domingo, 2 de diciembre de 2018

Reseña: El emperador goblin

El emperador goblin.

Katherine Addison.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Alethé. Madrid, 2018. Título original: The Goblin Emperor. Traducción:  Juan Pascual Martínez Fernández.598 páginas.

Es esta una novela sobre política y cambio social, juegos cortesanos e intrigas palaciegas, sobre el abuso y el poder, y sobre el abuso del poder, con el escenario y los personajes como principales concesiones al «fantástico», y una puesta en escena que retrotrae a las grandes cortes imperiales del Oriente de antaño, de la China imperial de la Ciudad Prohibida o de la del Rey de Siam, incluso a la de los tiempos finales de la Rusia zarista. En una atmósfera exótica, con una casi sutil, pero vital, pincelada de steampunk, donde la magia se supone, pero apenas hace acto de presencia —se pueden contabilizar apenas el uso de un par o tres, según si hablar con los muertos se considere como tal, de hechizos en todo el relato—, la acción se desenvuelve entre audiencias públicas y audiencias privadas, entre diplomacia e intrigas, entre entrevistas, bailes y juegos cortesanos... Con una cadencia suave y armónica, se trata de una novela tranquila e introspectiva, sin demasiadas estridencias y apenas un poco de sangre, que versa sobre la inesperada llegada al poder de un joven heredero, de su zozobra e intento de consolidación, de los peligros y de las trampas políticas y diplomáticas a las que se enfrenta, que no van a ser precisamente pocas. Una novela pausada, reflexiva, sobre el ejercicio del poder y sus responsabilidades, y sobre todo lo que lo rodea, desde las injusticias sociales al buen gobierno. Al final, hay en sus páginas mucha más luz que oscuridad, aunque la presencia de la segunda sea imprescindible y palpable para que la primera brille más. Una novela, ¿por qué no decirlo?, optimista y esperanzadora. Quizá incluso demasiado, aunque sea algo que no hace mal a nadie. De vez en cuando también se agradece una historia refrescante sin un excesivo componente sombrío.

Maia, cuarto hijo del emperador Varenechibel IV de las Ethuveraz —las Tierras de los Elfos—  y medio goblin por parte de madre, vive exiliado de la Corte Imperial en Edonomee desde el fallecimiento de aquella, bajo la cruel y abusiva supervisión de su primo Setheris, cuando recibe la noticia del fallecimiento de su padre y sus tres hermanos en un accidente de dirigible. Desconcertado, sin estar en absoluto preparado, el joven de dieciocho años debe aceptar que su destino ha cambiado de forma radical, que va a ser el nuevo emperador. Eso sí, siempre que se de prisa y se adelante a los planes del Lord Canciller Chavar, para lo que debe ser coronado a la mayor brevedad posible, antes incluso del funeral de sus parientes. La situación en palacio es volátil y su presencia no es bien recibida por todos —o por casi nadie—. Y la noticia de que el accidente aéreo del Sabiduría de Choharo muy posiblemente no fuera tal, sino un sabotaje premeditado, no ayuda a poner calma precisamente.

Addison le da la vuelta a cada uno de los pasos del «viaje del héroe», cuando el joven llamado a cumplir el papel en cuestión no puede ni abandonar las estancias de su palacio, el Alcethmeret, casi una ciudad en sí mismo, eso sí. Su vivencia va remitiendo una a una a las etapas clásicas de la aventura, pero de una forma tergiversada. Está la llamada, la aceptación y la duda. La búsqueda del héroe va a resultar sobre todo interior, sin salir a los caminos, y su mentor no resultará ser un sabio anciano, sino un mensajero reconvertido en secretario. Los compañeros van a resultar más reticentes de lo esperado, pues Maia no está destinado a tener amigos. Y no van a producirse grandes hazañas, aunque sí enfrentará una cuantas pruebas, tendrá que oponerse a sus enemigos, y sufrirá la prototípica caída, el resurgimiento y el enfrentamiento final, pero de maneras que tampoco se ajustarán al canon tradicional.

