Canción de Hielo y Fuego / 5.
George R.R. Martin.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones Gigamesh.
Barcelona, 2012. Edición en rústica en 2 volúmenes. Título original: A
Dance with Dragons. Traducción: Cristina Macía. 608 / 613 páginas.
La
espera ha tocado a su fin y ya llegó a las librerías españolas la
edición en español de la quinta entrega de la celebérrima —mucho más
tras su conversión en serie de TV a cargo de la HBO— Canción de Hielo y Fuego, y cuya lectura confirma la íntima relación que une a esta novela con la anterior, Festín de cuervos,
al punto que se podría incluso afirmar sin demasiado temor, sobre todo
por su propia gestación, que ambos conformarían un solo libro de unas
2000 páginas dividido en dos títulos íntimamente ligados. A tal punto
que durante todo el primer volumen y una buena parte del segundo en que
por temas editoriales Gigamesh ha dividido esta entrega —como ya hiciera con Tormenta de espadas—
su acción se solapa con los acontecimientos narrados en su predecesora para, alcanzado un mismo punto en el tiempo, retomar ciertas líneas y
personajes y continuar avanzando desde ahí siguiendo tramas de ambas
novelas.
Y, como es habitual en esta particular novela-río, esas tramas son muchas y
complejas, quizá demasiadas como para dedicarles a todas la atención y
profundidad que las mismas requieren o que los lectores demandan. Es
indudable que cada lector tiene sus personajes preferidos y que desearía
un mayor protagonismo de los mismos sobre otros que quizá parece que
dicen menos. Sin embargo, Martin
dosifica con mimo la acción, dedicándole un ratito a cada una de sus
creaciones, antojándose que los capítulos de alguno de ellos estén ahí más que nada como recordatorio de su existencia o como un repaso para dejarlos preparados para lo que ha de avecinarse. Otros, sin
embargo, se llevan la parte del león, como cierto Lannister
contrahecho que todos estaban esperando y que aquí se hace con una buena dosis de protagonismo, casi tanto como la madre de dragones que ya
anticipa la portada.
Por otra parte, se antoja que tanto Festín de cuervos como esta Danza de dragones son de alguna forma novelas de transición entre la masacre de Tormenta de espadas y
la más que previsible que se otea en el horizonte. Son novelas más
«sosegadas», de reposicionamiento de las piezas, de mucho movimiento de
personajes en busca de su sitio en el nuevo orden de las cosas. Por
ejemplo, varios de los hilos principales de la que nos ocupa se dedican a
seguir los intentos de varios pretendientes —incluso con la aparición
de algún nuevo aspirante al Trono de hierro después de tanto camino ya recorrido— para conseguir la mano de Daenerys, viajando a través de tierras y mares convulsos para intentar alzanzar la ciudad de Meereen, donde la joven Targaryen
reina cavilando sobre las posibilidades que el futuro le brinda, aunque
ninguna se antoja precisamente halagüeña: su lucha para liberar a los
esclavos parece haber llegado a un terrible punto muerto y sus
esperanzas de viajar a Poniente a reclamar su trono parecen diluirse conforme la amenaza de la guerra se cierne sobre sus gentes.
Hay
mucho «escenario» en esta novela, mucha gente viajando de un punto a
otro —sobre todo en la primera mitad del libro—, por tierra y por mar,
visitando ciudades, ofreciendo alianzas, exigiendo adhesiones,
recorriendo viejas carreteras, navegando misteriosos ríos, visitando
posadas y lupanares, cambiando de bando, fornicando o deseando hacerlo,
recibiendo agasajos y participando en banquetes, meditando, meditando
mucho sobre lo que se hizo y sobre lo que se pudo hacer, sobre el camino
emprendido y sobre el que se debería emprender, sobre las decisones
tomadas, sobre si fueron correctas o equivocadas, sobre donde se pudo
hacer mejor las cosas o sobre lo que se habría cambiado algo de poder
repetirlo, sobre el peso del pasado y del futuro, sobre la lealtad y la
traición..., y luchando, por supuesto, aunque sea en pequeñas
escaramuzas en castillos apartados o en grandes guerras en las que los
ejércitos no llegan a enfrentarse. Y en todo momento sintiendo la
presencia del enemigo más temido, el invierno que va extendiendo su mano
helada hacia el sur.
