Sergio Mars.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Cápside. Valencia, 2012. 347 páginas.
Tras el anuncio del cese de nuevos lanzamientos por parte del Grupo AJEC, donde iba a ser publicada la presente novela, Sergio Mars
decidió liarse la manta a la cabeza y, en una decisión que parece ser
llevaba un tiempo meditando, iniciar su propio proyecto editorial, algo
que finalmente ha fructificado en Cápside,
el lugar donde el autor publicará novedades y reediciones alternando su
edición tanto en papel, como la que nos ocupa, como en formato
electrónico. Inicia su aventura con La ley del trueno, un libro autoconclusivo de fantasía épica
con un buen número de influencias bien asimiladas, entre las que el
propio autor destaca principalmente la de Robert E. Howard
en su vertiente de escritor de terror sin olvidar sus grandes aportes a
la espada y brujería;
una influencia que se nota, eso sí, más en el fondo que en la forma, y
remite a narraciones de carácter plenamente mitológico, con los dioses
inmiscuyéndose de forma directa en el destino de los mortales,
utilizándolos como meros juguetes en sus juegos de poder. Es esta una
historia ciertamente «concentrada», dada su relativa brevedad e
independencia de cualquier otro libro, emocionante y épica, narrada con
buen pulso y que va directamente —casi demasiado— al meollo de la acción
sin añadidos superfluos.
Desde
la sucinta sinopsis de contraportada, y el intenso prólogo, ya se
puede intuir un relato donde los hombres son, a pesar de todas sus
ambiciones, meros juguetes de los «dioses». No hay opción al libre
albedrío, los humanos son meras marionetas de los designios de aquellos
seres enormemente poderosos que han algunos han dado en llamar sokas y otros dioses.
Hace
siglos que Salgaria vive sojuzgada por el Imperio de Fingard, del mismo
modo que Siobana, el Dios del Trueno, languidece a la sombra del
todopoderoso Wultan. La marea, sin embargo, está a punto de cambiar.
Anther’a será invocado desde el vacío sin forma para empujar a los
reinos de los hombres hacia el caos, una jugada osada que puede llevar a
la aniquilación de toda existencia. Aunque ningún riesgo es demasiado
alto con tal de que prevalezca La ley del trueno.
En
cuatro pinceladas, sin perder el tiempo en largas introducciones para
situar el contexto, el autor plantea un muy interesante escenario donde
desarrollar su aventura: Un Imperio que se encuentra en un periodo de
decadencia y que fácilmente podría relacionarse con el Imperio Romano
en sus postrimerías: Un Imperio de glorioso pasado y presente corrupto,
ahogado por la burocracia, con una apariencia pujante y todavía
poderosa pero interiormente podrido, que ha conseguido grandes hazañas y
unido buena parte del mundo mediante la conjunción de un poderoso
ejército, un buen uso de la diplomacia para la asimilación pacífica de
ciertos pueblos y grandes obras de ingeniería, como sus perfectas
calzadas, que han permitido mantener unidos territorios geográficamente
alejados..., pero que en la actualidad se ha anquilosado en las formas,
ha dejado entrar a los «bárbaros» hasta el centro mismo de su corazón,
incluso hasta la guardia personal de un emperador un tanto paranoico que
no se fía de su propia gente —y bien que hace—, y vive envuelto en un
aire de decadencia simbolizado en un emperador que vive prácticamente
encerrado sospechando de todo el mundo a su alrededor. Una asociación
que se ve reforzada por el uso que el autor hace de ciertas nomenclatura
—legiones, centurias...— para describir sus estamentos.
El inicio de la novela parece apuntar a una fantasía heróica, de una espada y brujería casi pulp,
con sangrientos rituales mágicos y un «héroe» a la cabeza de una
expedición con destino a las ignotas selvas del sur, donde el drama va a
empezar a desarrollarse. En los juegos de poder unos pocos actores van a
llevarse la mayor atención: el comandante salgio, Riegar,
que ha sabido escalar en el escalafón militar del Imperio hasta llegar
al cargo que le permita desarrollar sus planes de liberar a su pueblo —y
convertirse por el camino en Califa en lugar del Califa—, «asimilado» hace mucho tiempo, pero nunca sojuzgado; Drawoh Svenfil,
el heredero del emperador, que esconde ante los demás, bajo una
apariencia de pusilánime diletante, sus verdaderas intenciones y
capacidades, y quién sin comerlo ni beberlo se va a ver en el centro de
una partida que ni siquiera intuía; Odryncer,
el principal sacerdote de la deidad imperante en el imperio, quien se
va a encontrar con el paso cambiado cuando los acontecimientos empiecen a
agitar su privilegiada posición; y Erquil y Cokrum,
los gemelos delmetios, capitanes de la guardia imperial, que se han
visto envueltos en toda la trama buscando el bien de su pueblo y ahora
tan solo desean sacarlo de todo el embrollo lo más entero posible con
ellos de una pieza. Se echa en falta, quizá, la presencia de algún personaje femenino que diese el contrapunto a tanto hombre y tanta testosterona liberada, pero también hay que reconocer que la época y las circunstancias retratadas no dan demasiado pie a ello.
Pronto, no obstante, empiezan a desvelarse, bajo todas las intrigas
dentro de la política del Imperio, las manos de unos particulares
titiriteros, dando al relato una nueva dimensión —aunque todavía
emparentada lejanamente con el Conan Rey howardiano—, más coral, más
épica en sus dimensiones de movimiento de tropas y grandes combates.
