Chen Qiufan.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones B. Col, Nova. Barcelona, 2019. Título original: The Waste Tide. Traducción: David Tejera Expósito. 413 páginas.
La civilización tecnológica y de consumo desechable tiene —tenemos— un grave problema de residuos electrónicos. Aparatos, artefactos y hardware de todo tipo que quedan desfasados, obsoletos en tiempo récord y son desechados aún cuando en su interior siguen conteniendo elementos de valor, como metales raros o tecnología reutilizable. Pero reciclarlos resulta caro y molesto, añadiendo un componente de contaminación si no se hace con las debidas garantías. Es un problema al que Occidente mira de reojo, casi como una molestia a esconder debajo de la alfombra a la espera de que alguien se lo quite de enmedio. Los países subdesarrollados o las regiones menos pujantes de las economías emergentes suelen ser el destino de estos residuos que nadie quiere. O que no se quieren hasta que demuestran tener valor de mercado, momento en que el capitalismo vuelve a poner el ojo sobre ellos, buscando el menor coste para el mayor beneficio. Así que las zonas de reciclado industrial se instalan allí donde la mano de obra resulta más barata, las leyes más laxas y las medidas de seguridad menos restrictivas o inexistentes. Para la novela que nos ocupa tal sitio resulta ser Isla de Silicio, en la costa de China, donde la basura tecnológica del planeta encuentra su destino final. La novela de debut de Chen Quifan, quien ya subyugara, por ejemplo, con sus cuentos incluidos en la antología Planetas invisibles —Alianza editorial, Runas—, es una obra de intriga internacional desarrollada en un escenario local. Un thriller de ciencia ficción de futuro cercano, en que la tecnología ha avanzado mucho en campos como la biónica, la sustitución de miembros por prótesis biomecánicas o la implantación de películas corporales que reaccionan ante estímulos internos y externos, y en la creación de mechas industriales o de combate, mientras sigue estancada en el cuidado medioambiental, y las redes y la realidad virtual o aumentada, y su velocidad —restringida en toda Isla de Silicio—, siguen siendo un campo de batalla y una adicción irresistible convertidas en auténticas drogas. El autor presenta así un mundo donde la descarnada tecnología convive con las más persistentes supersticiones y las tradiciones milenarias.
Scott Brandlle, de TerraGreen Recycling Co., Ltd., acompañado de su intérprete Chen Kaizong, recién graduado en Historia de la Universidad de Boston, nacido en y emigrado de Isla de Silicio, han viajado al lugar para ofrecer un trato que, supuestamente, favorecerá a ambas partes. Un proyecto de instalaciones de reciclado que mejoren las actuales condiciones en la zona, bastante precarias. Deberán enfrentarse a la oposición de los clanes que dominan el lugar, repartiéndose las ganancias, y a la ambigüedad de un gobierno que no muestra sus cartas. Sus caminos se cruzarán con los de Mimi, una residual, una trabajadora no oriunda de Isla de Silicio, quien llamará la atención de Kaizong al verse envuelta en un intento de huida que no termina del todo bien. Sus vidas, y hay unos cuantos implicados entre los que irá saltando la acción, deberán hacer frente a los efectos de Marea Tóxica, que poco tiene que ver con los contaminados flujos marítimos, sino más bien con el secreto de una investigaión que llevaba tiempo oculto. Es un mundo violento, donde los clanes buscan preservar su trozo del pastel, los ecoterroristas acabar con las prácticas contaminantes, los capitalistas seguir llenándose el bolsillo y los trabajadores unas mejoras que nunca llegan. El equilibrio está a punto de cambiar y cada actor del drama deberá elegir a qué bando pertenece.
