William Gibson.
Reseña de: Santiago Gª Soláns.
Roca editorial. Barcelona, 2017. Título original: The Peripheral. Traducción: Efrén del Valle. 528 páginas.
Resulta un poco injusto, aunque de alguna manera inevitable, que a estas alturas se siga recordando a Gibson más que nada como el autor de Neuromante y «creador» del cyberpunk. Algo que de alguna manera lleva a seguir pidiendo que escribiese siempre la misma novela, la misma ambientación. Muy atento a la actualidad tecnológica, el autor decidió emprender otro enfoque narrativo, con tramas más cercanas, pegadas a la realidad. Reconozco que sus últimas obras, con esa ciencia ficción de a un minuto en el futuro, tan cercana a nuestra propia cotidianidad, no me habían terminado de llenar; me entretuvieron, pero no me conquistaron del todo. En The peripheral el autor vuelve a un futuro un tanto más alejado, con un importante componente cuántico, y acierta plenamente con un relato de un cyberpunk renovado, como es habitual en él con un alto componente de novela negra, sin tanto ciberespacio, no obstante, y mucho implante, mucho hardware y software del Internet de las cosas, hiperconectado a distancia, aplicado al día a día de los ciudadanos del futuro. Un futuro, ¿o dos?, poco halagüeño la verdad, extrapolado de nuestro presente, nacido del cambio climático y de la crisis económica y social, pero con un rayo de esperanza al final —muy al final— siempre que la humanidad ponga de su parte para mejorarlo. Acción y tecnología van de la mano para desentrañar un misterio policíaco en el que se verán envueltos inesperados personajes de un futuro a la vuelta de la esquina.
Flynne Fisher trabaja en una tienda de impresión 3D en un depauperado pueblo rural de unos EE.UU. en claro declive económico —junto al resto del planeta, al parecer—, donde la economía se sustenta en la construcción de drogas. En la tienda en la que ella trabaja imprimen casi cualquier cosa, desde tecnología a comida. Antigua profesional de juegos online de combates virtuales, para sacarse un sobresueldo sustituye a su hermano Burton en el testeo de un supuesto videojuego, no tiene demasiado de especial, tan sólo apartar drones de un edificio al que parecen vigilar, aunque en su segundo turno asistirá a un desarrollo inesperado, una atrocidad que la deja de lo más intranquila, aunque, tampoco es para tanto, ¿verdad? Tan sólo es un juego.
Wilf Netherton, un alcoholizado pero adorable relaciones públicas y publicista de funciones difusas, un mentiroso profesional según definición propia, va a ver cómo su último empeño termina de forma muy desafortunada. Siempre se ha dicho que no se debe mezclar el trabajo con el placer, pero Wilf no es muy de seguir ese tipo de consejos. Cuando la breve aventura que ha mantenido con su más reciente clienta, Daedra, le estalle en la cara mejor será que tenga preparada una vía de escape. No va a resultar para nada como esperaba, viéndose inmerso en una aventura de apuestas muy altas para lo que está acostumbrado. Menos mal que dispone de amistades muy especiales y al menos uno de ellos no va a dejarle en la estacada.
Cuesta un tiempo entrar en la novela, como en casi todas las de Gibson. Siguiendo dos líneas diferenciadas en capítulos alternos, no se toma tiempo para presentar el escenario ni la jerga del futuro tecnológico en ninguna de ellas, lanzando la acción desde el minuto uno, sumergiendo al lector en un escenario y un lenguaje nuevo aunque cercano. Y hasta superadas el primer centenar de páginas no empieza a dar ninguna explicación como tal. Durante los primeros capítulos, el relato exige al lector que ponga de su parte, dejarse llevar por la inmersión en la historia, convencerse que antes o después se le desvelarán las cosas o intentar descubrir lo que está sucediendo deduciéndolo por el contexto. Como espectador externo, el lector, quien observa ciertas incongruencias difíciles de fusionar entre una y otra línea, no va a recibir explicaciones de cada acción, diálogo o tecnología extraña que aparezcan en la trama, dado que ya son de conocimiento mutuo para los protagonistas —en todo caso Gibson invita a ir conociendo lo que sucede al mismo tiempo que los personajes lo descubren—, sino que debe extrapolar de lo que sí le es familiar y dar el proverbial paso en el vacío para rellenar los huecos que el autor deja intencionadamente en el aire. No es en absoluto una novela «difícil», no es tan compleja como podría a priori en absoluto, pero tampoco de esas que dan todo mascado. La prosa de Gibson —su traducción en todo caso, con algún término algo cuestionable— tampoco facilita la tarea.
La escritura es cortante cual realizada a machetazos, sobre todo en los primeros capítulos. Concisa, precisa, poco dada a digresiones o descripciones excesivas, libre de artificios, fragmentaria y con diálogos tan enrevesados como reales. Hasta mitad de la novela o así el autor sólo ofrece lo justo e imprescindible, con una economía de prosa realmente estudiada que conforme avanza la novela también va evolucionando hacia algo más elaborado, más descriptivo. Hay momentos que puede llevar a confusión, sobre todo en la transición de unos personajes a otros, apenas señalada y a la que hay que permanecer muy atento. La jerga llama la atención y si no se pilla su significado de origen habrá que esperar a que uno u otro personaje lo desvele por sus actos. Gibson hace que sus lectores se impliquen, que participen y se esfuercen, y eso siempre es algo de agradecer para quien tenga ciertas inquietudes.
