viernes, 28 de mayo de 2010

Reseña: El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas.

Haruki Murakami.

Reseña de: Santiago Gª Soláns.

Tusquets editores. Col. Andanzas # 705. Barcelona, 2009. Título original: 世界の終りとハードボイルド・ワンダーランド (Sekai no owari to Hādoboirudo Wandārando). Traducción: Lourdes Porta. 484 páginas.

Esta novela fue publicada originalmente en 1985, siendo la cuarta en la bibliografía del autor, pero en la que ya apunta toda la riqueza temática de su particular y algo surrealista universo, aunque el pulso aún le tiemble en ciertos pasajes no tan redondos y conseguidos como en obras posteriores. La novela se compone en realidad de las dos historias que ya da a entender el propio y largo título, narradas en capítulos alternos en primera persona por un o unos protagonistas sin nombre y que, a pesar de la muy diferente ambientación ―casi cyberpunk en uno, fantasía en el otro―, las pistas que va dejando caer Murakami pronto harán evidente en la mente del lector que, como era de esperar, están mucho más relacionados de lo que en un principio podría parecer.

En Un despiadado país de las maravillas el protagonista es un calculador, un informático convertido en una especie de procesador andante con una mente única modificada para el cifrado e interpretación de datos. Este individuo trabaja dentro del gubernamental Sistema, en contraposición a los ilegales Semioticos ―ladrones y traficantes de información―, cuando recibe un inusual encargo que le llevará a realizar un trabajo para un anciano científico, coleccionista de todo tipo de cráneos de animales y humanos, que investiga sobre las propiedades del sonido en un laboratorio secreto oculto una demencial red de alcantarillado de Tokio donde pueblan los «tinieblos», y ayudado por su, como poco, peculiar nieta.

En El fin del mundo un individuo amnésico llega a una ciudad amurallada de la que ya no podrá volver a salir. Antes que nada le es arrancada su sombra y sus ojos son modificados mediante cortes de cuchillas, para a continuación ser enviado a la biblioteca del lugar con la tarea de trabajar como «lector de sueños» interpretando aquello que se encuentra dentro de los cráneos descarnados de los unicornios dorados que pululan por los terrenos de la ciudad.

Las dos historias finalmente confluyen, como no podía ser de otra manera y las muchas pistas ―los recurrentes clips, los cráneos de los unicornios, las bibliotecarias, el propio nombre instalado en el cerebro del calculador...― ya hacían sospechar, en una historia que se revela dedicada a investigar la psique humana, los estados de la conciencia, la disociación de la personalidad y las elecciones vitales entre lo interno y lo externo. Y el autor lo hace mediante una trama paradójica en muchas ocasiones, surrealista, enormemente visual, con toques de absurdo y una poderosa prosa que incluso en los momentos más dementes consigue conectar la mente del lector con lo narrado de un forma maravillosa. Y eso que, como digo, esta no es ni mucho menos la mejor novela de Murakami y que presenta unos cuantos defectos que no impiden, sin embargo, el pleno disfrute de la trama. Su lectura permite al lector vislumbrar la fértil imaginación del autor ―que se irá afinando en obras posteriores―, dejando algunos toques magistrales, sobre todo en el componente más onírico de la narración. Que serán explotados más a fondo en obras posteriores.

El juego psicológico, una vez analizado en profundidad, puede ser algo abrumador, dando posibilidad a múltiples interpretaciones, estableciendo una lucha incruenta entre la mente consciente y el mundo «real» contra el subconsciente y sus «creaciones». Una lucha donde queda claro que todo lo que se hace, todas las relaciones que se establecen, las decisiones que se toman en cada situación particular influyen en lo que cada cual va a ser, en lo que se interioriza, en esos deseos y sueños que muchas veces ni siquiera se confiesan a uno mismo. El lector se embarca así en una búsqueda del auténtico yo a través de una exploración interior, de la propia mente y de todas las circunstancias que la conforman.

Hay que saber entrar en el particular universo onírico del autor. Hay que aceptar cierto grado de absurdo y de comportamientos peculiares, aunque una vez que se deja atrás la superficie se encuentra a unos personajes muy humanos que nos hablan de nosotros mismos a través de la abstracción de sentimientos y de sus formas de actuación. A pesar de lo pusilánime que pueda resultar en ocasiones el calculador, con sus pequeños anhelos, su continuo pensamiento sexual y sus miserias alcohólicas, es difícil no identificarse de alguna manera con su lucha por salir adelante y conseguir vivir su vida en paz.

