William Sutcliffe.
Reseña: Lyrenna.
Alfaguara. Madrid, 2013.
Título original: The Wall. Traducción: Sara Cano Fernández. 342
páginas.
Es ésta una novela, a
pesar de su supuesta orientación hacia la Literatura Juvenil,
con varios niveles de lectura en los que se puede profundizar según sea la experiencia de cada lector, estando así destinada en realidad a todo tipo de público, jóvenes
y adultos. La historia gira en torno a los sucesos que pondrán punto y final a la infancia de un muchacho, forzándole a dejar atrás de golpe la adolescencia e internarse en la dolorosa madurez, seguramente antes de tiempo. El descubrimiento
de un niño, que había permanecido en un ambiente hiperprotegido, de
que el mundo no es tal y como se lo habían “vendido” los adultos, y que en
las historias de “buenos y malos” siempre hay dos bandos, dos
versiones y dos ópticas diferentes con las que enfocar la realidad. Que encontrarse en el lado "correcto" del muro tan sólo depende de dónde ha nacido uno.
Cierta publicidad describe este libro como una distopía, ya que parecen estar tan de moda, pero no
puedo estar de acuerdo en el término. Vale que la acción de la
novela se desarrolla en una ciudad imaginaria llamada Amarias y que
existe en el relato una sociedad “privilegiada” y opulenta que
vive de espaldas a otra oprimida y subyugada, y que ambas se odían.
Pero ¿se puede llamar en propiedad “distopía“ a algo que es tan
sólo reflejo de una situación que en realidad se está viviendo
ahora mismo en nuestro propio mundo? Seguramente más acertado sería
llamarla “fábula o parábola política”, ya que, aunque no se
nombra en ningún momento se hace obvio para cualquier lector un poco
atento, en verdad el autor se encuentra hablando del conflicto
israelí-palestino, con los asentamientos judíos en Cisjordania y
los muros que les separan de los antiguos pobladores del lugar en
mente.
Joshua es un niño de
trece años que, recientemente llegado a Amarías con su madre y su
padrastro, no termina de encajar y no tiene muchos amigos (en
realidad, sólo uno). Sus pasiones son el tenis (hasta el punto de
decorar su cuarto con un poster de Rafael Nada) y el fútbol. En sus
ratos libres le encanta golpear el balón contra el alto muro,
férreamente custodiado, que separa su ciudad de los
malvados y crueles habitantes del otro lado. Accidentalmente, un día
su balón va a parar dentro de un solar vallado y al ir a
recuperarlo, encontrará allá dentro una casa derruida, que todavía
guarda el recuerdo de los habitantes que tuvieron que abandonarla.
Una casa y un túnel que discurre por debajo del muro hasta el otro
lado, donde viven los enemigos de su gente. Con toda la inocencia de
quien no tiene grandes preocupaciones en su vida, cargado de
curiosidad y con ganas de vivir una gran aventura, el niño se
internará en el oscuro túnel enfrentándose a sus miedos y, al
salir de nuevo a la luz, descubrirá un mundo diferente, para el que
sus mayores no le habían preparado. Pues lo que encuentra allí, aún
siendo aterrador para un niño de su edad, no se parece demasiado a
lo que le habían contado.
Pero el túnel tampoco es precisamente la
madriguera del conejo que lleva a Alicia al País de las Maravillas.
No. Joshua no va a aparecer en ningún reino de fantasía. El túnel
es un conducto clandestino, húmedo, duramente excavado para
propósitos que el niño (al contrario que los lectores) no puede
intuir, y que le lleva a una realidad que le habían escatimado hasta
entonces sumiéndolo en el desconocimiento de lo que otras personas
están viviendo a apenas un centenar de metros de su protegido mundo.
Y algo que no puede entender es el odio que hacia él sienten
aquellas personas que viven allí y que ni siquiera le conocen.
