Christopher Priest.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
La Factoría de Ideas. Col. Solaris ficción # 145. Madrid, 2010. Título original: Inverted World. Traducción: David Luque Cantos. 315 páginas.
La publicación original de Un mundo invertido data de 1974 y hay que advertir que, sobre todo en el contexto externo a ella y en el mensaje «de fondo», es una novela, según se nos avisa con tino, muy hija de su tiempo. ¿Quiere decir eso que se ha quedado anticuada o supone alguna merma en su calidad? En absoluto. Sigue siendo una obra extraordinaria, con muchos valores propios sin necesidad de buscarle lecturas «ajenas» al propio contenido ―que sin duda las tiene, pero la situación política del mundo ha cambiado mucho y tal vez nos encontremos con que la moraleja que pudiera entresacar un lector de los años 70 del siglo pasado es muy diferente de al de uno de esta segunda década del siglo XXI―.
El joven Helward Mann, después de pasar su infancia en un orfanato de la ciudad de Tierra, ha cumplido los mil cuarenta kilómetros y por tanto ha alcanzado la mayoría de edad. Le ha llegado la hora, por su ascendencia, de convertirse en aprendiz de uno de los gremios, la élite dirigente, y adentrarse así en los secretos de los mismos, prohibidos a los meros ciudadanos, quienes tienen restringida la vista del exterior, constreñidos entre altos muros y paredes que solo tienen ventanas hacia dentro de la propia ciudad. Tierra es una estructura gigantesca y algo caótica que mezcla en su construcción indistintamente la madera, el metal o el hormigón, y que avanza sobre unos raíles que cuadrillas de trabajadores externos van desmontando y tendiendo nuevamente para que nunca se detenga su avance a través de un mundo hostil y depauperado, del que, sin embargo, dependen para sobrevivir y mantener su población. Es una sociedad depredadora, que coge más de lo que da, que se justifica en «elevados» principios y necesidades para mantener su actitud desdeñosa e injusta sobre los pueblos que van encontrando a su paso de los que abusan de su trabajo a cambio de ciertas migajas de poco valor, aprovechándose de su pobreza y de las condiciones extremas del mundo en el que viven.
La rígida sociedad que el aislamiento ha creado, ha producido a su vez también rígidos personajes, con escasa interacción entre ellos, con una frialdad que domina todas las relaciones, y con un desapego y distanciamiento que no permite abrir un resquicio en sus invisibles armaduras hasta el momento en que se instale en ellos la duda. Su única función en la vida, cada cual con su diferente labor, es mantener en movimiento la ciudad en pos de alcanzar el misterioso «óptimo» que se desplaza siempre ante ellos, estando a veces a punto de alcanzarlo y alejándose de él en otras ocasiones con una terrible amenaza pendiendo entonces sobre todos ellos. Hay algo trágico en esa persecución de una meta imposible de alcanzar, siempre alejándose, siempre delante de ellos. El camino hacia el Norte, siempre intentando alejarse de una ominosa amenaza, es un imperativo que marca la tensión y el suspense del relato.
No se puede decir mucho más del argumento, auténtica fuerza del libro, sin destripar las sorpresas que el mismo depara al lector. Hay que acompañar al protagonista en sus viajes para ir descubriendo al mismo tiempo que él las maravillas que su mundo encierra. A través de sus ojos el mundo se va desenrrollando, mostrando un entorno tan extraño como fascinante. Priest ofrece un interesante juego en equilibrio entre lo objetivo y lo subjetivo con el uso alterno de la primera y la tercera persona en la voz narradora, desde el testigo de primera mano al observador ajeno que, sin embargo, también participa en la acción, modificando la forma de ver y entender los hechos bajo un prisma diferente. El autor sumerge al lector en un experimento mental, casi psicodélico por momentos, cuestionando a través de un relato de aventuras la auténtica naturaleza de la realidad y de la percepción subjetiva del tiempo, la distorsión de la existencia y de la física establecida, la forma que toman las vidas según los parámetros que se aceptan para vivirlas...
Mientras en el exterior el viaje no puede ni debe detenerse, en la ciudad se extiende una ola de desaliento; la población disminuye, la insatisfacción crece, y el secretismo de los gremios y su empeño en mantener al resto de ciudadanos en la ignorancia y encerrados en la ciudad amenaza con convertir la situación en una auténtica olla a presión. El descontento de los que viven encerrados, sin contacto con el exterior por un supuesto bien común, aumenta de forma imparable, al tiempo que se terminan las excusas de los gremios para guardar sus secretos amparándose en el supuesto bien de la comunidad ―aquello de que lo que no sabes no puede hacerte daño―.
Totalmente entregado a su tarea, Helward va a encontrar su contrapunto en la figura de Victoria, entre quienes se va a simbolizar la enorme separación entre los ciudadanos y los miembros de los gremios. En su relación se encuentra representada la de ambos colectivos, mostrando la aparentemente inseparable separación de unos y otros a pesar de su cercanía. En una sociedad tan centrada en sus objetivos, taan fría, el amor apenas tiene cabida y es más un negocio que un sentimiento; algo que no está destinado a superar adversidades, como aprenderá por las duras el protagonista.
Un mundo invertido es un increíble viaje rodeado de aventura e intrigantes teorías científicas que llenan de preguntas la mente del lector. Tierra es una maravillosa y monumental obra de ingeniería, una inmensa mole desplazada sobre railes arrastrada con cabestrantes, tornos y cables, que debe hacer frente al cruce de ríos o montañas que le suponen obstáculos casi infranqueables en su obligación de no detener su movimiento nunca o resignarse a las nefastas consecuencias por unas razones que el lector irá descubriendo al mismo tiempo que el protagonista. Una construcción que depende del exterior de una forma rapiñadora, abusiva ―aquí es donde lectores de antaño quisieron ver una lectura colonial británica―, para que la máquina no se detenga, adentrándose imparable en nuevos territorios tecnológicamente más atrasados de los que no dudará en aprovecharse en una relación poco equilibrada, recibiendo mucho más de lo que entrega.
Priest, como bien ha demostrado en obras posteriores, siempre se guarda una carta en la manga, un último giro que cambia el significado de todo lo narrado, y aquí ya empezaba a experimentar con ello. Partiendo de un concepto fascinante, de una física distorsionada, de la duda sobre lo qué es y dónde se encuentra realmente Tierra, el autor consigue atrapar al lector con una escritura muy fluida, aunque algo seca en ocasiones, hasta ese final ―un tanto precipitado, eso sí que hay que reconocerlo― trágico y a la vez esperanzador. Un clásico necesario.
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