Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Apache libros. Col. Pluma Terror / 004. Madrid, 2017. 245 páginas.
Autora de libros tan singulares como el desconcertante Principito debe morir o el intrigante Sherlock Holmes y las sombras de Whitechapel, Carmen Moreno se interna con esta obra en un western sazonado con pinceladas de horror gótico. Una novela violenta e intensa, cargada de tensión psicológica y de personajes memorables, aunque no precisamente por su rectitud, que en su fondo habla del maltrato y del amor mal entendido, del racismo y la intolerancia. La sinopsis, la publicidad y la colección en que está enclavada pudiera llevar a algún lector a caer en cierto equívoco, pues, a pesar de lo que pudiera parecer, Moreno no termina de explotar la vena del terror, prefiriendo adentrarse en otros caminos quizá más difíciles pero también más gratificantes, dejando la duda de la existencia del elemento sobrenatural casi hasta el final como una presencia ominosa, más amenazadora que aterradora, siempre en las sombras. Es así un libro de género difuso, híbrido de muchos, que enfrenta en realidad al lector a la dolorosa historia de una familia llena de contradicciones que se desarrolla poco tiempo después de la Guerra de Secesión norteamericana, en la que no faltan los conflictos ganaderos, las muertes violentas, los problemas raciales, los pistoleros y toda la demás parafernalia asociada a las novelas del Oeste, pero bajo una óptica un tanto transversal.
Tras la guerra llega el momento de pasar página, de retomar la vida allá donde se había quedado, de volver a la rutina del día a día y enfrentar el futuro con nuevos retos que eleven la existencia por encima de la mera supervivencia. En Wakegan, Illinois, la vida transcurre pacíficamente, ajena a los dramas que se viven de puertas adentro de cada casa. Como en la del teniente William C. Delany, un excombatiente lleno de contradicciones que afloran en su vida familiar. Ganadero, pilar de la comunidad, engañosamente violento, defensor de los negros y de la justicia, admirador de unos forajidos como los James al punto de dar a sus propios hijos los nombres de Frank y Jesse, amante de su esposa, a la que sin embargo maltrata y a la que engaña con otras mujeres, obcecado con no permitir la debilidad en sus hijos, en convertirlos en «auténticos hombres» aunque sea a fuerza de palizas...
El protagonista principal de la historia, Jesse Delany, hijo pequeño del teniente, es uno de los objetivos principales de la ira, el desprecio y la decepción de éste. Sin demasiado interés real ni aptitud para el trabajo duro de la granja, de poca envergadura física, poco proclive a la violencia, lector empedernido —algo que permite a la autora dar rienda suelta a su propia admiración por Conan Doyle y su Sherlock Holmes, entre otros— frente a la opinión de su padre que considera la lectura una actividad poco provechosa y nada varonil…, se va a convertir en testigo impotente del maltrato hacia su madre, haciéndole sentirse atrapado en una existencia de la que no puede escapar. Sin embargo, la llegada al pueblo del nuevo médico, el doctor Stevenson, marcará un hito en su vida justo en el momento en que iba de mal en peor, ofreciéndole la oportunidad de convertirse en algo diferente de lo que desea para él su padre. Mientras su vida da un pequeño giro, que tanto puede ser a mejor como a peor —las cosas siempre tienen la habilidad de empeorar en un mundo cargado de violencia—, la paz de Wakegan se ve rota por unas misteriosas desapariciones y unas muertes violentas atribuidas a individuos pertenecientes a alguna de las tribus indias que malviven por las praderas.