A otro nivel, el lector de sueños no desiste en su intento de salir de la ciudad amurallada ―también sin nombre―, a pesar de que le han dejado bien claro que se trata de una misión imposible, y pone todo su empeño en encontrar un mínimo resquicio mientras intenta cumplir con su función dentro de la extraña sociedad de la ciudad de El fin del mundo sin siquiera comprender lo que se encuentra haciendo. A pesar de que todo le indica lo inalcanzable que es su tarea el no ceja en sus intenciones, en lo que no es sino un triunfo de la voluntad humana sobre la realidad que los sentidos le muestran. Y es que está novela también trata sobre la percepción de las cosas que nos rodean, de las interpretaciones que asignamos a lo que vemos, a lo que sentimos, a lo que vivimos. Es una novela sobre el ego, sobre las fascinantes posibilidades de la mente, sobre la consciencia y el subconsciente, sobre la información y el poder que da su posesión; una exploración del yo, de cómo se encuentra determinado por los recuerdos y experiencias que conforman una vida, de cómo se conforma un individuo, de cómo se desarrolla la personalidad, y de la naturaleza de la identidad.

Murakami escribe prácticamente hasta el final dos libros distintos, uno de ritmo rápido ―aún con muchos altibajos que impiden que esta sea una obra «redonda»― con raíces prácticamente cyberpunk y ciertos componentes de novela negra ―impagables los dos matones, el canijo y el gigantón, que hacen la vida imposible al protagonista― y otro mucho más reposado con una fantasía surrealista donde conviven animales mitológicos con fábricas abandonadas en una ambientación cerrada, claustrofóbica y muy sugerente. En ambos casos se establece una carrera contra el inexorable paso del tiempo, frenética en el primer caso, mucho más pausada en el segundo, para resolver ciertas preguntas que quizá ni siquiera tengan respuesta ―y si la hay, desde luego no es la que el lector espera―. Tienen ambas partes un toque de comedia absurda, con ramalazos de humor grueso que a veces se muestra incluso hiriente y unas continuas referencias sexuales que terminan no obstante por convertirse en algo cargantes. Las dos líneas acaban finalmente convergiendo, por supuesto; de hecho, es fácil darse cuenta de lo que relaciona a ambas desde muy pronto e incluso imaginar qué es cada mundo ―sobre todo en cuanto sepamos cómo se llama el «programa» implantado en la mente del calculador― antes de que se unan, pero eso no les resta ni un ápice de interés.

El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas es una novela sobre la identidad y de cómo la misma nos hace relacionarnos con el mundo que nos rodea, con la gente con la que convivimos. Cierto que no es tan redonda ―ni mucho menos― como obras posteriores del autor, pero sirve como anticipo para dejarse atraer por novelas más recientes. Funciona a muchos niveles y es el lector quien debe decidir si se encuentra satisfecho con lo que el autor le ofrece. El particular universo de Murakami y su forma de narrar no son fáciles, y aquí todavía se encuentran en «rodaje», así que el resultado puede resultar indigesto para según que lectores. Hay que aceptar sin cuestionarla su particular coherencia interna, su introspección ―no es un libro de acción en absoluto, aunque algo haya―, su amplio contenido metafórico, sus poderosas imágenes, sus gentes extrañas y las paradojas a las que se enfrentan sus protagonistas. Si se consigue subir con el calculador en ese extraño ascensor en el que se encuentra de inicio, caminar por el desnudo y largo pasillo, y descender por los túneles que le llevan al subsuelo de Tokio ante la presencia del anciano científico, todo lo demás viene rodado. Una vez atrapado por ese principio ya no se podrá dejar. Si no es así, quizá sea que el surrealismo de Murakami no sea lo suyo, y es que también es cierto que no es un novelista para todos los gustos y para ciertos paladares puede hacerse un tanto cuesta arriba. O será que lo ha probado poco.

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Reseñas de otras obras del autor:

Kafka en la orilla.

Sauce ciego, mujer dormida.



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