Hay en la novela dos líneas con las que el autor juega al principio al despiste. ¿Es uno el real y otro un juego? ¿Pertenecen las dos a la realidad? ¿Hay dos existencias distintas? ¿Existe el viaje en el tiempo? Unos EE.UU. deprimidos y un Londres convertido en una suerte de parque temático tras un evento conocido como Jackpot del que los protagonistas de esa línea guardan un mal recuerdo. Unos EE.UU. en que los soldados veteranos de guerras altamente tecnológica sufren de los mismos males y abandonos que denunciaban los veteranos de Vietnam; donde la falta de trabajo, las franquicias comerciales o el cambio climático está dejando sin demasiadas oportunidades «legales» a los ciudadanos. Un Londres donde cualquiera pueda alquilar un periférico, un avatar físico, y pasearse con su cuerpo por jardines, cafeterías y restaurantes, entrevistas, fiestas o recepciones, en un mundo a un paso del transhumanismo, de modificaciones corporales y proto IAs. Se podría argumentar que la novela gira entonces en torno al choque de dos culturas que se ven mutuamente influenciadas —aunque de manera desequilibrada, eso sí, una mucho más que la otra como suele suceder cuando el nivel de conocimientos, tecnológicos o históricos, no es parejo entre ambos—.
El futuro de Gibson se presenta agradablemente extraño al tiempo que se desvela familiar como inevitable heredero de nuestro presente. Un futuro no muy diferente por el mostrado por el autor en otras de sus novelas, con megacorporaciones o grandes oligarcas imponiendo su política sobre los ciudadanos, una vigilancia continua y omnipresente, nanotecnología, implantes neuronales, androides con diversas funciones —los muy «manga» michikoides, desde sirvientes a guardianes asesinos—, desastres medioambientales debidos a la mano humana o una guerra tecnológica tanto intelectual por las patentes como física con el uso de drones y otras armas de desarrollo muy avanzado. Aquí, las tecnologías mostradas están, en su mayoría, tan sólo un paso más allá de lo que ya hoy en día se encuentra disponible o en desarrollo. Por supuesto hay ciertos avances, imprescindibles para la trama, que se encuentran muy lejos de cualquier investigación actual, pero el autor consigue hacerlos verídicos y cercanos —dentro del extrañamiento que inventos y jerga asociada comportan—. La tecnología que precisamente hace que ambas líneas converjan en beneficio de la trama no llega a ser plasmada como tal en momento alguno, pero ahí reside gran parte de la gracia de la historia —algo que no conviene anticipar en una reseña, así que mejor que lo descubra cada lector—.
Hay en la novela, por supuesto, acción, mucha acción, perfectamente estructurada y coreografiada, que se vuelve casi frenética conforme se acerca el desenlace. Los marines veteranos cargados de implantes, rotos física y psíquicamente por las guerras que han tenido que librar, son de gatillo fácil y no dudan en sobrerreaccionar frente a las amenazas. Al fin y al cabo, el enemigo muerto seguro que no puede cumplir su misión. Un enemigo de lo más insidioso, por otra parte, que también va a poner su parte de violencia en la ecuación para intentar lograr sus objetivos. Hay en la narración, sobre todo en la línea de Flynne, muchos personajes, bastantes apenas perfilados, pero que consiguen dar una fuerte sensación de profundidad a la trama, de que los protagonistas no se encuentran solos en el empeño. Otros, sin embargo, se muestran tan carismáticos como algunos de los personajes clásicos del autor, destilando personalidad propia a raudales y consiguiendo la necesaria inmersión del lector en su historia.
Con su ambigua nostalgia por un pasado —futuro el lector— que algunos añoran desde sus privilegios y vidas acomodadas, que seguramente no fue en absoluto mejor, pero sí se les antoja más «auténtico» y menos alambicado —¿es la distopía de unos la utopía de otros?—, The peripheral encierra una advertencia, un grito de alarma avisando de que esos futuros que Gibson había jugado a adivinar en sus novelas precedentes ya han llegado y que quizá no sean tan atractivos o divertidos como parecían sobre el papel. Que el destino del planeta está en nuestras manos y de las acciones en los años próximos —en muy pocos años— dependerá que la línea temporal se bifurque hacia una irremediable catástrofe o hacia un futuro al menos llevadero. El autor escribe una novela oscura, poco dada al optimista aún a pesar de cierto humor cáustico y un indicio de happy end en su cierre. ¿Queda tiempo suficiente todavía para revertir la amenaza que pende sobre el futuro? ¿Vendrá la tecnología a salvar a la humanidad, aunque sólo sea a una parte de ella? ¿Es la violencia la respuesta innata impresa en los genes humanos? ¿Depende cada vez más la comunicación humana de los periféricos? ¿No es la vida sino un juego, un gran espectáculo? Leyendo la novela se va a pasar un buen rato descubriendo las respuestas, o predicciones, de Gibson a estas y otras muchas cuestiones.
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