Vuelve Tyrion
en su papel de fugitivo con su ácido sarcasmo casi perdido al principio
y recuperado conforme avance su tortuoso camino, vuelve Bran Stark en busca del cuervo de tres ojos, y vuelve Jon Nieve,
Lord Comandante de la Guardia Negra, defensor del Muro, quien deberá
lidiar con un buen número de frentes, no siendo el menor la presencia de
Stannis Baratheon y su sacerdotisa roja Melisandre
en el Norte, siempre exigiendo ayudas y decisiones que el bastardo de
Ned Stark no puede dar ni tomar, mientras los salvajes del pueblo libre
llaman a sus puertas, desesperados tras la derrota, y la amenaza de los
Otros sigue poblando las sombras de los bosques más allá del Muro.
Además, vuelven personajes que se podría creer muertos —lo que resta
dramatismo, al poner la duda sobre ellas, a otras muertes muy impactantes—
y aparecen nuevos aspirantes de sangre regia decididos a luchar por su
derecho al trono.
El autor presenta unas tierras fracturadas, con el poder en disputa y escasos recursos para alimentar al pueblo, con demasiados aspirantes exigiendo sus supuestos
derechos, donde el invierno se avecina cada vez más, amenazando con una
mayor carestía en unos ya depauperados Siete Reinos,
donde los reyes no pueden hacer frente a los pagos prometidos, donde
los mercenarios cambian de capa al más mínimo signo del cambio del
viento y donde poderes emergentes podrían eclipsar el ascenso de los ya
establecidos. Son sintomáticas la ironía y realismo con la que Martin
plantea todas las decisiones, donde un gesto de bondad puede causar un
enorme mal, y donde una acción aparentemente cruel puede llegar a salvar
muchas vidas, donde un enano puede hacer tambalear el destino de los
reinos y una joven inexperta puede llegar gobernar sobre masas que la
adoran, sin haber aprendido realmente la mejor forma de gobernarlas, hasta darse cuenta de que con solo amor y compasión no basta para
alimentar a un pueblo, donde el honor muchas veces es tan solo una
palabra vacía o una forma de ir rápidamente a la muerte, donde las
promesas no valen ni tan siquiera el papel en que se escriben, donde lo
pactos están hechos para romperse y el amor debe guardarse para lo más
íntimo o puede causar catástrofes.
En
esta una historia marcada por lo que significa el ejercicio del poder
en situaciones límite y condiciones extremas, son tiempos duros y tanto Daenerys como Jon
tienen que tomar decisiones muy difíciles, decisiones de las que
dependen miles de vidas, reinos enteros, para las que quizá no se
encuentren preparados y que pueden costarles muy caras. Una historia que, efectivamente, se mueve entre
el Hielo y el Fuego, entre el gélido Muro y el tórrido desierto, entre
el frío del invierno que se acerca inexorable y el calor de los fuegos
de los sacerdotes rojos y de los dragones de Daenerys. Una historia de
contrastes, de nobles y marinos, de caballeros y plebeyos, de esclavos y titiriteros,
de reyes y príncipes y de gente que no son «nadie». Con un amplio marco
geográfico es admirable cómo Martin consigue mantener todas las cuerdas
tensas, sosteniendo las diferentes tramas sin dispersarse ni perder a
los lectores aún cuando cambia el nombre de los personajes, con una
fluida y muy agradable prosa —y una acertada traducción. Lástima de
algunos pocos errores tipográficos—.