Isla de Silicio —Silicon Isle— como irónico contrapunto de Silicon Valley. Donde en este último se encargan del desarrollo de tecnología, de los primeros pasos, en aquella se dan sus últimos estertores, el final definitivo que da lugar a nuevos principios. Donde uno es una hermosa visión de diseño y futuro, el otro es un auténtico basurero. Móviles, portátiles, tabletas, robots de todo tipo, y miembros biónicos, algunos todavía funcionales, se amontonan a la espera de su clasificación y desmontaje a la búsqueda de materiales de valor en talleres insalubres, faltos de cualquier protocolo de seguridad. Los trabajadores, los parias llamados residuales, son los desesperados que la sociedad de consumo ha dejado atrás, y acuden allí por la llamada de una prometida seguridad laboral y unos salarios garantizados que les permita escapar de la pobreza de sus aldeas natales, a las que sueñan retornar con los bolsillos llenos para montar pequeños negocios y conseguir una vida mejor. Cantos de sirena que terminan ahogados entre sustancias peligrosas altamente contaminantes, humos tóxicos proveniente de la quema de todo tipo de plásticos, miasmas de la combustión de los PVC, residuos médicos no siempre bien preservados o esterilizados, con su ración de sangre y fluidos corporales incorporados todavía fuente de virus, bacterias y otros peligros desconocidos, y unas condiciones de trabajo que rozan la esclavitud. De hecho, cada residual pertenece a un clan, y abandonarlo es un crimen perseguido.
El caldo de cultivo para la rebelión se encuentra a punto de entrar en ebullición, aunque hay en juego muchos otros factores e intereses que tener en cuenta.
El caldo de cultivo para la rebelión se encuentra a punto de entrar en ebullición, aunque hay en juego muchos otros factores e intereses que tener en cuenta.
Scott Brandle no es lo que aparenta, pero es que aquí nadie lo es. Los jefes de los clanes pueden ser amantes padres un momento e inclementes mafiosos al siguiente. Entre los incultos trabajadores migrantes surgen figuras como el hermano Wen, un genio de la electrónica que rescata componentes de entre los deshechos y construye con ellos aparatos sorprendentes, y quien, en su curiosidad por experimentar con lo que encuentra, va a desencadenar una reacción imparable de consecuencias imprevisibles e imprevistas. Los intereses cruzados van a entrar en conflicto muy pronto, y las lealtades se verán cuestionadas. El planeta, o al menos esa parte del planeta y no olvidemos que todo está conectado, está yéndose por el desagüe del retrete, pero los intereses corporativos y económicos siguen pesando más que cualquier consideración ecológica. Y es curioso cómo los fenómenos naturales van a tomar una parte protagonista en el desarrollo de la acción, acompañando en la creciente tensión a los sucesos que van desarrollándose. Aunque la narración se siente en algunos momentos algo deslavazada, saltando de forma un tanto desordenada y, sobre todo, demasiado intuitiva, de una escena a otra, quedando mucho por explicar, y a pesar de unos cuantos infodumpings de manual, el ritmo no se resiente consiguiendo una gran inmersión en el relato.
Resultan curiosas y llamativas, viniendo de una autor chino, las críticas al modo de ser de sus compatriotas. Un retrato quizá poco halagüeño para sus compatriotas, aunque tampoco es que deje mucho mejor a los occidentales. Las tradiciones ancestrales, parece decir, llegan a ahogar el espíritu de los trabajadores, impidiéndoles en muchos casos pensar siquiera en mejorar su estatus. La lealtad a la familia, a los antepasados, al clan, se sobreponen incluso al bienestar actual, llevando a una sociedad conformista en exceso. Algo contra lo que merece la pena rebelarse. Resulta por ello, y por lo atractivo de la propuesta en sí, muy interesante esta apuesta por los valores ascendentes de la ciencia ficción del país asiático. Con una agradable edición y una traducción —del inglés, de la muy respetuosa traslación de Ken Liu, con abundantes notas a las variaciones dialécticas, a los topolectos y otros matices diversos del habla de cada uno de los implicados en la trama que mantienen todo el «sabor» local— que se lee con mucho agrado. Marea Tóxica resulta tanto una aventura para disfrutar con la acción como una denuncia de cierto estado de cosas al que aboca nuestro presente. Los dilemas morales presentes no son muy diferentes de lo que un autor occidental concienciado pudiera presentar, de hecho se pueden rastrear algunas curiosas referencias a escritores clásicos anglosajones, pero el enfoque es sutilmente diferente y resulta de lo más interesante.
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