Ian McDonald.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones B. Col.Nova. Barcelona, 2016. Título original: Luna. New Moon. Traducción: José Heisenberg. 428 páginas.
McDonald, autor de prolijos libros, se embarca en lo que iba a ser una bilogía y que ahora parece que pueda extenderse, al menos, hasta una trilogía. La colonización de la Luna, básicamente para explotar unos recursos muy demandados desde la Tierra, es un hecho y la humanidad ha establecido diversos hábitats, auténticas ciudades, excavadas en sus entrañas polvorientas. Pero la vida no es fácil cuando hay que pagar muy caro por aquellos elementos que, como el aire, se dan por descontados cuando se vive sobre la superficie de nuestro planeta. Libre de ideas románticas sobre la colonización de nuestro satélite, la novela va a transcurrir por el filo constante del peligro y la rivalidad traicionera. Luna no es sólo una cruel amante, sino también una indiferente e implacable máquina de matar que en cualquier momento puede liberar la muerte de los inadvertidos. El autor juega con un alto componente de intriga maquiavélica, en el que todos los protagonistas, o la mayor parte, parecen estar jugando con todos los demás sin que nadie enseñe su mano, y en general las cosas no suelen ser lo que parecen.
En la Luna, bajo la dirección nominal de la Corporación Lunar, las diferentes familias —auténticos conglomerados empresariales en realidad— que primero se establecieron para explotar los recursos del satélite mantienen un equilibrio de poder en el que nadie osa entrometerse abiertamente en el campo de los demás, mientras se libra una guerra subterránea por la supremacía, donde todos ponen palos en las ruedas de los demás. Se han creado auténticas dinastías de organización cuasi feudal, los Cinco Dragones, cuyos miembros disfrutan de enormes privilegios, favores y riquezas, al tiempo que sus trabajadores luchan por encontrar su hueco en la cadena productiva. Trabajar en la Luna es enormemente provechoso, con buenos sueldos de inicio, pero acarrea una serie de inconvenientes y peligros —no siendo el menor precisamente el que pasado un determinado periodo de tiempo la microgravedad fuerce el que ya no se pueda retornar a la Tierra por la pérdida de masa ósea y otra serie de afecciones fisiológicas— que hace que haya que sopesar muy bien la decisión de emigrar allá arriba. Los ricos prosperan de forma implacable a costa del esfuerzo de los subalternos. A las cinco familias les costó establecerse, pero ahora hay una nueva generación que no ha vivido las penurias de sus antecesores, jóvenes ricos a la que todo les ha venido dado y que quizá no estén tan preparados como creen para la lucha empresarial al estilo lunar. Cuando las hostilidades empiezan a aflorar entre los Corta y los Mckenzie seguramente ya es tarde para parar la avalancha que se avecina, y Adriana, a sus ochenta años, no está dispuesta a ver cómo se desmorona todo lo que tanto le costó construir.
Cinco empresas familiares, las cuatro que abrieron el camino más una que vio una posibilidad de negocio y la aprovechó sin dudarlo —por lo que es vista por las demás con despectivo desdén hacia el advenedizo «recién llegado»—, Cinco Dragones dictan las leyes de la Luna, leyes que básicamente se resumen en que no hay más ley que la del más fuerte, y todo lo demás es negocio y contratos. De hecho, muchos litigios se dirimen por combate directo. Organizaciones empresariales con un alto componente mafioso que dominan tanto la economía como la cultura del lugar, lo que hace que en ciertos momentos la acción retrotraiga a novelas tan insospechadas como El padrino, con un alto componente de telenovela a lo Dallas o Falcon Crest. Los Sun, de procedencia china, los Asamoah, africanos, los Voronstov, rusos, los Mckenzie, de origen australiano, y los Corta, brasileiros, dominan los destinos de todos los pobladores de la Luna. Carreras lunares, intentos de asesinato, ejércitos privados, maniobras maquiavélicas, alianzas estratégicas, duelos con armas blancas —en los hábitats lunares no es recomendable usar armas de fuego— economía e intereses empresariales sin corazón, la familia ante todo —pero siempre vigilando las espaldas de la afilada traición de los más allegados—, madres de alquiler, las existencias disolutas de fiesta eterna entre los jóvenes ricos enfrentadas a la precariedad de la vida de los trabajadores lunares, contratos que forzar, facciones ocultas con agendas secretas, trenes que circunvalan la Luna, una ciudad sobre raíles, lujosas y reservadas megaconstrucciones que profundizan en el subsuelo del satélite...