La autora, a través del personaje del teniente Delany, y de su familia, pone de manifiesto la manera en que la guerra cambia a las personas, sobre todo mentalmente, aunque dejando siempre la duda de si no será tan sólo que el conflicto libera de ataduras y saca a la superficie toda la oscuridad que algunos hombres llevaban ya dentro; si acaso es la sangre compartida la que marca el destino de forma inexorable o cada cual se labra el suyo, si acaso los hijos están forzados a heredar los pecados y comportamientos de los padres. El teniente, un hombre que luchó junto al mismísimo Lincoln en defensa de la libertad de los esclavos negros, arrastra sus propios demonios y otros tipos de racismo, algo que queda retratado cuando hecha pestes de los nativoamericanos. Y en el reducto privado de su vida familiar salen a relucir las enormes dificultades existentes para combatir actitudes de maltrato cuando una víctima, el hijo pequeño, es muy débil para defenderse por sí mismo y otra, la esposa, justifica y perdona al maltratador por el supuesto amor que está convencida que le profesa. El engaño se perpetúa de puertas afuera por unas actitudes intachables que hacen que todos sus convecinos, o una buena parte al menos, guarden de él una gran impresión. El silencio, el mirar para otro lado, incluso la complicidad y el respeto mal entendido, son siempre una parte importante del problema, cuando quien debería ser el protector es en realidad el verdugo. Y, sin embargo, muchas veces cuando se produce un cambio la nueva luz no viene sino a proyectar nuevas sombras.
La ambientación de un pequeño pueblecito en que muchos de sus habitantes guardan secretos y cicatrices es de lo más efectiva. Una comunidad pacífica, casi aburrida, donde los jóvenes tienen poco que hacer para divertirse aparte de darse a la bebida, a las mujeres fáciles o a juegos un tanto estúpidos con los que demostrar su hombría; donde las discusiones pueden acabar realmente mal; donde la hipocresía y el engaño campan con libertad. Un lugar poblado por hombres duros, malencarados, con rígidos códigos morales pero muchos resquicios para aplicarlos, acostumbrados a sufrir e impartir la violencia, donde las disputas no se resuelven mediante la ley sino mediante la fuerza, donde la justicia se toma por la mano y ser ahorcado en un árbol no requiere de juicio, donde los conflictos ganaderos pueden terminar en tiroteo. Y con un telón de fondo que incluye la presencia ausente de los indios americanos, como amenaza y excusa para ciertos comportamientos y desahogos ante los que siempre viene bien tener alguien a quien cargar con las culpas. ¿Quién aparte de los salvajes pudiera ser culpable de muertes tan atroces?
Dos factores pueden llegar a restar algo del disfrute de la novela. Por un lado la ya comentada percepción equivocada de encontrarse ante una historia de terror más tradicional, algo de lo que aún contando con ciertos elementos «góticos» y de la posible presencia de una criatura sobrenatural, Moreno se aparta para narrar una dura y violenta historia de conflicto social y familiar. El segundo factor, la falta de una concienzuda corrección, es más peliagudo, dado que el primero con un cambio de perspectiva a la hora de enfrentar la lectura es totalmente subsanable, no tanto así este otro. [Inciso: La editorial ya ha editado una segunda edición, corregida y aumentada, subsanando, en efecto, los fallos enunciados a continuación]. Y es que todo el texto hubiera necesitado una buena revisión para evitar unos errores ortotipográficos demasiado abundantes para echarle la culpa a los recurrentes duendes de la imprenta. Sin querer hacer sangre, pues ya se habrán lamentado bastante autora y editores cuando se hayan dado cuenta, especialmente desconcertante se antoja la irrupción inesperada y sin venir a cuento de unas cuantas primeras personas en un texto por lo demás narrado en todo momento en tercera dando la impresión de que en algún momento de la escritura se hubiera modificado el texto pasando de una a la otra y dejándose algún «residuo» por el camino. Una pena para una historia que merece mucho la pena y que habría resultado más redonda con ese puntito más de cuidado.
Mala sangre, título por lo demás con significado abierto a interpretación, es una interesante novela tanto por lo que cuenta como por cómo lo cuenta. Una historia de profundo calado y denuncia envuelta en un singular, atípico y violento western. Una declaración de amor a todo un género y a la Literatura en general como factor de liberación —con interesantes incisos y referencias, incluido, quiero intuir, un guiño a Ray Bradbury—, no exenta eso sí de un doloroso toque pesimista ante una lucha que no cesa.
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