lunes, 17 de junio de 2013

Reseña: El ladrón cuántico

El ladrón cuántico.

Hannu Rajaniemi.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Alamut. Madrid, 2013. Título original: The Quantum Thief. Traducción: Manuel de los Reyes. 261 páginas.

Periódicamente desde ciertos sectores del establishment literario se alzan voces anunciando el fin de la ciencia ficción en su vertiente más especulativa o hard, y periódica y afortunadamente aparecen autores como Rajaniemi para desmentirlo. El ladrón cuántico puede ser circunscrito en el grupo de aquellos autores y obras que abanderan la futura Singularidad y el consiguiente posthumanismo. La novela ofrece un complicado y futurista thriller tecnológico de intriga detectivesca con buenas dosis de aventura, acción e ironía, siempre dentro de los parámetros más especulativos de la ciencia ficción, sin dar apenas facilidades a quienes no posean las claves o estén adaptados a la particular idiosincrasia del subgénero. Una lectura exigente y refrescante a un tiempo, con ideas de largo alcance, que invita a disfrutarse con la mente abierta y la imaginación desplegada sin cortafuegos. Presenta un futuro ajeno y familiar a un tiempo, donde, por mucha distancia que los individuos hayan tomado alejándose del tronco común del que proviene la Humanidad, las viejas pasiones siguen rigiendo sobre el intelecto.

En el Sistema Solar interior del futuro lejano gobernado por el «colectivo de transferencia» de la Sobornost, Jean le Flambeur es un ladrón con un pasado de resonancias míticas en toda la Heterarquía que se encuentra retenido en la singular Prisión de los Dilemas, un constructo situado en el espacio y donde sus múltiples «yo» son sometidos a duras pruebas que buscan forzarle a encuentrar una solución no violenta y cooperativa a diversos enfrentamientos que siempre terminan en su muerte. Otra prisionera, esta aparentemente voluntaria, la transhumana alada Mieli, le va a hacer una oferta que no podrá rechazar, pero para la que Jean necesitará recomponer todos los fragmentos disgregados de su antigua personalidad. Así comienza una peculiar búsqueda que va a llevar la acción a la Oubliette, una ciudad móvil y de geografía cambiante que recorre, bajo asedio por parte de los implacables foboi, la superficie de un Marte cuya terraformación fuera saboteada tiempo atrás convirtiendo su superficie en básicamente inhabitable.

En la Oubliette el joven Isidore Beautrelet, un brillante detective, aspirante a convertirse en uno de los misteriosos «tzaddikim» —autonombrados protectores de la sociedad, «superhéroes» de alta tecnología—, une una enorme perspicacia a cierta falta de dotes sociales que rozan levemente el autismo para llevar a cabo sorprendentes investigaciones y deducciones, que de alguna manera le colocarán en el camino del ladrón.

La sociedad de la Oubliette, su mezcla de culturas, el choque de identidades, el estado inestable de pre revolución soterrada... es uno de los grandes atractivos de la novela. En uno de los extremos de la urbe, como un elemento algo discordante, se encuentra la colonia Zoku, cuyos miembros se encuentran unidos por una suerte de comunicación telepática artificial que no solo transmite palabras sino también sensaciones. En el resto de la ciudad los ciudadanos viven inmersos en sus gevulot, una suerte de esferas virtuales personales que les dotan de intimidad y un gran nivel de privacidad, permitiéndoles controlar el nivel de contacto con aquellos que les rodean. Es una sociedad que se mantiene gracias al trabajo de los gógoles —esclavizados estados cerebrales / personalidades virtuales de humanos llevados a la ciudad por miles en un pasado revolucionario— y donde todos los ciudadanos viven periodos despiertos intercalados de periodos de trabajo «Aletargados» cuando se les acaba su «tiempo» —auténtica moneda del lugar—.

Hermanado, ya que en puridad no se pueda decir influido, con Charles Stross, Greg Egan, John C. Wright, Iain M. Banks o Alastair Reynolds, el futuro presentado por Rajaniemi es a la vez extraño y atractivo, desconcertante y sugerente, lleno de maravillas y peligros tecnológicos, y donde cabe decir que lo extremadamente post humanista de sus protagonistas hace complicado cualquier intento de empatía con ninguno de ellos.

