David Lindsay.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Defausta Editorial. Col. Otros mundos # 1. Madrid, 2016. Título original: A Voyage to Arcturus. Traducción: Susana Prieto Mori. 379 páginas.
Una de las primeras consideraciones que hay que tener en mente a la hora de afrontar la lectura de Viaje a Arcturus es que fue publicado originalmente en 1920 —sin demasiado éxito entonces al parecer—, algo que se nota en el estilo y en la forma de narrar de Lindsay, un tanto en la línea de Verne o Rice Burroughs, aunque con voz propia. Una segunda consideración sería la de reflexionar sobre la entusiasta y sugerente introducción escrita, como bien reza en la portada, por el escritor-guionista Alan Moore, que debería poner sobre aviso de los derroteros filosóficos o metafísicos, y también aventureros, por los que van a discurrir las aventuras del protagonista principal. Un hombre embarcado en la travesía de un planeta lejano, con leyes físicas diferentes, extrañas y surrealistas, que van a cuestionar permanentemente las convicciones del lector, viendo además cómo los personajes defienden de forma sucesiva, y bastante sofista, posturas enfrentadas. Auténtica proto ciencia ficción, se podría afirmar sin temor que se trata de un libro «raro», difícil y, en ocasiones hermético; pero dejarlo ahí sería quedarse corto y a la vez injusto, pues también es una novela que podría calificarse de fascinante para quien se deje arrastrar por el profundo calado de su delirante propuesta.
La novela se abre con una sesión de espiritismo en una opulenta residencia a la que asisten, entre varias personas de alta alcurnia, dos invitados de excepción, aparentemente bien iniciados en la materia: los señores Maskull y Nightspore. Pero cuando el médium, el señor Blackhouse, emprende su tarea llevando a cabo la materialización de un cuerpo humano en medio del salón, la repentina aparición de un individuo llamado Kang a quien aparentemente nadie conoce les sobresalta a todos, sobretodo cuando estrangule a la figura materializada y lance a Maskull y Nightspore un desafío: reunirse con él en un remoto observatorio situado en Starkness, en la costa escocesa, para viajar desde allí al planeta del que procedía el cuerpo materializado y asesinado. Y, en efecto, gracias a los «rayos de retorno» —quien desee saber de qué se trata deberá leer la novela—, los tres viajan al planeta Tormance que gira en torno al sistema binario Arcturus. Pero, habiéndose desvanecido en el transcurso del viaje, Maskull despertará allí solo y abandonado en un entorno hostil.
Al sumergirse en la lectura no hay que esperar una trama al uso más clásico ni una caracterización en profundidad que desnude las motivaciones del protagonista —si es que acaso las tiene— y del resto de personajes. En su viaje, que no es sino el viaje del héroe —aunque en esta ocasión sin un héroe que pueda recibir tal nombre, convirtiéndose en la proverbial huida hacia adelante—, por Tormance, convencido de tener un propósito que desconoce y transmutado tanto interiormente como exteriormente —con crecimiento de miembros y órganos sensoriales extras incluidos—, Maskull va a irse encontrando con los más extraños y contradictorios habitantes del lugar, siempre percibiendo un elusivo sonido de retumbar de tambor con golpes a un ritmo de cuatro tiempos, con el tercero ligeramente acentuado, que sin duda ha de significar algo si es que consigue desentrañarlo. El periplo se muestra entonces como una sincopada sucesión de escenas en que el protagonista interactúa, muchas veces con violencia, con aquellos personajes con los que va encontrándose, y que bien pudieran estar allí tan sólo para darle la necesaria, e imprescindible, réplica. Son para él una fuente de información o de conflicto, herramientas en la búsqueda en la que se sabe inmerso sin conocer el propósito.
Se embarca así en un viaje que no parece depender de las leyes físicas —o, al menos, no de las que rigen en la Tierra— y donde las distancias no son un auténtico problema en un planeta cuya geografía se antoja perversamente mutable. En cada etapa se plantean una serie de debates, tanto morales como metafísicos, motivados por la forma de actuar de las personas con las que va encontrándose. Cada personaje es ejemplo de un singular tipo de filosofía y estilo de vida, desde lo que hoy sería un veganismo extremo hasta la defensa de la superioridad de un sexo sobre el otro —aquí Lindsay se muestra quizá demasiado hijo de su tiempo—, adaptándose en cada ocasión el protagonista a los diferentes sistemas de valores con inusitada facilidad.
Una ambientación en ocasiones casi psicotrópica rodea la búsqueda de respuestas por parte de Maskull, siempre a un paso de encontrarlas y siempre eludiéndolo, siguiendo el rastro de un ser llamado Surtur y también Cristalino, que tal vez sea un dios o tal vez un demonio dependiendo de quien hable de él, cruzando desiertos inmisericordes, escalando montañas de obsidiana, atravesando masas de agua conscientes, enfrentando sorprendentes peligros, soportando —y ejerciendo— desgarradora violencia, interactuando con variopintas criaturas… Todo un periplo físico, psicológico y espiritual.
Jugando con la alternancia de los dos soles del sistema binario Arcturus, cuya luz produce diferentes efectos físicos y mentales sobre los seres que la reciben, y más allá de la simplificación de la eterna lucha entre Bien y Mal, Lindsay plantea un enorme abanico de enfrentamientos entre dualidades, donde el combate interior llega a ser más importante que los motivos exteriores que lo causan. De alguna manera, Maskull se encuentra en un camino de exploración de su propia mente, de la mente de todo ser humano, siempre en conflicto. Orden y caos, emoción e intelecto masculino y femenino, paz y violencia, maestro y discípulo, vida y muerte… El protagonista se ve impelido una y otra vez, contra su naturaleza, a matar, en ocasiones en defensa propia, pero en otras por causas mucho más oscuras, dejándose manipular o arrastrado por sentimientos de pura ira o venganza. El relato se encuentra plagado de dobles sentidos, de significados ocultos, de juegos de espejos, con los que el autor parece querer desentrañar la auténtica acepción del mal y el sentido profundo de la existencia, buceando en las motivaciones que llevan a una buena persona a actuar contra su naturaleza, ofreciendo para ello múltiples elecciones tanto a su protagonista como al lector.
Y es que, en definitiva, Maskull no se puede fiar de sus sentidos, no puede estar seguro de que las cosas sigan siendo iguales, estables, de un momento para otro, y el lector tampoco. La novela juega con las percepciones con estudiada ambigüedad, desconcertando en ocasiones al tomar partido aparente primero por una postura para poco después contradecirla. Recién salido de los horrores de la I Guerra Mundial, viviendo una posguerra gris y triste, Lindsay parece optar por una visión un tanto pesimista sobre la naturaleza del ser humano. Hay una oscuridad ineludible en el fondo del relato, mas, sin embargo, también existe la posibilidad de redención. Lo que con una mano se quita con la otra se da, y todo hombre tiene dos caras. Viaje a Arcturus es un libro lleno de niveles de lectura, plagado en su superficie de aventuras exóticas, y de capas y más capas de filosofía y extrañeza en su subsuelo. Hay que excavar bastante para obtener todos los significados —sinceramente, dudo siquiera que se pueda aspirar a entenderlo todo—, y simplemente hay que estar preparado para dejarse arrastrar y esperar lo inesperado, sobre todo en un final que de alguna manera, desconcertante, hace justicia a todo el «delirio» que le ha precedido.
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