Kim Stanley Robinson.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Minotauro. Barcelona, 2017. Título original: Shaman. Traducción: Manuel Mata. 479 páginas.
Publicada originalmente en el año 2013, después de 2312 y antes de Aurora, Chamán, frente a la habitual producción de ciencia ficción especulativa sobre el futuro del autor, es una novela que intenta reconstruir una pequeña porción de la prehistoria. Se trata de un relato situado en los orígenes de la humanidad, en un mundo hostil y frío, cuando la misma se encontraba dividida en manadas de cazadores-recolectores que luchaban contra los elementos, el hambre, la adversidad y los depredadores en una difícil supervivencia, en un periodo en que hombres de cromañón y neandertales todavía convivían en abierta competencia por el territorio y los recursos, aunque con predominancia ya de los primeros. Robinson refleja un mundo de duros contrastes, lleno de misterios, donde el plano místico tenía tanta realidad para los individuos como pudiera tener todo lo tangible que les rodeaba. Donde el chamán era la voz de la naturaleza gracias a los conocimientos adquiridos y transmitidos por sus antecesores. Y donde los jóvenes tenían las hormonas tan revolucionadas como siguen teniéndolas hoy en día.
La manada de los Lobos se compone de unos cuarenta individuos, con una organización jerárquica abierta y distribuida entre hombres y mujeres. Robinson hace un buen trabajo para dotarlos a todos de una personalidad propia, incluso los que apenas son nombrados: El jefe, Esquisto, encargado de controlar el almacenaje y la distribución de la comida según la época del año, e Íbice, su mano derecha. Trueno, la esposa de Esquisto, y la hermana de ésta, Urraca, quienes son el verdadero poder dirigiendo el día a día de la manada. Brezal con su enciclopédico saber de las hierbas y sus efectos, benignos o mortales. Los adolescentes que acompañan a Colimbo en sus cacerías, Halcón y su inseparable Musgo, el uno la fuerza y el otro el pensamiento, el despreocupado Nimporta, y las jóvenes por las que se ven atraídos, Salvia o Patita, y con las que comparten sus primeros escarceos amatorios. Elga, la mujer venida del este que se integrará en la manada y dará lugar a uno de los pasajes más dramáticos de la novela. Y, por supuesto, el actual chamán, Espino, siempre malhumorado, pero con una vena realmente humana.
El autor refleja, con un afán eminentemente naturalista y con una abundante investigación, las vivencias de una sociedad de cazadores-recolectores y la forma en que se relacionan y se integran en su entorno, viviendo de lo que la naturaleza les provee. Y lo hace de la forma más natural, sin escatimar detalles ni ocultar nada, haciendo numerosas referencias a las funciones corporales de los protagonistas, tanto de índole fisiológico y escatológico como genital y sexual —incluyendo algunas prácticas de «sexo seguro» que no se suelen asociar con aquellos tiempos prehistóricos, pero quién sabe—. Como es habitual en él, Robinson explora hasta el detalle la geografía del entorno en que se mueve la manada. Los accidentes geográficos, las montañas y colinas, los valles, cuevas, glaciares, ríos y torrenteras, la flora que crece en ellos y la fauna que los puebla —incluso hay alguna escena narrada desde el punto de vista de un glotón u otros animales—…, son descritos en profundidad, siendo los paisajes y su forma de abordarlos un elemento central de la novela. Es curiosa también la forma en que aborda la relación de Colimbo con su propio cuerpo, dando diferentes nombres que personifican a cada uno de sus miembros dependiendo de lo que le esté sucediendo o las sensaciones que le transmitan, como Rezongo a una herida del pie que le impide caminar bien o Piernapocha a una pierna dolorida que no termina de sanar.
Con el relato imbuido, no podría ser de otra manera, de una ambientación animista en la forma en la que los protagonistas interpretan el mundo que les rodea, lo cierto es que el elemento sobrenatural no hace más acto de presencia que en la aparición puntual como narrador de un «tercer viento» que acude a sostener a los cazadores cuando se encuentran exhaustos ayudándoles a mantener el ritmo o a seguir luchando cuando ya no pueden más. Un elemento que seguramente no sea sino la interpretación del propio instinto de supervivencia, del proverbial «sacar fuerzas de flaqueza» cuando parece que la persona ya se ha vaciado totalmente. Y es que aquella es una vida dura, siempre dependiendo de lo que puedan cazar y recolectar, siempre al borde la hambruna debido a las adversas condiciones climáticas, con largos inviernos y cortos veranos. Siempre siguiendo los ciclos de muerte y renacimiento de la naturaleza y de las estaciones, de las rutas de las migraciones de los patos volviendo de su lugar de refugio en el invierno, de los caribúes buscando los pastos del verano, de los salmones en su ascenso de los ríos para desovar...