Conspiraciones, traiciones, planes dentro de planes, odios ancestrales,
torpezas imperdonables, actores atrapados en el «fuego cruzado», batallas, y
zombies, muchos y peculiares zombies... Y en un remarcable cambio de parámetros en la
historia, se hace presente la palpable manipulación de los dioses
influyendo en las decisiones de sus peones humanos, poseyendo sus
cuerpos y mentes o simplemente tomando las decisiones por ellos.
Son
estos seres, dioses para unos y «simples» espíritus enormemente
poderosos para otros, el gran acierto de la narración. Seres, a pesar de
su reducido número —tres, de hecho—, con una dimensión casi «olímpica»
en su concepción; que interactúan con sus seguidores, con una presencia
palpable en sus vidas y sus destinos, caprichosos y volubles, falibles, más
preocupados de llevar a cabo sus deseos que los de sus adoradores. Y es muy interesante, quizá de forma algo irónica, la particular idea de la relación entre
la divinidad y sus adoradores, que no por ya explotada anteriormente
—desde Lieber hasta el propio Terry Pratchett— deja de ser menos intrigante intelectual y filosóficamente hablando. A la partida que parecen estar jugando Siobana, el Dios del Trueno de los salgios, y Wultan,
un dios marino adorado por los fingardianos, se suma el veleidoso Anther’a, que viene a romper el equilibrio de fuerzas, propiciando acontecimientos que van a trastocar todo el mundo humano.
La
historia, como se puede intuir, empieza ya con las fuerzas repartidas
por el tablero, dispuestas para hacer su maniobra tras mucho tiempo
esperando. El autor consigue a la perfección el efecto de hacerse con
una historia en marcha sin necesidad de abrumar a sus lectores con
enormes párrafos descriptivos o llenos de datos sobre la situación
anterior. Esta es una novela de acción y el autor parece decidido a que
nada entorpezca la misma. Todo fluye a través de las actuaciones y
diálogos de los implicados de forma natural, sin sobrecargar ni forzar
la atención, ni hacer necesaria una especial implicación. Mars consigue
la necesaria diferenciación de sus protagonistas principales,
caracterizándolos con los rasgos mínimos imprescindibles para dotarlos
de profundidad psicológica —a través de sus deseos y ambiciones,
principalmente— e individualizándolos de forma que no se solapen sus
personalidades de forma confusa, y sea muy sencillo seguir el relato, a
pesar de cierta complejidad argumental cuando entran en escena las
manipulaciones de los dioses.
Para
narrar tan mítico enfrentamiento, Mars ha imaginado un mundo de
fantasía con una concepción muy clásica y una plasmación plenamente
moderna. Con una narración siempre en tercera persona, dividida en tres
líneas o focos, según se sigue a una de las «deidades» implicadas, o a
sus «representantes» en todo caso, cada capítulo, salvo dos, están
divididos precisamente en tres epígrafes: las «esferas» de cada uno de
los dioses, dando una visión total del conflicto, matizando de alguna
manera los sucesos de uno a otro, y consiguiendo una imagen total mucho
mayor, en sus implicaciones, que sus partes. Y es que lo que sucede en
una de ellas tiene su influencia en las demás, aunque sea en la
distancia; no se trata de compartimentos aislados, sino que cada cual
tiene consecuencias en los otros dos.
Peca
la prosa, sin embargo, en ciertos momentos puntuales de un exceso de
prolijidad o grandilocuencia; en el intento de construir un relato de enorme sentimiento
épico, de resonancias míticas, el tono se convierte casi en rimbombante,
recargado, rebajando el efecto pretendido. Por fortuna, esos momentos
son los menos, y la historia no se ve afectada en ningún sentido
negativo. También, de vez en cuando sale a la superficie la vena
«cientifista» del autor, incluso en un texto de fantasía desatada como
este, como cuando se detiene a explicar el porqué de que un muerto
reciente al ser resucitado no sangraría en demasía al recibir una herida en la
parte superior de su cuerpo; o, incluso, en el aparente intento de
racionalizar la procedencia de las entidades, los sokas, objeto de la adoración de los humanos, invitando posiblemente a una segunda interpretación de todo lo que se está leyendo.
La ley del trueno
aúna épica heroica y mitología para ofrecer una narración de enormes
dimensiones en un volumen autoconclusivo, con la longitud justa, que no
necesita de más entregas ni páginas; con muchos —muchos— muertos,
sangre, puñaladas traperas, juegos políticos, divinidades caprichosas, escenas emotivas, y una
historia que atrapa. Tratándose de la primera obra de un nuevo proyecto
editorial cabe añadir que la edición del libro se antoja totalmente
profesional, no dando en momento alguno la sensación de ser una
autoedición —salvo quizá, lástima, en lo que más se ve, pues la
ilustración de portada no parece estar a la altura del contenido—. Hay
muy pocos fallos tipográficos detectables —alguna letra bailada y algún
espacio de sobra antes de una coma—, un tipo y tamaño de letra
adecuados, un interlineado que podía haber sido un poco más generoso,
una maquetación con un cuerpo de página que favorece la lectura y un
formato, tamaño y flexibilidad de tapas que hacen el volumen muy
agradable, y agradecido, de leer.
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Reseña de otras obras del autor:
La mirada de Pegaso.
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