El nuevo emperador, que tomará el nombre de Edrahasivar VII, es un joven dotado de una especial empatía, herencia de las duras condiciones de su vida desde los ocho años, cuando muriera su madre, hasta el momento de su coronación. Lanzado de golpe a las procelosas aguas de la política imperial, lo desconoce prácticamente todo sobre el ejercicio del poder que acaba de heredar, sobre los diferentes estamentos del gobierno del imperio, sobre la economía e incluso sobre las costumbres de sus gobernados. Debe enfrentar solo y sin amigos una situación que le supera. Siempre se le ha mantenido ajeno a los entresijos de la corte, e incluso su educación formal deja mucho que desear. Pero es inteligente, dotado de gran ingenio y un corazón que late en el sitio correcto. Siempre observado, siempre cuestionado, siempre atado por las invisibles cadenas protocolarias que van con su título, debe aprender a confiar en alguien, así que va a depositar su enorme necesidad de ayuda en Csevet, el mensajero que enviaron a darle la noticia del fallecimiento de su padre, convirtiéndolo en su secretario. A su vez, entrega su confianza a sus guardias, sus nohecharai, siempre presentes, incluso en sus momentos más íntimos, porque si no la tarea le sobrepasaría. Y menos mal que cuenta con todos ellos, pues si no no hubiera durado en la corte ni el primer día. ¿Es mejor obtener la lealtad por el miedo o por el respeto? Una difícil cuestión a la que deberá encontrar pronta respuesta.

Muy posiblemente como fruto de su «deficiente» educación y de todas las injusticias con las que él mismo ha tenido que lidiar, de todo el abuso emocional —y físico— al que le sometiera su primo mientras estaban en el exilio, va a resultar un emperador atípico, con una mirada nueva pero pocos conocimientos para aplicarla. Así que debe aprender todo aquello que en otro heredero se daría por supuesto —y de paso el lector lo irá aprendiendo con él—. Y hay mucho que aprender, desde las formalidades de la corte hasta la debida forma de dirigirse a las personas según su rango, del significado de las vestiduras hasta los entresijos de la política, del funcionamiento económico del imperio al ceremonial de sus celebraciones, de la interacción con sus súbditos al trato con las mujeres...

Katherine Addison aka Sarah Monette
Pero a su vez, su ingenuidad y ese desconocimiento de las maneras de la corte o de alguna de las tradiciones del Imperio le van a dar una libertad de acción para otros impensada, una claridad de miras que no es habitual en el distanciamiento con la plebe que se le supone a un emperador. Trata a los sirvientes como personas, y como iguales a las mujeres; algo difícil rodeado por un estamento social que sólo les reserva la tarea de tener y cuidar de los hijos, casándolas en matrimonios concertados sólo por intereses políticos. En un sistema patriarcal Maia descubrirá en ellas tantos anhelos y sueños como pudiera tener él mismo, deseos e intereses que trascienden el papel testimonial que les es reservado. Y puede observar que entre la plebe las mujeres, algunas mujeres al menos, participan de los mismos intereses y empresas que los hombres, algo que le abrirá los ojos a aquello que su corazón ya sabía.

Rodeado de pompa y boato, de nobles interesados en su propio provecho, debe lidiar con multitud de problemas, con la desaprobación de gran parte de los consejeros y de su propia familia, con la incomprensión y desconfianza de quienes le rodean, con la adulación de quien quiere usarlo en su provecho, con su falta de habilidades diplomáticas —aunque se desenvuelve mucho mejor de lo que él mismo piensa—, con el miedo a ser él la siguiente víctima de quien asesinara a su padre y a sus hermanos, con la soledad y con la incapacidad para atender su propios deseos, siempre atado a las obligaciones de la compleja política imperial y sus variadas facetas. Mientras, además, debe evitar las puñaladas, físicas y emocionales, que le están reservadas en el ejercicio de su poder.

