La balada de Kure-Kagira.
Raúl Gozálvez del Águila.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Autoedición. 2017. Edición digital (ePub). 111 páginas.
Uno de los principales desafíos de esa ciencia ficción que especula sobre la existencia de vida en otros planetas es el de presentar sociedades futuras o civilizaciones lejanas consiguiendo aunar el sentimiento de extrañeza, de la alienación que produce algo que debe de ser radicalmente diferente, con una forma de hacerlo comprensible al lector. Las sociedades tienen que resultar, en efecto, extrañas o alienígenas, pero el relato debe de ser lo suficientemente coherente y accesible como para que esa extrañeza no termine convirtiendo el texto en ininteligible. Diferencias morfológicas, fisiológicos, filosóficas, alimenticias, vitales…, que conviertan esa sociedad en real a los ojos del lector sin hacerla un mero trasunto de cualquiera de las que actualmente pueblan, o poblaron anteriormente, la Tierra. Gonzálvez del Águila presenta una de estas civilizaciones, habitantes de un planeta gélido e inhóspito —de hecho, el nombre del orbe es Este Mundo Helado— que luchan por sobrevivir y que, tras mucho tiempo esperando, han de enfrentarse a una gesta dictada por la tradición ancestral de la que dependen todas sus esperanzas de futuro. Dividida en dos partes muy diferentes, la novela aúna aventura exótica, cuestiones filosóficas, acción y especulación en una lectura que guarda más de una sorpresa en la manga.
Tuerto, apenas estrenada la mayoría de edad, es el Guardián del Portador, un título que prácticamente carece de valor entre los actuales Djkain, los Verdaderos Hombres. Durante seis generaciones ninguna Kure-Kagira, las fabulosas bestias que durante millones de giros cayeran del cielo para alimentar con su sangre y con su carne a los hijos del Dador, para vestirlos con su piel y construir instrumentos con sus huesos, han caído a la superficie, haciendo que las tribus se encuentren al borde de la inanición y la extinción. Pero una noche se extiende el alboroto entre los miembros de la tribu de Tuerto, del Linaje de los Rez, puesto que el Rastro ha aparecido en el cielo, anticipando la llegada de una de las Bestias que pertenecerá a la tribu que consiga introducir primero a su Portador, un medio hombre, en el interior de la Kure-Kagira caída y hacerse con su corazón. Tuerto y Brenn, su pequeño medio hombre, emprenden junto al resto de la tribu una frenética carrera por la fracturada superficie del mundo para alcanzar el lugar de impacto antes que nadie. Una carrera llena de peligros, en el que el traicionero terreno, helado y lleno de quebradas, de kurs, es quizá el menor de todos. Pues todas las demás tribus, diezmadas pero no derrotadas al igual que los Rez, también van a querer hacerse con el premio que garantiza su supervivencia durante las próximas generaciones. Empieza una carrera por la supervivencia, del linaje y de la tradición.
Con una prosa depurada y trabajada, adecuadamente visual y con las descripciones justas, el autor sumerge a sus lectores en medio de una sociedad tribal aparentemente atrasada, con sus leyendas, tradiciones y costumbres, donde destaca una fisiología perfectamente adaptada a las adversas condiciones climatológicas y la existencia de un órgano de sus cuerpos, la mnémone, que les permite, entre otras cosas, acumular y recuperar los recuerdos de los antepasados para servirles de guía, aunque también para comunicarse, identificarse o servir de medio de vigilancia en un ecosistema adverso al intercambio de información de manera verbal. Gonzálvez maneja con habilidad la transmisión de información, dosificándola con mimo tanto para mantener el interés del lector como para no entorpecer el rápido inicio del relato. Las medidas de tiempo o distancias, la forma de relacionarse mediante el mnémone, la jerarquía de la tribu, su acervo legendario y los ritos heredados de tiempos pasados, la geografía en la que se mueven, con especial incidencia en la existencia de los kurs, las gigantescas cicatrices alargadas que se hundían docenas de pies en el terreno helado y que son los inmensos surcos de terreno fértil durante un tiempo que dejaban las Kure-Kagira al impactar...
La trama propone una inmersión directa en la acción, sin preparación alguna, dejando que los detalles del relato surjan de la narración sin necesidad de detenerse a explicar ciertos aspectos de la sociedad del protagonista y del periplo en que se ve envuelto. Auténtica y muy inventiva «construcción del mundo», gestionando el tempo de manera perfecta, sin que el lector se sienta demasiado desorientado ni sea difícil de aprehender el contexto. La primera parte es pura aventura, una frenética carrera y una dura lucha por hacerse con el control de la Kure-Kagira caída. De la acción descrita de forma intensa van surgiendo las particularidades del pueblo de Tuerto y sus características anatómicas y fisiológicas, las leyendas en que basan buena parte de su forma de vida, su cosmogonía y su relación con el mundo en el que viven —o sobreviven a duras penas—.
La segunda parte es la reservada para las explicaciones y las sorpresas, porque las respuestas que se esperaban no son quizá las que se reciben. El autor propone entonces un relato mucho más tranquilo y reposado, más íntimo, con la voz de un confidente, de la dolorosa verdad y el estremecedor presente y futuro. Se echa en falta aquí algo del ritmo del inicio, ya que todo el misterio se revela, esta vez sí, de manera directa y expositiva, con menor complicidad con el lector, haciendo que lo anterior se entienda en toda su grandeza, de forma fascinante también, pero quizá algo menos sugerente. Sin embargo, cuando todo parece cerrado, aparece una Coda que matiza y pone en perspectiva lo que se ha leído hasta entonces, dotándolo de un nuevo contexto que modifica la interpretación de las acciones y, sobre todo, las intenciones de alguno de los implicados. Un giro que pone de manifiesto que nunca puedes sacar conclusiones hasta conocer debidamente todos los datos.
La balada de Kure-Kagira viene a demostrar una vez más que arriesgarse con novelas y autores autoeditados cada vez merece más la pena en estos tiempos digitales. Es cierto que siempre hay un riesgo, pero en este caso es un riesgo que se puede correr sin demasiado miedo.
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