Siendo una novela coral, la trama se centra mayoritariamente en la familia Corta, de procedencia brasileña, dedicada a la explotación del Hélio-3, vital para el mantenimiento energético de la Tierra. Tres generaciones se sitúan bajo el foco, la matriarca, Adriana Corta, sus hijos y sus nietos, envueltos en una red caótica de intereses y amistades muchas veces cuestionables. Multitud de facciones, lealtades e intereses cruzados confluyen en rumbo de colisión en un juego que sin duda recuerda a unos Soprano en la Luna mezclados, desde luego, aunque seguramente no sea una influencia consciente sino un derivado de la propia trama de búsqueda de la supremacía empresarial y política, con Canción de Hielo y Fuego, aunque también con algo las tensas relaciones dinásticas de la trilogía primigenia de Dune —a una escala menor, obviamente—. Las alianzas matrimoniales están al orden del día, independientes del amor o de la connivencia de los implicados. Rafa, Lucas y el resto de hijos y nietos de Adriana Corta se mueven en un ambiente trufado de conspiraciones, deslealtades, desconfianzas y maniobras oscuras, cada cual con su personalidad bien definida y sus propios intereses. El conflicto es inevitable, pero quizá ninguno esté mirando en la dirección correcta desde donde ha de llegar la inexorable puñalada. ¿Podrán trabajar juntos para evitar el desastre? Ante los sucesos que están viviendo, McDonald consigue hacer realistas las reacciones de cada uno de los protagonistas según ha ido modelando sus personalidades y que todo fluya convenientemente, sin incoherencias ni acciones forzadas, dejando, eso sí, ciertas interpretaciones a la decisión de los lectores. El autor introduce una serie de subtramas paralelas que, sin aportar realmente nada a la principal, sí que matizan y logran caracterizar con mucha más fuerza a los protagonistas a través de sus aficiones o amoríos. De forma muy adecuada, sin forzar el discurrir de la trama, una serie de capítulos, de los mejores del relato, dedicados a glosar a modo de memorias en primera persona la vida anterior de Adriana, de cómo llegó a la Luna y de cómo construyó su emporio familiar entorno al Hélio-3, le sirven también al autor para ofrecer una perspectiva de la colonización original del satélite y de los duros primeros tiempos.
Una superficie muerta, estéril, hostil, fría, polvorienta y monótonamente gris, sin protección contra la radiación, sin más refugio que el que los propios humanos construyan, fomenta una sociedad sin duda diferente. Cuando el más mínimo error puede matarte y la amenaza es perenne, la colonización requiere de un tipo especial de personas, resistentes física y mentalmente, decididas a renunciar a los recursos más básicos que en nuestro planeta se dan por descontado, a vivir en un agobiante ambiente cerrado y subterráneo —las instalaciones sobre la superficie son escasas y peligrosas—, pagando por cada sorbo de un bien tan escaso como el agua o por cada aspiración de un aire mil veces reciclado; y siempre bajo el riesgo de la radicación, sin ver el cielo ni poder salir a la superficie sin un traje de superficie.
Una sociedad auténticamente multicultural, que da cuenta del fenómeno de la globalización actual, con jergas que reflejan el componente políglota de la población lunar mezclando portugués, chino, español, inglés, yoruba, árabe o ruso sin ningún rubor. Una sociedad con enormes desigualdades socio-económicas, personificadas en la figura de Marina Calzaghe, que sirve de contrapunto a los Corta y demás familias, una ingeniera emigrada a la Luna tras el reclamo de un buen sueldo para poder costear los tratamientos de su madre enferma, pero que ve que la realidad es mucho más dura de lo que esperaba al quedar desempleada y tener incluso que vender su orina para poder subsistir, quien recibirá un golpe de suerte consiguiendo ascender en el competitivo escalafón de la sociedad lunaria no tanto por sus conocimientos científicos sino por su valor, decisión y riesgo físico. Una sociedad soterradamente violenta y que hace gala de una sexualidad abierta, donde el sexo ha perdido su poder represor, la búsqueda de la identidad sexual da lugar a gran variedad de encuentros, prácticas y uniones poco regladas —salvo los matrimonios que requieren de los más complicados contratos—, sin ningún tipo de tabú. Donde la tecnología ha avanzado hasta el punto de poder regenerar algún miembro perdido, de curar la mayoría de los cánceres provocados por la radicación, de crear voladoras micro máquinas asesinas y mega estructuras de ingeniería espacial, o de que cada persona lleva implantado un «chib» en el ojo, generando sobre su hombro un «familiar», un avatar informático, que les conecta con todos los demás y les facilita todas las gestiones del día a día, al tiempo que controla sus niveles de consumo de los elementos básicos —agua, aire, carbono y datos—, pero tampoco es la panacea que pueda remediar todos los males, sobre todo si no se encuentra al alcance de todo el mundo.
Con una brutal crítica al capitalismo más desatado y deshumanizador y el mensaje de que el dinero no da realmente la felicidad, en Luna nueva el estilo de McDonald es tan llamativo como enrevesado —algo en absoluto achacable a la traducción, que se antoja más que correcta y acertada sobre un texto que no era fácil, sino a la habitual escritura del autor—, con una acción apresurada y algo confusa en el inicio, con constantes cambios de foco de atención, para presentar a todo el elenco y los parámetros y el entorno en los que han de moverse, haciendo gala de una escritura algo farragosa, apelotonada o liosa en ocasiones, que encierra sin embargo una amplia capacidad cautivadora. Hay que abrirse camino, a veces con machete y siempre con la máxima atención, a través del primer centenar de páginas, dejándose llevar por la fascinación de lo descrito, hasta que la trama, las tramas, endereza el rumbo, el ritmo crece de forma constante, la acción se dispara y la novela se precipita sin remedio hasta el frenético —y frustrante— final en cliffhanger que deja con la miel en los labios y el deseo de tener ya en las manos la siguiente entrega. El autor no ofrece una auténtica conclusión, sino que deja las espadas en alto, muy en alto, para lo que ha de venir a continuación.
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