Sarah Pinborough.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Alianza editorial. Runas Ciencia ficción y fantasía. Madrid, 2015. Título original: The Death House. Traducción: Francisco Muñoz de Bustillo. 241 páginas.
La Casa de la Muerte es una novela enormemente difícil de clasificar, de ponerle una de esas etiquetas que tan satisfactorias resultan al público para poder situarla debidamente en su «nicho». Es literatura de anticipación, puesto que discurre en nuestro futuro, aunque no sea una ciencia ficción tecnológica o especialmente especulativa, sino más bien un ¿qué pasaría si…?; es post catastrofista, puesto que se insinúa una enfermedad global devastadora, pero no se muestra ni su desarrollo, ni su apogeo, ni sus efectos más allá del destino de unos pocos niños infectados durante lo que parecen sus últimos coletazos; es terror —u horror—, puesto que algunas de las situaciones descritas son de lo más aterradoras, aunque ninguna esté destinada en realidad a causar miedo, sino tensión o desasosiego; es realista, puesto que, más allá de su ubicación temporal, refleja a la perfección sentimientos y emociones de lo más reales e intensos, sin ningún elemento sobrenatural o fantástico; es romántica, puesto que hay una historia de amor que se desarrolla lentamente por debajo de todo el relato, de forma natural y hermosa, pero tampoco es su centro; es tragedia, puesto que el destino de la mayoría de los personajes del libro es una muerte inevitable, pero tiene conmovedores momentos de humor sin caer en la comedia en absoluto; es aventura, pues hay escapadas nocturnas, exploraciones y descubrimientos, pero en verdad hay poca acción; es juvenil por los protagonistas y por los valores que aporta, y es adulta por la dureza de ciertas situaciones, tanto a nivel físico como psicológico; es para cualquier público por su mensaje universal, por su defensa de la esperanza… Entonces, mejor pasar de etiquetas y disfrutar sin más de una novela emotiva, dura, triste, agridulce y gratificante a un tiempo. La historia de unos muchachos enfrentados al conocimiento de su cercana muerte y de cómo cada uno reacciona a su propia manera.
En una Gran Bretaña de un futuro indeterminado pero que no se antoja demasiado lejano, una epidemia ha diezmado a la humanidad, aunque se ha conseguido superarla y la «normalidad» ha vuelto a instalarse en la existencia de los supervivientes. Como único remanente unos pocos niños que, por medio de análisis obligatorios, muestran poseer un estado latente de la enfermedad, un gen defectuoso, son aislados en un internado-sanatorio donde vivirán lo que les resta de vida. No hay curación posible y su único destino es morir allí antes de llegar siquiera a ser adultos.
Toby es un adolescente de lo más normal, emocionado por haber sido invitado a una fiesta por la chica que le gusta, cuando su vida queda rota en añicos por el resultado de un rutinario análisis de sangre. Junto con otros muchachos es internado en esa especie de prisión-sanatorio que es la Casa de la Muerte, sito en una isla de la que no hay manera de escapar. Separados en pequeños grupos que ocupan cada cual una habitación de la Casa y bajo el cuidado de unas enfermeras nada comunicativas y unos profesores poco motivados, tan sólo queda dejar pasar el tiempo y ver cuál de los muchachos es el siguiente en dar muestras de los síntomas de la enfermedad y llevado al piso superior, al sanatorio, de donde ninguno vuelve. Toby no es una excepción. Buscando tan sólo un poco de consuelo ante el inevitable final, se ha adaptado a la vida allí, al continuo escrutinio, al aburrimiento, a la continua sensación de amenaza, a la tristeza imperante, pero la rutina se rompe cuando un nuevo grupo llega a la Casa y Clara entra en su vida.