La novela se estructura en multitud de capas con una buena cantidad de misterios por resolver, con la teoría de juegos y la ingeniería cuántica siempre presente. Saltando entre los puntos de vista de los protagonistas, en primera persona mientras el relato sigue a Le Flambeur en su críptica misión, y en tercera persona cuando se centra en ese particular Sherlock Holmes que es Isidore intentando ir siempre un paso más allá, tanto en sus investigaciones en pos de capturar a su muy particular Arsenio Lupin como en su insólito romance, la trama principal persigue recuperar las pieza de un imposible puzzle siguiendo las pistas que el protagonista se dejara tiempo atrás a sí mismo.

El paisaje urbano de la Oubliette cambia tan rápidamente como los parámetros del relato, como los objetivos y las identidades de los implicados, de sus alianzas y promotores. No hay nada sencillo aquí. Los secretos solo ocultan más secretos. El tiempo es verdaderamente oro, y derrocharlo es el mejor camino para una vida corta. La verdad no es un valor absoluto. La información fluye en múltiples direcciones pero no siempre es fácil de captar. La muerte no es un final en sí misma, salvo para casos extremos. La identidad es un tesoro a defender con uñas y dientes. Las mentes, las ideas y recuerdos, pueden ser transferidas a otros cuerpos u otras máquinas; se pueden robar, piratear o secuestrar, se puede comerciar con ellas, se pueden pervertir...

Hay un enorme trabajo especulativo sobre los caminos de la evolución humana, tanto física como psíquica, sobre las nuevas formas de comunicación, el almacenamiento de información, las memorias compartidas, la transferencia de conciencias; sobre las relaciones, sociales y sentimentales, entre los individuos de una sociedad altamente tecnificada; sobre las IAs, la realidad virtual y las naves inteligentes; sobre la nanotecnología, la criptografía, la computación cuántica... y sobre el arte del chocolate, pero nadie debe esperar facilidades del autor, pues Rajaniemi retiene o se guarda para sí de inicio gran parte de la información.

Es así una lectura que exige una implicación activa del lector, no tanto porque se base en teorías científicas excesivamente técnicas o complicadas, sino porque hay una buena parte de los sucesos que no se explican —si es que llegan a explicarse— hasta mucho más tarde de sucedidos, y casi nunca de forma directa, causando una sensación de desconcierto o de abrumadora incomprensión. Rajaniemi lanza a sus lectores directamente al futuro, sin hacer concesiones ni dar treguas, presentando un buen número de conceptos nuevos y originales que no son explicados de partida. Algo que para algunos lectores puede ser muy estimulante y para otros terriblemente frustrante. Palabras —algunas inventadas, algunas con resonancias hebreas o rusas—, tecnología, grupos políticos o gubernamentales, ideas... plasmadas sobre la marcha y que deben ser deducidos también sobre la marcha por el contexto o por los resultados de su uso —el viejo debate de, si a un lector de novela policiaca no se le explica qué es un microondas, por qué habría que hacerlo con una exomemoria a un lector de ciencia ficción—. Lo mejor, sin duda, es dejarse llevar e intentar no sentirse superado por el desconocimiento. Poco a poco las pistas van dejando ver todo el mosaico, las piezas en apariencia inconexas van encajando, y al final tal vez no se hayan aprehendido la totalidad de las intenciones del autor, pero la satisfacción es gratificantemente bella.

Como punto tangencial, pero de gran importancia, destacar —y son unas cuantas veces ya—, la impresionante tarea del traductor, haciendo una estupenda labor con un difícil material —desde los neologismos a toda la parafernalia tecnológica—, con abundancia de términos y multitud de referencias culturales que deben ser comprendidos o captados prácticamente por el contexto y que gracias a su buena traslación no ofrecen mayor dificultad que la propiciada por el juego narrativo del propio autor.

El ladrón cuántico es un gran libro —complicado, exigente, frustrante, si se quiere; pero altamente satisfactorio si se consigue entrar en su juego— con un enorme handicap final: no termina. Bueno, de hecho de alguna manera sí lo hace, pero, como primera entrega de lo que se anuncia como una trilogía, dejando grandes —muy grandes— cuestiones emplazadas para su continuación, The Fractal Prince, puesto que hay deudas que no han sido pagadas y que deben serlo. Continuará...


2 comentarios:

Anónimo dijo...

Simplemente gracias por tu buena reseña.

Santiago dijo...

De nada. Hacemos lo que podemos lo mejor que sabemos ;-)

Saludos