Sin embargo, la
bondad que va a encontrar en Leila, una joven del otro lado que
supuestamente debiera odiarlo, su propio sentido de la justicia y del
deber adquirido junto a cierto sentimiento de culpabilidad, y una
promesa hecha con cierto desconocimiento de lo que en realidad
supone, pero aceptada con toda su voluntad, marcarán el devenir de
su futuro y el final de su inocencia. Una inocencia que ya se
tambaleaba tras la pérdida de su padre y el matrimonio de su madre
con un hombre, Liev, con el que el niño no congenia en absoluto.
Y es que el muro es mucho
más que una metáfora o un símbolo. Ejemplifica todas las mentiras
y todo el odio compartido por unos y otros para mantenerse separados,
para no compartir la tierra ni vivir en paz. Choca la limpieza y
orden del nuevo asentamiento, Amarias, frente al deterioro y el caos
urbano de callejones y edificios decrépitos del otro lado. Como un
determinante "rito de paso", cuando el protagonista recorre el túnel y
abandona la seguridad, el lector de alguna manera es consciente de
que, pese a su desconocimiento de la realidad que le rodea, ya no hay
vuelta atrás para Joshua, que no puede retornar a su vida anterior,
que nada puede volver a ser lo mismo.
El relato de Cuando pasé
al otro lado del muro se desgrana a través de una narración
tranquila, con breves estallidos de acción cuando el niño cruza
territorio prohibido, pero que en general se desarrolla en un tempo
pausado, con la calma de quien cuida con mimo un pequeño huerto y
espera a ver los resultados de su empeño. Una narración destinado a
todas las edades, con la que el autor disecciona el conflicto de una
forma limpia, aséptica y distanciada, tomando partido sin tomarlo
aparentemente, haciendo que el lector descubra el alcance de la
historia al mismo tiempo en que lo va haciendo la implicación del
pequeño protagonista.
Se hace obvio que, como
poco, hay dos lecturas diferentes aquí, la de un niño creciendo en
un hogar problemático y la del enconado conflicto territorial de dos
“pueblos” divididos por diferencias irreconciliables, pero en
realidad la parábola política se “come” todo lo demás,
orientádola más hacia un público “formado” que a uno juvenil
desprevenido. Con diversos niveles de comprensión según la
información “externa” de la que disponga el lector o en virtud
de su edad, las diferentes capas desvelan una trágica historia.
Utilizando un “recurso” que de alguna manera recuerda a El niño
con el pijama de rayas, el autor juega con el aparente
desconocimiento del protagonista, a pesar de haber cumplido ya los
trece años, del conflicto en que su nación se encuentra envuelta.
No sabe por qué está allí el muro, ni quienes son aquellas
personas que le han dicho que son peligrosas pero no la razón para
ello.
Así, dentro del
conflicto mayor, la historia personal y familiar cobra singular
importancia. El padre ausente, muerto cumpliendo su servicio militar
obligatorio (y símbolo de lo que un país está dispuesto a
sacrificar en nombre del Estado y sus fronteras), y el amor
incondicional que Joshua le profesaba, chocan con la merecida inquina
que siente hacia Liev. Pensando en hacer lo correcto, lo cierto es
que existe un componente de maltrato familiar en la actitud del
padrastro. Un hombre rígido en sus convicciones; inflexible y
convencido de su bondad, de su rectitud y de su razón. Y es también
por ello una historia de superación en torno a la figura materna,
subyugada con cadenas autoimpuestas a su nuevo marido, siempre
apoyándolo en detrimento de su hijo al punto de que este se sentirá
desamparado. ¿Cuántas mujeres se atan a alguien, soportando lo
indecible por su convencimiento de que no pueden optar a otra cosa,
que lo necesitan…?
Con este trasfondo,
Sutcliffe aprovecha para esbozar otra multitud de temas paralelos adecuados a la condición del libro como obra juvenil:
el significado y construcción de la identidad, como individuo y como
pueblo; el precio de la lealtad y su merecimiento; el sentido de la
justicia y su difícil aplicación; la igualdad de las personas; la
comprensión de que una vez conocido el desconocido termina no siendo
tan diferente a uno mismo; la constatación de que hay ocasiones en
que queriendo hacer el bien se hace más mal que otra cosa… Y todo
con la visión de un niño eligiendo duramente su camino en la vida y
creciendo como persona ante los ojos del lector.
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