Seguramente
uno de los principales problemas con los que los lectores deben lidiar
al enfrentarse a la lectura de esa novela es que, quizá, el propio
Martin había puesto el listón demasiado alto tras las tres primeras
entregas y tal vez era difícil superar las cotas de Tormenta de espadas; y solo en ese sentido, en la comparación, Danza de dragones
puede decepcionar un tanto. Expectativas tan altas son algo muy difícil
de cumplir. Desde esa óptica este podría parecer, tan solo, más bien un libro de gente
viajando, yendo de un lado para otro, donde no sé siente realmente que
las cosas estén progresando. Y lo cierto es que pasan muchas, muchísimas
cosas, y algunas de crucial importancia, pero puede dar la sensación de
que se ha perdido algo de intensidad por el camino. Hay tantas líneas,
principales y secundarias, tantos personajes, tantos recordatorios de
hechos acaecidos con anterioridad, que el autor difícilmente y aún a
pesar del gran número de páginas puede dedicarles la atención y la
profundidad necesarias a cada uno. Preparando el camino para todo lo que
ha de venir, y que se promete apasionante, hay unas cuantas intervenciones
que se antojan innecesarias o intrascendentes y otras que aparecen para
luego quedar casi en nada —sintomático es el caso de Davos—
frente a los capítulos de mayor calado de las tres o cuatro tramas
centrales. Hay mucha política y mucha conversación y un pelín menos de
épica que en las tres primeras entregas.
Sin
embargo que no haya grandes batallas no significa que no haya acción y
emoción por doquier y que no sucedan un montón de cosas bajo la muy
engañosa apariencia de no estar sucediendo nada. La novela sigue llena
de giros y sorpresas, de capas de intriga y de misterio, de traiciones y
sospechas, de muertes y sacrificios, de combates y asesinatos, de
insospechadas justas... el invierno se encuentra a las puertas y ya se
sabe que en algún momento, no desvelo ninguna sorpresa inesperada, los
dragones vuelan. Lo que sucede es que esa enorme dispersión de puntos de
vista al final deja una sensación de insatisfacción, de que quien mucho
abarca poco aprieta, de no haber dado todo lo que podía de sí —aunque
lo que de verdad sucede es que deja con hambre de más—. Y lo más
insoportable, lo más cruel quizá sea el final en sí de la novela, una
serie de consecutivos cliffhangers
que lo dejan absolutamente todo en el aire, con cuestiones realmente
candentes, sin ningún arco resuelto, y que van a hacer muy muy larga la
espera hasta el sexto volumen de la serie.
No nos llevemos a engaño, Danza de dragones se encuentra varios peldaños por encima de casi toda la fantasía épica
que se está publicando en la actualidad, pero alguno por debajo de lo
que estaban las tres novelas iniciales de la serie. Es un libro lento,
sobre todo al principio donde tiene que retomar muchas líneas que habían
quedado casi olvidadas, y que adquiere toda su dimensión precisamente
cuando sobrepasa cronológicamente a lo narrado en Festín de cuervos.
Es esta una novela ciertamente compleja, llena de recovecos, que debe
ser disfrutada teniendo en cuenta que es «tan solo» una parte de un todo
mucho mayor todavía inacabado, como el trecho de camino que media entre
dos grandes hitos —al menos confiamos en que lo que ha de venir lo
sea—. Es un libro para degustar con calma, con mimo y atención, perderse
en sus paisajes, seguir las difíciles decisiones de los protagonistas,
gozar del irónico y sarcástico humor de muchas situaciones, sufrir con
el dolor de los personajes, lamentar —o no— algunas muertes, desear que
algún viejo conocido hubiera hecho más acto de presencia, disfrutar de
los combates tanto físicos como dialécticos, sorprenderse con los
berenjenales inesperados en que Martin no duda de meter a sus creaciones y desear que no tarde tanto como en esta ocasión en escribir el sexto libro, Vientos de invierno.
Por desgracia él ha comentado que no tiene prisa en publicarlo, así que
lo que ya no sé es si nosotros tendremos uñas para entonces.
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