Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Ediciones El Transbordador. Málaga, 2016. 531 páginas.
Quien se adentre en la lectura de este libro debe estar predispuesto a disfrutar de la misma, pero también a ser desconcertado. Es este un volumen que recoge tres historias de extrañeza creciente, Cena para tres, Malas hierbas y Ruido, tres novelas cortas —aunque la tercera casi sea una novela por derecho propio— con las que Miguel Córdoba sumerge a los lectores en un juego metaliterario y referencial al explicar en la suerte de prólogo que abre el libro, titulado Aún quedaban cosas por hacer, que en realidad la autoría de los tres pertenece a un tal Damián Mustieles, a la sazón protagonista de su novela Ciudad de Heridas, en el transcurso de cuya trama el propio Damián las escribía. Tres historias que habían sido previamente encontradas por Córdoba en una vieja maleta abandonada, obligándole de alguna manera a escribir su propia novela y así terminar por cerrar el círculo. Y es que Ciudad de Heridas y los tres relatos que componen este volumen se encuentran unificados por la geografía compartida de la localidad de Gran Salto, por la nomenclatura de sus calles y por la presencia de vecinos recurrentes, pero a la vez se muestran divergentes en ciertos detalles y alusiones que hacen sospechar que ninguna de ellas transcurren exactamente en el mismo lugar. Desconcertante génesis y desconcertante desarrollo de las historias, donde lo raro y extraño está a un paso de saltar sobre el inadvertido lector, subvirtiendo poco a poco, de manera paulatina aunque no sutil, la realidad en pesadilla fantástica.
El Libro Primero: Cena para tres, sigue al escritor Daniel Salas y a su esposa Rosa en su particular descenso a los infiernos desde el momento en que deciden comprarse una casita de retiro, para los fines de semana o para temporadas de concentración para escribir, en las Montañas del Norte. El lugar, a pesar de contar con cierto pasado algo truculento, es maravilloso, así que no se lo piensan mucho, pero a partir de entonces empiezan los problemas, sobre todo desde el momento en que el escritor está pasando una sequía creativa y busca ayuda «externa» para evitarla. La inspiración, o la falta de ella, que marca el duro camino del escritor mientras se desgrana el tic tac imparable de la fecha de entrega, la locura que impregna sus visiones, el rechazo al dolor, la responsabilidad y promesas asociadas a la paternidad, el amor y la tragedia son los sustentos principales de un relato que no deja de ser un brillante cuento de fantasmas. Es realmente doloroso asistir a cómo la vida de Daniel Salas se va convertiendo en una pendiente que no puede llevar a buen puerto.
En el Libro Segundo: Malas hierbas el lector empieza a sospechar que algo no termina de cuadrar en la línea temporal de los relatos. Que hay eventos que parecen suceder en el momento equivocado respecto a lo que creía saber, que cierto cartel tenía que haberse colocado en su lugar antes de lo que ahora se dice o que cierto ataque sería posterior, pero a pesar de la persistente sensación de extrañeza, de desubicación, tampoco es algo que pueda llegar a concretarse de manera efectiva. Es este segundo relato una obra coral, de protagonistas tanto humanos como cánidos, que salta de un punto de vista a otro siguiendo los extraños sucesos que llevan a los perros de Gran Salto a sufrir una extraña metamorfosis por la que van adquiriendo sentidos humanos y una irresistible pulsación de violencia. La ciencia ficción irrumpe con fuerza en el volumen implicando una amenaza que deben desvelar unos científicos con muchos conocimientos pero poco preparados para lo que se les avecina. Una amenaza que saca a la superficie aquello que las personas llevan dentro sin confesárselo siquiera a ellos mismos, desde el callado heroísmo que lleva a entregar la vida de forma desinteresada salvando a toda una clase de pequeños a la cobardía que lleva a huir abandonando a los débiles, desde el sacrificio de hacerse cargo de enormes responsabilidades que seguramente no corresponderían a una persona asumir a la liberación de un impulso sexual que siempre se había reprimido y que significa también una liberación mental y física. Se trata de un relato estremecedor, duro, por momentos aterrador y muy gráfico, con escenas que rozan lo truculento, y con un discurso cargado de implicaciones. Córdoba maneja estupendamente los tiempos, siguiendo tanto a las personas que van siendo poco a poco conscientes del problema en que están envueltos como a los perros que sin quererlo ni beberlo ven modificado su inteligencia y comportamiento, viéndose impelidos a realizar acciones que nunca habrían tomado en consideración.
