Marina Tena Tena.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Grupo Amanecer. Barcelona, 2019. 170 páginas.
Las leyendas del mar siempre han tenido una inmensa fuerza evocadora. Hay en sus criaturas una ambivalencia con la que es difícil lidiar. Como en las sirenas, seres mitológicos, tan atractivas como amenazadoras, que atraen a los incautos con sus cantos de sal y los arrastran a las profundidades. Pero, ¿resultaría en verdad tan aterrador, tan trágico, dejarse llevar por ellas? ¿Encierra su belleza una traición, una renuncia o un alivio? Tena ha escrito una novela breve de aparente sencillez, pero que encierra una profunda carga emocional, una tensión creciente que llega a doler. Una historia angustiosa, de una tragedia anticipada, que se intuye y es imposible detener. La autora refleja de forma magnífica el mundo infantil de un niño que ve la manera en que su mundo cambia y no precisamente a mejor, y poco es lo que puede hacer por evitarlo. Sus padres se han divorciado y, aunque él sabe perfectamente que los dos le quieren, también advierte que nada va a volver a ser como antes. Y lo que se presenta como una gran oportunidad, un viaje con su madre, una aventura que invita al disfrute y la alegría, se convierte en un drama repleto de sombras. Una historia plena de sensibilidad sobre la familia, sobre el amor en sus muy diversas vertientes, y sobre los terrores de un niño que simbolizan los de tantos adultos ante unos problemas muy palpables en la sociedad actual: la soledad, la tristeza, y la absurda búsqueda de la «normalidad» a cualquier precio. Llena de suspense, no sé si es terror —¿psicológico?—, pero crea mucha angustia.
Hugo, su amiga imaginaria Sam, y su madre van a pasar un largo fin de semana a la casa familiar materna junto a la playa y el mar. Son fechas raras, en pleno noviembre, pero Hugo está feliz por poder estar unos días con su madre, ya que no la ve tanto como quisiera desde que vive con su padre tras la separación de ambos. Además, el sol todavía calienta como para, quizá, poder darse un chapuzón, y la casa le encanta, pudiendo recuperar del verano las figuras de sus dinosaurios para jugar con ellos en el jardín. Una casa en que está muy presente el recuerdo de la abuela del niño y su gusto por las historias de sirenas; unos seres tan fascinantes como denostados. Unas sirenas que parecen susurrar en la noche, invitando, atrayendo…, a pesar de que Hugo no se fía nada de nada de ellas. ¿Cómo no sentirse dentro de la mente del niño, paladear su inquietud y su miedo, sufrir con sus temores y pesadillas? ¿Cómo no darle la mano a Sam, sensata pero aventurera, para encontrar un punto de apoyo que dé sentido a todo lo que se está viviendo?
Es esta una historia de terror sin más elementos terroríficos que la ambientación que la autora logra con maestría, con el juego de sombras creadas por una linterna de luz fluctuante mientras se agotan sus pilas, con los silencios llenos de las palabras de una amiga invisible que advierte pero no puede intervenir, con las pinceladas de un mar frío que lame la playa otoñal y un sol que apenas calienta. La narración se regodea en las actividades del fin de semana, en los juegos de Hugo, en las visitas a la playa, en sus escapadas nocturnas por la casa. Es una historia de terror por todo lo de cotidiano y actual que tiene. Vista desde la óptica de un niño, que no comprende en realidad a qué está asistiendo, pero capta mucho más de lo que ningún adulto pudiera sospechar, el deslizarse a los infiernos de su madre parece inevitable. Algo que al pequeño le llena de miedo. De una forma absolutamente sutil, casi amable, cómplice sin duda, todo son pistas para un lector que debe reconstruir la historia pasada de una pareja rota y la de un futuro cada vez menos atractivo: los gestos forzados, los silencios tensos, los cambios de humor, los momentos de ausencia, las omisiones, los desplazamientos sin explicación…, creando una sensación ominosa, de tensión creciente a pesar de no existir una amenaza palpable ni directa, de desastre inminente. Así que cuando asiste al desenlace resulta testigo impotente de la tragedia, lo que no hace sino aumentar el valor del texto.
No hay más elementos sobrenaturales que una amiga invisible que sólo Hugo puede ver y que le sirve, como suelen ser todos los amigos invisibles, de apoyo moral e incitador a cometer locuras. Es la voz de la conciencia, la que le insta a hacer lo correcto, pero también de la rebeldía, la que le muestra el camino hacia la aventura. Es el apoyo cuando siente miedo, quien le da valor cuando está aterrorizado y le insta a ser valiente y lidiar con las situaciones que lo paralizan. Es la voz que le conduce hacia una madurez precoz, a la toma de decisiones conscientes que podrían resultar sorprendentes pero que no se encuentran nada alejadas de la realidad. Sam es una muleta, un apoyo, pero también un ser autónomo del que preocuparse, una niña con la que crear y hacer crecer la empatía de un niño que se intuye solitario pero nada retraído; alguien con la que aprender y avanzar hacia el crecimiento interior. Tena juega a la perfección las cartas de la ambigüedad y planta las suficientes preguntas como para hacer dudar al lector de su existencia palpable y real. ¿Es tan solo un eco del pasado rescatado inadvertidamente por Hugo o es una presencia real que le ayuda en los momentos difíciles al tiempo que le hace compañía? ¿Es la voz que da forma a sus pensamientos o una mera compañera de juegos?
Noviembre es un mes terrible, frío y lloviznoso. Y la playa, solitaria, es un escenario tan hermoso como ominoso. Un lugar para los sueños o para la tristeza. Y el lector sabe que algo malo va a pasar. Conforme avanza la narración se hace terrible el retrato, más aún desde los ojos de un niño, de la enfermedad del alma, no nombrada pero perfectamente descrita en las acciones, en los vacíos y ausencias, en las miradas perdidas, en los cambios de humor de una madre que ama profundamente a su hijo pero que a veces no está ahí para él. Otra mujer parece ocupar su cuerpo, alguien que es pero no es ella. Y eso da mucho, mucho miedo. Si nos lo da nosotros, cómo no dárselo a un niño, a un hijo que sólo quiere que su madre no esté triste, sabiendo que todo momento de felicidad es un instante a atesorar. Porque los niños, por mucho que nos extrañemos, comprenden mucho más de lo que sospechamos, perciben cosas que creemos inaccesibles para ellos, y a su manera buscan la manera de sanar a sus seres queridos, por muy imposible que a veces se antoje. Es hermoso ver cómo Hugo no se extraña de la forma de rehacer la vida de su padre, y sufre, quizá sin ser consciente del motivo pero sí de las consecuencias, del estancamiento de su madre. Es esta una historia estremecedora, pero también bella. Se hubiera, quizá, agradecido una corrección de unas pocas erratas iniciales que hacen dudar del género de Sam y una letra —en el formato físico— un poquito más generosa para los que ya tenemos una edad, pero son defectos que en nada afectan al disfrute de una historia de terrores infantiles, y también adultos, llamada a estrujar el corazón y no soltarlo hasta pasado un buen tiempo tras dejar atrás la última página. Es una historia que sigue palpitando en la mente tras cerrar el libro, y ese es todo un acierto.
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