China Miéville.
Reseña de: Santiago
Gª Soláns.
Fantascy.
Barcelona, 2013. Título original: Embassytown. Traducción: Gemma
Rovira. 446 páginas.
Si alguna vez me
preguntaran por qué sigo leyendo ciencia ficción, tantos
años después de mi flechazo inicial por el género, respondería
sin dudarlo que por libros como éste. No es un libro perfecto, ni
«redondo»; no carece de ciertos fallos ni de aparentes
incongruencias narrativas, es cierto. Pero se sobrepone a todo ello
yendo donde el género siempre debería ir, a la exploración de la
naturaleza del ser humano extrapolando el hoy hacia el futuro y
devolviendo la mirada sobre nosotros mismos. Miéville cambia
de registro, de estilo y de voz narrativos para cada nueva novela,
sin dejarse encasillar y sorprendiendo con cada nueva obra al
conseguir dar nuevas visiones de caminos ya trillados. En esta
ocasión centra sus esfuerzos en una estimulante ciencia ficción
«lingüística», con un alto contenido humanista y sociológico, en
que ya habían incidido autores como Jack Vance, Ursula K. LeGuin,
Ian Watson, Samuel R. Delany o
John Varley, por citar tan solo a unos pocos de sus ilustres
predecesores.
Intelectualmente sugente,
no recuerdo haber disfrutado tanto como con este libro en bastante
tiempo. Reconozco no obstante que con el tema filológico-lingüístico
ya me tenía medio ganado, y que, exactamente por eso mismo, no es
una obra destinada a satisfacer a todo tipo de públicos. También es
verdad que si en la forma se podría considerar una novela con
vestimenta vanguardista, en el fondo es decididamente clásica, pura
Edad de Oro, con una intencionada búsqueda del sentido de la
maravilla envuelta en un ropaje de forzada extrañeza, con el tema de
las dificultades de la comunicación en todo momento presentes, pero
con una historia como las que se contaban antaño.
La Humanidad se ha
expandido por la galaxia gracias al desarrollo de una forma de viajar
por el «ínmer» —lo que vendrían a ser los saltos en el
hiperespacio mediante unos «caminos» que se antojan una especie de
agujeros de gusano de toda la vida— que sólo unos pocos están
capacitados para dominar. Tras establecer una colonia en el planeta
Arieka, situado en los confines del espacio conocido, la
Ciudad Embajada, y después de un largo periodo de «prueba y
error», los humanos han conseguido comunicarse con los Anfitriones,
los nativos del planeta, a través de los embajadores, clones
diseñados por ingeniería genética especialmente preparados para la
tarea, educados desde su nacimiento, algo que tampoco garantiza el
éxito, para poder establecer un diálogo y, a través del mismo,
unas relaciones diplomáticas y comerciales con ellos. Pero ahora el
planeta madre, Bremen, ha enviado a un nuevo tipo de
embajador, y sus palabras van a traer funestas consecuencias para los
Ariekei, hasta el punto de que podría destruir toda su
civilización.
Abusa de inicio, quizá
para fomentar cierto sentimiento de extrañeza en los lectores, de la
«tecnojerga» y de los neologismos para definir elementos recursivos
de la ciencia ficción que reciben así un nuevo nombre, tal vez
innecesario, pero no por ellos menos trabajado y en cierta forma
fascinante, ya que uno de los placeres de la lectura de Embassytown
es descubrir la lógica del funcionamiento de su mundo, más sugerida
que plasmada.
La novela se divide en
dos partes bastante diferenciadas —bueno, estructuralmente se
divide en nueve más un proema inicial, pero narrativamente la
historia se diferencia en «anteriormente» y «actualidad»,
capítulos que a veces se alternan—. En la primera, Miéville
se dedica a poner en antecedentes a sus lectores a través de una
serie de flashbacks de la vida de Avice Brenner Cho, una joven
natural de Embassytown, que consiguió salir del lugar como
ínmer, pero por circunstancias diversas ha vuelto al mismo en un
momento crucial de la Historia del planeta. A través de sus
recuerdos de infancia y juventud, el autor establece los antecedentes
el relato, mostrando las peculiaridades del lugar y de sus habitantes
—la ciudad es una isla de atmósfera respirable dentro de un
planeta poco hospitalario a los humanos, y además está enormemente
aislada del resto de la galaxia; toda la maquinaria y la producción
depende de la biotecnología de los Anfitriones; los niños viven en
casas comunales con diversos «padres»...—, con un pequeño
vistazo a la vida en otros planetas de la galaxia, y explicando la
situación geopolítica del momento presente del relato.
Pero es en la segunda
parte de la novela, la más extensa, cuando la trama adquiere su
auténtica dimensión. Miéville continúa el relato de una
forma más lineal, mostrando la terrible crisis que la llegada de los
nuevos embajador desencadena, sumergiendo la historia en una defensa
desesperada a lo última frontera. Mientras la sociedad se
derrumba, fruto de la corrupción y perversión del Idioma
como consecuencia de la interferencia humana, los humanos
precisamente, que dependen para todo —hasta para generar el aire
que respiran dentro de los límites de la Ciudad Embajada— de los
Anfitriones, ven también amenazada su propia supervivencia. En medio
de un violento choque de culturas, la solución, de haberla, va a suponer un radical cambio de mentalidad en ambas partes.