Y en medio de todo ello Robinson se encarga de reflejar buena parte de costumbres ancestrales; las variadas formas de cazar dependiendo del animal al que se persiga, el modo de descuartizar y transportar la carne, aprovechando hasta la piel y los huesos —útiles para comerse el tuétano y para fabricar multitud de herramientas— para desperdiciar lo menos posible, mientras se vigila que no aparezcan depredadores mayores a disputar la presa, la manera correcta de dar las gracias por la vida arrebatada; las muchas formas de poner una trampa, ya sea para peces o para pequeños animales terrestres; los rituales funerarios correctos para que el espíritu del fallecido pase a otro plano y no ser molestado por su fantasma; los festivales en que las diversas manadas se reúnen de forma anual para bailar, intercambiar noticias, historias y canciones, comerciar con útiles y provisiones, e incluso encontrar pareja en otros grupos.
En un mundo sin escritura, donde la memoria es el único modo de conservar el saber de antaño, el chamán es el receptor de la sabiduría de la manada, la tribu. El encargado de recordar las viejas canciones que contienen el conocimiento necesario para cada momento del año. El cuentacuentos que anima las noches más oscuras. El artista que dibuja las paredes dejando constancia de los animales con los que «conviven». El que marca el paso de los días para saber en qué época se encuentran. El consejero. El curandero y el depositario de los mitos de la creación. El chamán es mucho más que un «brujo» —de hecho, sus «poderes» son totalmente mundanos—. Es un narrador, un sanador, un artista, un diseñador y fabricante de herramientas. Es el puente entre lo visible y lo invisible, el intérprete de los fenómenos naturales estando en comunión con ellos y con el devenir de las estaciones. Pero no es un mago, y eso Robinson, a través de su personaje Espino, lo deja claro; no tiene, porque no existen, poderes sobrenaturales, sino que sus actos, aunque alguna de sus acciones pudiera parecerlo a los ojos ingenuos de sus congéneres, siempre provienen de la observación, la deducción, la intuición y una buena parte de charlatanería.
Chamán es una novela enormemente expositiva, con detalladas descripciones de las acciones de los cazadores-recolectores, con algunas acciones reiteradas que pueden llevar a resultar algo tediosas, pero consiguiendo transmitir toda la dureza de la existencia de nuestros lejanos ancestros. La novela tiene mucho de documental, pero hábilmente dramatizado. Hay tensión en la supervivencia, y el autor incluso se encarga de introducir un conflicto contra una tribu del lejano y siempre helado norte para mantener la emoción. Aunque en general sea el relato tranquilo del día a día en una manada de humanos de la edad de hielo, repleto de los pequeños conflictos, triunfos y derrotas que aparecen en cualquier sociedad que los humanos hayan establecido.
Como punto de encuentro entre aquella época de hace 30.000 años y la actualidad Robinson, aunque sin citarla, trabaja sobre lo descubierto en la cueva de Chauvet, en Francia, con una espectacular galería de pinturas de caballos, leones, rinocerontes, hienas, osos, panteras o bisontes, y que integrada en la trama tendrá su importancia final en la novela. Un legado que transporta en el tiempo y conecta con la dura existencia de los personajes aquí retratados. Frente a otras de sus novelas más pesimistas, Chamán se revela como un canto de amor al ser humano y a su naturaleza íntima, a sus capacidades y sacrificios, a su lucha por la pervivencia y a todo aquello por lo que merece la pena pervivir. Es, obviamente, un camino de aprendizaje y de maduración de Colimbo mientras se enfrenta reticentemente a la tarea de convertirse en chamán, una lucha por su identidad y por definirse como individuo. Un camino en el que el lector también recibe inadvertidamente unas cuantas lecciones sobre las relaciones humanas y su enfoque más positivo y optimista cuando vive en comunión con la naturaleza y no contra ella. Y aunque puede resultar ardua y árida en algunos pasajes, al final su lectura deja una sensación agradablemente satisfactoria.
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