «subtramas», una con el destino del rey Abeleyn de Hebrion
en la destrozada Abrusio tras la desgraciada situación en que quedara
al final del anterior, con el destino de su reino, de su amante lady Jemilla y de su supuesto hijo en el fiel de la balanza; otra con los religiosos Albrec y Avila intentando llevar ante Macrobius
el manuscrito que podría cambiar radicalmente la fe rasmusiana y todo
el continente a su paso; e incluso una muy breve aparición de Heria, la
esposa de Corfe, con una revelación que promete muchos quebraderos de
cabeza en el futuro. De Hawkwood y
sus compañeros poco o nada se sabe, ya que no hay ningún capítulo
dedicado a los sucesos que puedan estar teniendo lugar en el continente
occidental, y su presencia es más bien testimonial, por el recuerdo de
alguno de los conocidos que dejaron atrás, antes que presencial en la
acción, hasta terminar el epílogo.
Como bien se vió al final del libro anterior, Corfe
ha conseguido su propio mando, aunque sus tropas sean unos salvajes
indisciplinados que debe convertir desde su costumbre de luchar a pie y
de forma independiente en una temible caballería pesada que actue de
forma coordinada. Y tiene muy poco tiempo para conseguirlo antes de que
las envidias que ha despertado en la corte, y en el propio rey, el favor
que le ha dispensado la reina madre le hagan caer totalmente en
desgracia. Debe mantenerse en la senda victoriosa, que si bien pueden
exacerbar todavía más los odios que despierta en los nobles y los mandos
torunnianos, al menos le va a granjear la admiración y fidelidad de sus
guerreros.
Así,
el destino del dique de Ormann y la llegada de las tropas merduk a
tierras torunnianas van a centrar gran parte de los desvelos de Corfe,
ocupando la mayor parte de la narración, dando lugar a intensos,
emocionantes y sangientos combates sobre el terreno, con cientos de
muertos, pero también a enfrentamientos intestinos dentro de la corte,
entre la intransigente forma de afrontar la guerra del rey y sus leales
aduladores y la mucho más realista del superviviente de Aekir y alguno
de los oficiales torunnianos con cierta experiencia bélica y que saben
lo que realmente se están jugando. Las intrigas palaciegas, como ya
sucediera en anteriores entregas por otra parte, cobran especial
importancia, con los juegos de poder de los nobles y la frustración de
los que se ven envueltos en los mismos viendo como la inoperancia se
impone sobre la lógica.
Kearney forma parte de la actual hornada de escritores, junto a Martin o Abercrombrie por ejemplo, que buscan imbuir a la fantasía épica
de un alto sentido de realismo y veracidad, mostrando en toda su
crudeza el horror de la guerra y las batallas, ofreciendo tanto la
visión gloriosa de una carga de caballería como el sufrimiento que
comporta, la mezcla de heroísmo y estupidez, sin escatimar sangre y
atroces muertes, sin evitar a sus protagonistas heridas y dolores,
retratando a los personajes con diseccionadora humanidad, con sus bajas
pasiones y sus tristes esperanzas, con sus ruines motivaciones y sus
anhelos imposibles, con sus simples alegrías y placeres, sus envidias y
traiciones, incluyendo en la acción la magia, el dweomer,
de la forma más natural y sencilla, integrándola a la perfección sin
que chirríe junto a los elementos más cercanos a una narración
«histórica». De este modo, la inclusión junto a las escenas de acción de
acertadas referencias a la intendencia de las campañas, a las caravanas
de suministros y víveres, al cuidado de los pertrechos..., no hace sino
realzar esa sensación de realismo en la mente del lector y hace muy
fácil «creerse» lo que se está leyendo.
Si
algo define este libro es la emoción y la intriga, el deseo de conocer
cómo van a evolucionar las cosas, cómo los reinos rasmusianos van a
poder salir —si es que salen— de la difícil situación en que la división
religiosa, causada mayormente por ambiciones políticas muy terrenales,
les ha metido, cómo podrán los protagonistas adaptarse a las
circunstancias, quién vencerá en el juego político... Y mientras tanto,
cual Espada de Damocles,
pende siempre sobre todos ellos la amenaza de la licantropía del
continente occidental, que a pesar de estar apenas tratada aquí, sí que
da una pista muy importante de lo que puede estar por llegar en el mismo
prólogo que abre el libro.
Es
el de los reinos ramusianos un mundo donde la magia va desapareciendo,
víctima principalmente de la persecución religiosa, aunque también de
cierto agotamiento natural como bien ejemplifica la situación de Golophin,
mientras el humo de la pólvora de cañones y arcabuces está cambiando
las formas de entender la guerra. Ante el poder devastador de los
proyectiles los oficiales deben variar su mentalidad y crear nuevas
tácticas que les permitan sacar el mayor partido de las armas de fuego.
Es este un mundo en trasformación y Corfe se encuentra, sin desearlo, en
su centro. El hecho de que el relato de Kearney
tenga tantos detalles paralelos a nuestra propia historia hace, además,
que el lector se sienta mucho más identificado con lo narrado,
introduciéndose a fondo en el libro de una manera casi inadvertida —solo
me sobran las referencias a actitudes «quijotescas» en un mundo donde,
obviamente, un tal Cervantes no vivió ni su obra magna fue escrita ni publicada— que hace de la lectura todo un placer.
El
autor ha ido afilando su escritura, integrando mucho mejor las
descripciones dentro de la narración, sin romper el ritmo con ellas,
sino haciendo que el relato fluya de forma armoniosa, con cada elemento
en su sitio, consiguiendo una lectura muy agradable —la acertada
traducción, sin duda, también ayuda—. Las guerras de hierro
es una novela que se lee de un tirón, dada su brevedad y lo ágil de su
escritura, y tan solo deja insatisfecho al estilo del viejo «chiste»:
—Lo cierto es que este libro sabe.
—¿A qué sabe?
—Sabe a poco.
Movimientos
de tropas, grandes batallas, intrigas y traiciones palaciegas, magia
insospechada, veladas amenazas, hijos bastardos por nacer, nobles
arrogantes sin experiencia guerrera que quieren decidir las tácticas
bélicas, un héroe que no quiere serlo, tragedia, sangre y muertes por
doquier, misterio, un drama en medio de un cisma religioso, luchas
intestinas, una mujer atrapada por el juramente de su hermano, cañones
tronando, cargas de caballería, el fragor de los combates, el olor de la
pólvora, ambiciones desatadas, ciertas sorpresas, mucha emoción, el
destino de un mundo por decidir... Quiero más.
Y esto es lo que está todavía por venir:
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Reseña de otras obras del autor:
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