Más allá de la construcción del mundo, de cuya geografía se nombran en la distancia muchos lugares que seguramente habría resultado fascinante poder visitar, pero de los que en realidad no se termina de saber demasiado, es esta una novela donde el trasfondo y la manera de mostrarlo cobra singular importancia. El lenguaje demuestra ser una herramienta más en el juego político, y el lector debe lidiar con las complicación de los nombres, y todas sus derivaciones y declinaciones, que en ocasiones pueden llevar a confusión, para adentrarse en un mundo donde el tratamiento a los nobles, y por supuesto al emperador, es en plural, marcando distancias, y donde el uso del singular significa una especial cercanía, una confianza extraordinaria.

El emperador goblin encierra una historia cadenciosa, brillante, donde, salvo dos momentos puntuales, la máxima acción tiene lugar mediante la tensión de las conversaciones, de las miradas y declaraciones de odio, y en el dolor de la soledad. Una historia centrada en la intriga cortesana, donde hay mucho drama y emociones, pero pocas escenas dramáticas, secuencias de combate o enfrentamientos violentos. Hay más luchas intelectuales que físicas, duelos de egos antes que de espadas, aunque ambos pueden resultar igual de virulentos. Es una historia de reafirmación, de aferrarse a unos principios a pesar del miedo y de las presiones. De poder compensar la carencia de amor y el exceso de abuso en la infancia, de no hacer a los demás lo que nunca se ha querido para uno mismo, de constatar que a veces con desearlo no es suficiente. Es una historia de intentar hacer lo que se cree justo por encima del beneficio personal. De búsqueda de amistad, y si no fuera posible, al menos de comprensión y aceptación. De perdón cuando la venganza hubiera estado justificada. Y del esfuerzo que cuesta el buen gobierno —de lo que debiera ser un buen gobierno—, y de duras lecciones en torno a la política palaciega. Porque también es una historia de desigualdades y de privilegios, de injusticia social, de corrupción en las altas instancias, de marginación por el género o el nacimiento, de racismo —entre elfos y goblins, y no digamos ya trasgos, pero totalmente extrapolable a circunstancias mucho más cercanas al lector—, o de lucha contra las diferencias de clases. Hay un componente de primera industrialización en las Ethuveraz, de la llegada de cambios tecnológicos, y sociales, a los que los intereses económicos y políticos se resisten conllevando una agitación muy soterrada todavía.

La novela, que en algunos sitios se presenta como primera de una serie, aunque todavía no haya noticia de una posible secuela, resulta totalmente independiente y autoconclusiva. Obvio es que se podría continuar, pero lo que es la trama queda atada y bien atada, con una resolución muy satisfactoria y perfectamente cerrada. Se podría esgrimir que la quinta, y última, parte del relato se antoja demasiado apresurada, quizá para dejar todo bien atado con un afán de resolución, quizá porque la idea era haberlo utilizado para una novela posterior que se vio aquí resumido en pos de conseguir la necesaria catarsis curativa..., en todo caso, algo que no quita que sirve para dar respuesta a cualquier hilo que hubiese podido quedar suelto.

Resulta una pena tener que terminar la reseña de una novela por lo demás muy atractiva con un ligero tirón de orejas a la editorial por una serie de erratas y gazapos, algunos de lo más curioso, que se pueden encontrar a lo largo de sus páginas y que llaman mucho la atención.

2 comentarios:

Mangrii dijo...

Esta en la pila a la espera de lectura. Pensé que era una novela más de acción, pero me gusta poder tener alguna de intriga palaciega donde una mirada diga más que una espada en el cinto. Una pena el tema de las erratas, la verdad, por que la edición me parece preciosa. Un abrazo^^

Santiago dijo...

Bueno, de acción trepidante no es, pero lo compensa con otras facetas la mar de interesantes (y un poquito sí que hay). Es muy buena novela y sí que es una pena lo de las erratas, porque siendo muy disfrutable, sin las mismas lo habría sido todavía más.

Saludos