Es en el Libro Tercero: El Ruido (obra incompleta), que cierra el volumen, donde el lector confirma sus sospechas y descubre que el nombre del lugar puede ser el mismo, incluso el de alguno de sus habitantes, pero que pertenecen a diferentes dimensiones o planos dando lugar a diversas diferencias, siendo una de las principales que después del final del anterior sería imposible que los eventos en este narrados tuvieran lugar. Aquí, cuatro vecinos de la calle Owl van a ver sus vidas alteradas al sufrir el llamado Síndrome de la cabeza explosiva, una patología de carácter auditivo cuyo síntoma más llamativo es el de escuchar fuertes ruidos en el momento de quedarse dormido, impidiéndoles conciliar el sueño y, por tanto, llevar una vida normal. Los cuatro se van a ver unidos por la presencia de un extraño «repartidor» que porta un maletín y un sombrero de copa, al parecer personaje protagonista de la novela Ciudad de Heridas junto a cierta escritora que también aparece aquí, que les entregará a cada uno un paquete con un singular objeto: un libro de colorear al jovencito Carey Mahoney, una cajita de música a la anciana Teresa Dugès, un bloc de notas a la escritora Gabriela Flanagan —la escritora antes mencionada que escribe allí su propia novela, La llama de Bachelard— y una cámara de video al voyeurista desocupado David Pearso. Objetos de apariencia inicua pero dotados de vital importancia para la particular historia que va a envolverlos a todos ellos. El autor consigue dotar de gran interés al cúmulo de circunstancias que van relacionando a unos protagonistas con otros, conduciendo al lector por una historia de lo más alienante conforme más y más sucesos extraños empiezan a acaecer, incluida, quizá, la presencia de seres de otro mundo. Un envoltorio extraño y sugerente que introduce el maltrato, la soledad o el desafecto por uno mismo como algunos de los dramas que algunos de los protagonistas van a ir viviendo mientras se desgrana una cuenta atrás hacia un final realmente apocalíptico.
Los tres abismos de Damián Mustieles reúne así tres relatos magníficamente escritos, amenos e intrigantes, de atmósfera inquietante, dotados de fuerza y misterio, con gran dominio de los recursos narrativos y del lenguaje, tanto cuando se pone lírico y hermosamente descriptivo como cuando desata los bajos instintos con una prosa mucho más sucia y arrastrada. Tres historias donde el autor, sea Mustieles o sea Córdoba, parece haber vomitado y exorcizado buena parte de sus demonios interiores y que adolecen, no obstante, de un síntoma común, para bien o para mal según sea la predisposición de cada lector: la absoluta indefinición de sus finales, terriblemente oníricos y extraños, casi se podría decir surrealistas, que hurtan al lector las respuestas de unos relatos que hasta entonces se habían demostrado enormemente consistentes y con tramas de lo más intrigantes. No puedo terminar de juzgar con la debida profundidad estos cierres ni la relación de las tramas y personajes implicados al no haber leído Ciudad de Heridas y desconocer hasta qué punto están relacionadas entre sí las historias de este volumen y la novela en sí, a la que habrá que buscar un hueco para leerla. Sí se puede afirmar que el disfrute no depende, o no mucho al menos, de ello, pues cada una de forma independiente demuestran tener una consistencia propia, y si hubieran sido ubicadas en localizaciones diferentes y no compartieran el nombre de alguno de sus protagonistas sin duda se podría haber afirmado sin temor alguno que así serían totalmente autoconclusivas —por mucho que la conclusión sea tan rematadamente extraña y alienante—. Tiene la enorme virtud de que se le sigue dando vueltas en la cabeza a lo que se ha leído tiempo después de pasar la última página.
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