Cada habitación es un pequeño microcosmos, con sus relaciones, sus rivalidades y sus luchas de poder, donde las personalidades de los niños se esfuerzan por sobrevivir. Allí está el líder o el matón, el religioso, el segundón o el gracioso, el miedoso, el retraído o el ingenioso. Cada habitación es una tribu, un clan, y se forman lazos de enorme fuerza. Cada chico o chica tiene, todavía, sus sueños, pero sobre todo sus temores. Buscan consuelo entre los pocos adultos, los profesores y enfermeras, pero no obtienen más que una eficiente indiferencia. Es inevitable que, siempre a la defensiva, siempre con miedo, busquen refugio en sus compañeros de habitación, que sufran por los más cercanos y extiendan una coraza de distanciamiento con los otros grupos. Saben qué les espera y esa amenaza certera hace que no quieran implicarse en otras vidas, en otras relaciones que tan sólo van a traerles más sufrimiento y, sin embargo, es inevitable que surjan la amistad, el apego, la empatía en grado superlativo. Pinborough construye a la perfección las distintas personalidades de los muchachos, cada uno con su forma de enfrentarse a lo que están viviendo y, sobre todo, su forma de encarar su inevitable y cercana muerte. Cada uno buscando cosas distintas, reaccionando según su particular educación e inclinaciones; cada uno un niño perdido.
Fuera de los muros que rodean la Casa el mundo parece haber dejado de existir, aunque es inevitable seguir pensando en qué estará sucediendo allá fuera con sus familias o amigos. La autora da muy pocas referencias del exterior, de lo que sucedió o sigue sucediendo. Los flash backs a la vida previa de Toby que salpican el relato confrontan su actual situación con una existencia mucho más feliz y despreocupada, la de un adolescente quizá no demasiado popular, pero con un porvenir inmediato para él muy ilusionante, con pensamientos de adolescente —el colegio, los amigos, las chicas, el sexo…— y pocas preocupaciones reales. Pinborough muestra entonces lo fácil que es quebrar esa felicidad, cómo puede cambiar una vida de un minuto para otro. La entrada de Clara en su vida actual, con una forma muy diferente de enfrentarse al mundo a la de él, le hace reconsiderar su existencia, su retraimiento y su apática espera del momento en que se muestren sus síntomas. Inicialmente desconfiado ante ella, Toby aprenderá no obstante a vivir cada experiencia mucho más intensamente, a entregarse, y descubrirá todo un mundo que le había estado vedado hasta el momento, incluido el tierno despertar sexual que hasta entonces le tenía obsesionado.
La autora, con enorme delicadeza y palpable cariño por sus personajes, consigue hacer entrañable y cercano un tema tan terrible como es el de la muerte, sobre todo entre adolescentes. Y lo hace con una historia tan hermosa y conmovedora como inevitablemente agridulce, que consigue implicar intensamente al lector en el destino de los protagonistas. Sin estridencias, ñoñerías ni falsos sentimentalismos, sino con un realismo que consigue hacer que se ponga en el lugar de cada uno de esos chicos y chicas. La autora no acelera los tiempos, deja que la historia se desarrolle a su velocidad natural, sin flechazos ni precipitaciones, ni sentimientos exacerbados. La amistad y el amor —y el odio, aunque este sea mucho más fácil de inflamar— surgen en el momento oportuno por las causas oportunas, justificadamente, de forma natural.
Y esa naturalidad y realismo hacen que la historia sea todavía más desgarradora. Cómo, cuando se está hundido, el más pequeño gesto afectuoso puede resultar devastador, cuando la esperanza es tan dolorosa que se convierte en algo insoportable, cuando una pequeña traición representa el final de todo.., y cómo, sin embargo, merece la pena seguir viviendo. El ambiente en la casa es lúgubre, sombrío, desalentador. Y a pesar de todo el mensaje es no dejar de esperar, no dejar de vivir, pues por malo que sea el día presente no se sabe si el día siguiente será peor, o el último, o todo mejorará de repente, y si uno se ha rendido nunca podrá llegar a disfrutarlo. Hay que hacer cosas antes de que sea tarde, antes de perder la oportunidad. Hay que vivir con intensidad.
Pinborough se guarda varios ases en la manga, para jugarlos de la forma más dramática en el momento justo. Ciertos giros se ven venir desde lejos, otros dejan con un nudo en la garganta. Puntúa con humor la tristeza inherente a la situación, sin edulcorar la escena ni restar dramatismo por ello, pero sin caer tampoco en lo macabro. La Casa de la Muerte es una obra hermosa, que deja un final abierto, orgánico, emotivo, no del todo triste pero sí desgarrador, sin responder preguntas que quedan en el aire al albur de la imaginación de cada lector, ya que en el fondo tampoco necesitan resolverse, como la vida misma.
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