Matías Candeira.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ed. Salto de Página.Col. Púrpura # 47. Madrid, 2013. 159 páginas.
Muchas veces, en las peores de las situaciones, cuando todo viene mal dado, nos repetimos la vieja mentira: «Todo irá bien». Pero, cuando la oscuridad ha caído, cuando las sombras susurran palabras ininteligibles y, sin embargo, aterradoras, cuando la sangre gotea desde la punta de un cuchillo empuñado por un ser querido o cuando pasos furtivos y sigilosos acechan con intenciones ignotas al otro lado de la puerta... ¿para quién irán bien las cosas? Para la víctima que aguarda temblando expectante o para el monstruo que habita sus sueños y desvelos.
¿Y qué pasa entonces cuando las cosas, definitivamente, no «van bien»? Cuando un padre no puede evitar retratar macabramente a su hijo en posición moribunda, cuando las risas de una fiesta infantil en la piscina se troca en una misión de rescate a vida o muerte, cuando el cajón de los cubiertos contiene la única esperanza contra la ausencia de dolor de una familia, cuando el habitual centro comercial se convierte en territorio extraño, cuando se camina al lado de un muerto intentando darle la paz...
Candeira retrata una peculiar realidad tamizada por sombras de pesadilla, la cotidianidad abrazada por manos extrañas e inquietantes hasta devolverla con una imagen distorsionada pero fácilmente reconocible. Monstruos, que apenas pueden considerarse tales, escondidos a plena luz en la figura del vecino, del comprador que comparte la fila en el supermercado, de la persona que ocupa el asiento de al lado en el coche, del hombre que llama a la puerta en plena cena para pedir un favor, o en aquellos comportamientos erráticos que resultan sin embargo irónicamente normales y que promueven la empatía —ya que no la «simpatía»— por el causante del miedo.
A través de toques sutiles que nos muestran que aquella no es nuestra realidad, pero que perfectamente pudiera serlo, el autor saca a la luz los miedos internos, los que ocultamos a los demás y nos negamos a nosotros mismos, colocando un espejo deformado ante los ojos y dejando que cada cual encuentre su camino en los procelosos y vertiginosos remolinos de su prosa. Es cierto que con ello consigue desubicar al lector, recargando las imágenes y mostrando las cosas cotidianas con un punto de extrañeza que hacen que resulten ajenas. Esas cosas ante las que normalmente se cierran los ojos para poder continuar con la vida como si nunca hubieran sucedido.
Relatos inquietantes y desasosegantes, pero también ambiguos y confusos, insinuando más que mostrando, jugando con una sábana delante del foco de luz, enturbiando la escena. El lector no sabe en muchas ocasiones qué está pasando, no tiene suficientes datos, y así se mantiene en un artificial estado de incertidumbre a la espera de unas explicaciones que nunca llegan, lo que no es sólo frustrante en ocasiones, sino que deja un regusto más bien amargo en la mayoría, con un sentimiento de que le han tomado el pelo sin siquiera enterarse. Desperdiga esencias inaprensibles que, al menos a este lector, hacen que uno se encuentre algo perdido o, como poco, desconcertado atravesando las historias de Candeira.
Cuentos que comparten, en su mayoría, un ambiente de desolación, de futuro cercano en decadencia, de miseria y destrucción no explicadas, del derrumbamiento de las estructuras sociales y económicas, de resignación ante el triste devenir de los días y el muy sombrío porvenir. Personajes al borde del abismo, perdedores, en proceso de desintegración, abandonados o casi al borde de su sociedad, pertenecientes a familias disfuncionales —aunque no en el sentido estricto en que se aplica el término hoy en día— que de alguna manera optan a convertirse en el modelo de la nueva normalidad.
El autor hace gala de una prosa compacta, enrevesada, excesivamente recargado o grandilocuente en ocasiones, que se enrosca sobre sí misma, que se recrea en la sugerencia y se gusta a sí misma sin llegar a mostrar lo que hay detrás, buscando más crear sensaciones que entregar significados, perturbadora, existencialista, exigente. LLena de matices crípticos e inaprehensibles que impiden captar toda la riqueza, que sin duda existe, en el mundo interior del autor, como si se debiera estar en conocimiento de ciertas claves previas, personales, sin las que es posible comprender el relato.
Metáforas sobre metáforas otorgando un punto de incoherencia, de absurdo surrealismo a las situaciones reflejadas. Un terror sutil, que nace tanto de la ironía como de la extrañeza dentro de lo familiar —¿podría haber algo más inocente que una piscina de bolas convertida aquí en una terrible trampa mortal?—, que no nace del monstruo físico, del susto, sino de la perversión de lo cotidiano. La reivindicación de la locura como una nueva forma de afrontar la cordura, del dolor como una manera de seguir siendo humano.
Uno se va arrastrando a través de la lectura casi onírica y farragosa de estos cuentos, con más dificultad que deleite, hasta que de pronto se alcanza Purgatorio, un interruptor salta en la mente, y todo cambia. Decir que el autor se había guardado lo mejor para el final es quedarse muy corto. Este relato, junto a Los que vuelven —que cierra el volumen—, son sin duda las dos historias que justifican la lectura de todas las demás.
¿Recomendaría este libro? Difícil de contestar. En general, es árido y confuso —tanto en cuanto a la misma lectura de los cuentos como a su mensaje—, oscuro, negramente humorístico —con ese humor que revuelve las tripas en vez de causar carcajadas—, cínico, exigente, incómodamente atractivo, siniestro, rimbombante, pesimista, tramposo, agobiante, poético, poco digerible, intrigante, sin concesiones... Sin embargo, para los que se introduzcan en sus páginas, cabe advertir que, al acabarlo, una relectura se hace ineludible, para captar en todo su ser la indudable unidad narrativa y certificar también el tenue hilo común de su totalidad, profundizando en las interpretaciones personales que cada lector haya decidido entresacar. Pero es seguro que, para algunos, no todo irá bien.
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