Los Anfitriones, los
Ariekei, son radicalmente diferentes de los seres humanos,
alienígenas incomprensibles en muchas de sus actuaciones, cuyo
elemento más diferenciador es el Idioma; así que el lenguaje
y la comunicación, el entendimiento y la trasmisión de la
«realidad» a través de «meras» palabras es el auténtico meollo
que subyace bajo toda la trama. Nacen ya con el conocimiento del
Idioma —y no hay que engañarse, el Idioma es el auténtico
protagonista de la novela—, y el mismo define toda su realidad, ES
su realidad. Su lenguaje es algo único, puesto que necesita de dos
bocas o voces para hablarlo, y es ininteligible si quien lo expresa
no es un ser «sintiente» —algo por lo que puede ser reproducido
desde grabaciones del habla de individuos conscientes, pero no
sintetizado por ningún aparato por inteligente que sea—. Carecen
de la capacidad de mentir, puesto que no pueden concebir el mundo de
otra manera que como se lo presenta el Idioma, no pueden formular
conceptos abstractos a menos que puedan compararlos con algo físico.
Si desean introducir nuevos parámetros, definiciones o
comportamientos en su realidad primero tienen que representarlos
físicamente mediante símiles a modo de ejemplos que se añaden al
lenguaje pasando a formar parte del «vocabulario» y sirven para
alumbrar conceptos que hasta entonces no poseían.
No tienen auténtica
individualidad ni conciencia de sí mismos. Pero el intento de
convertirse en individuos, el desesperado deseo de saber mentir, un
concepto que parece fascinarlos al extremo de organizar festivales en
torno al fenómeno, puede suponer también el fin de la inocencia y
el nacimiento de un nuevo orden que, como se puede ver habitualmente
en nuestra propia Historia, es muy posible que venga acompañado de
explosivos brotes de violencia.
El autor postula ciertas
teorías sobre la naturaleza de la comunicación para desatar el
conflicto. En el habla Ariekei la descripción de una cosa, de un
objeto, conforma su realidad. No así en los humanos. Las palabras
acotan la percepción, la matizan, y Miéville reflexiona sobre la
forma que los pensamientos y las acciones de los humanos son
moldeados precisamente por unos lenguajes que permiten engañar a los
demás y a uno mismo sobre la concepción del mundo que les rodea.
Una lengua común une, pero también puede separar cuando se usa de
forma errónea o incorrecta por equivocación o intencionadamente.
Política y lenguaje se superponen y el autor se permite, dado su
militante posicionamiento político, una nada ambigua crítica al
colonialismo y al mercantilismo agresivo e, irónicamente,
deshumanizador de las ambiciones humanas, auténtico desencadenante
de toda la tragedia.
La sociedad se desmorona,
se desintegra en un apocalipsis auto infligido —con la inestimable
ayuda de los humanos—, adaptándose para un futuro que no se sabe
si se alcanzará o si su precio será demasiado elevado. La infección
del mal se extiende, además, a toda la «tecnología» ariekene, ya
que la misma se encuentra desarrollada biológicamente y, por tanto,
afectada de su misma naturaleza.
Queda la duda de cómo
pueden haber llegado a imaginar su tecnología para luego llevarla a
la práctica o quien ha pensado primero los «símiles» para que
sean luego representados si ni siquiera pueden desarrollar sencillos
conceptos abstractos. ¿Si no poseen imaginación como puede existir
progreso? Pero quizá sea más fácil encontrar la respuesta en ese
decidido anhelo de los Ariekei de aprender a mentir, un pálpito que
debía existir con anterioridad, que les lleva a descubrir nuevos
horizontes. La capacidad está ahí, filtrándose por los
intersticios del Idioma, quién sabe si propiciados por él mismo, y
posibilitando, quizá mediante mera evolución natural, la
consecución de objetivos que hubieran estado fuera de su alcance en
la sociedad inmovilista que habría sido lógica por sus carencias
prospectivas. Quizá consciente de ello, el propio autor lo pone en boca de sus protagonistas:
—Yo puedo pensar
cosas que no tengo delante —dije—. Y ellos también. Es evidente.
Tienen que poder pensarlas, de entrada, para planear los símiles.
—No exactamente. No
hacen conjeturas —dijo—. Como mucho, tendrían preimágenes
mentales. En el Idioma todo es aserto, enunciación de verdades.
Necesitan los símiles para compararlos con cosas, para hacer
verdaderas cosas que todavía no están ahí, que necesitan decir.
Podría no tratarse de que lo pensaran: quizá el Idioma lo exija.
Como mayor «debe» de la
novela, los personajes humanos, empezando por la propia Avice,
la privilegiada testigo-narradora sin demasiado brillo, son
totalmente impersonales, fruto de una voz dotada de cierto desapego
narrativo. La mayoría, por no decir todos, de los secundarios están
tratados con cierto distanciamiento, no están dotados de especial
profundidad ni de motivaciones, entrando en la trama cuando es
conveniente, interpretando a la perfección su papel y haciendo mutis
por el foro. Pero, una vez más, es que no son lo realmente
importante en esta historia. Son espoletas, desencadenantes, pero no
el centro ni lo básico de la historia. Y, sin embargo, despiertan,
si no empatía, una cierta ternura en su desesperación en su lucha
contra la incomunicación, contra los equívocos, contra la
injusticia y contra todos los elementos que se ponen en su contra.
Eso sí, todas las relaciones sentimentales de Avice, narrativamente,
dejan bastante que desear, necesarias para la trama, pero vacías de
contenido.
Es de remarcar —y es
una alegría poder hacerlo cada vez de forma más habitual— la
magnífica traducción de un texto plagado de referencias,
tecnojerga, neologismos y otras palabras de difícil aprehensión,
sobre todo porque el autor no da nada mascado y el inicio, donde es
vital pillar la lógica interna y todo el trasfondo de la historia,
podría haberse convertido en un auténtico caos —ya lo es de por
sí— sin la adecuada traslación. Una gran novela, posiblemente
fallida en algunos aspectos, los menos, pero a cuyas ideas se sigue
dando vueltas tiempo después de pasar la última página.
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